Los exiliados terrestres, en su afán por consolidar la incipiente colonia, entran en contacto con culturas redentoras más avanzadas que las tribus bárbaras ya conocidas, poseedoras de un nivel cultural similar al de los grandes imperios de la Edad Antigua o al de sus homólogos precolombinos. Las intenciones de los terrestres no pueden ser más amistosas; consolidada la alianza con las tribus del altiplano, pretenden ahora hacer lo propio con el poderoso reino de Saar, para lo cual envían una embajada, encabezada por el propio Fidel Aznar, a Umbita, la capital del reino. Allí son recibidos por la princesa Tinné-Anoyá con una mezcla de afecto y temor, dado que son tomados por emisarios del dios Tomok, la sanguinaria deidad de las tinieblas a la que su pueblo rinde periódicos sacrificios humanos.
George H. White
EL REINO DE LAS TINIEBLAS
La Saga de Los Aznar (Libro 8)
ePUB v1.0
ApacheSp18.07.12
Título original:
El reino de las tinieblas
George H. White, 1954.
Editor original: ApacheSp
ePub base v2.0
T
inné-Anoyá se descalzó al salir a la terraza y dejó entre las manos de una de sus esclavas favoritas la rica capa de seda carmesí. El esbelto cuerpo de la princesa estremecióse bajo los alfilerazos de una fresca brisa que moldeó bajo la sutil túnica de gasa sus mórbidos relieves. Los pequeños pies de Tinné-Anoyá pisaron las heladas losas de mármol, húmedas de rocío, mientras tres de sus esclavas se le adelantaron para extender sobre el suelo una alfombrilla y depositar un pebetero y un cofrecillo conteniendo varillas de madera odorífera.
El jardín despertaba al nuevo día llenando la atmósfera de efluvios enervantes. Los pájaros atronaban el aire con sus desaforados trinos, rebullendo inquietos y alegres entre las copas de los árboles. Algunos más osados o familiarizados con las mujeres de la terraza, vinieron a posarse sobre la balaustrada saludando a Tinné-Anoyá con gorjeos saltitos. Pero Tinné-Anoyá no les prestó la atención esta mañana. Tomok, el dios de las tinieblas, había hablado aquella noche pidiendo sangre, y el joven corazón de la princesa estremecíase de angustia mientras los tambores alargaban sus vibrantes latidos sobre selvas y montañas, transmitiéndose el mensaje de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, difundiendo la noticia hasta los rincones más remotos del reino de Saar.
Los tambores de Umbita, la capital del reino, habían enmudecido al amanecer, después de percutir varias horas. Su eco estaría llegando en estos momentos hasta alguna lejana tribu después de volar en alas del viento centenares de leguas. Volverían a sonar dentro de unas horas, llamando a los umbitanos a la reunión ante el pedestal de Tomok. Allí se llevarían a cabo el sorteo de las víctimas, siguiendo a continuación las grandes fiestas de despedida en honor a los elegidos. La fiesta se prolongaría hasta que desfilara por el río Tenebroso la última procesión acuática de las víctimas, que llenando canoas y almadías, entonando los cantos tradicionales, descendería lentamente agua abajo para desaparecer en la Gruta de las Tinieblas.
Como cada mañana, desde que tenía uso de razón. Tinné-Anoyá cruzó la marmórea terraza con los pies desnudos y fue a hincarse de rodillas sobre la alfombra.
Sentándose sobre los talones, la princesa tomó un puñado de varillas odoríferas de la arqueta y las echó sobre los tizones del pebetero, haciendo a continuación una profunda reverencia en dirección a la colina que dominaba Umbita. El sol, rompiendo los tenues celajes de la bruma matutina, lanzó sus dorados dardos sobre la terraza, arrancando brillantes reflejos de la rubia cabellera de Tinné-Anoyá. Desde la colina sagrada el dios Tomok pareció saludar a la princesa dejando escapar un rayo de sol que acababa de reflejarse en su cabeza esférica.
Por siete veces consecutivas tocó la frente de Tinné-Anoyá las losas de la terraza, murmurando las invocaciones aprendidas en su infancia. En la séptima y última vez, al levantar los ojos, las glaucas pupilas de la princesa se abrieron de asombro. Un extraño objeto flotaba en el aire, creciendo de tamaño según se aproximaba a gran velocidad, en mitad de un silencio impresionante. Aquel objeto se detuvo de pronto, quedando suspendido un momento sobre la colosal efigie de Tomok, tan bajo que parecía tocar la cabeza del dios. El amarillo sol naciente chisporroteó sobre las brillantes superficies de aquella especie de huso gigantesco, hiriendo las atónitas pupilas de Tinné-Anoyá. Esta sintió recorrerle la espina dorsal un escalofrío de terror, idéntico o mayor del que solía experimentar en las contadas ocasiones que Tomok se dignaba dirigir la palabra al pueblo. El dios de las Tinieblas, al fin y al cabo, era en cierto modo un personaje familiar, omnipotente y omnipresente en la vida de los miserables mortales. La efigie de Tomok, erigida sobre la loma que dominaba Umbita, podía verse a todas horas y desde cualquier sitio de la capital. Sus exigencias y sus cóleras eran más o menos conocidas, ¿pero quién había visto jamás esta «cosa» brillante y enorme que se movía silenciosamente en el aire, sin alas, sin plumas y sin forma conocida?
El fantástico objeto sólo permaneció unos breves momentos sobre la efigie. De pronto se puso en movimiento apuntando con uno de sus extremos a palacio y descendiendo más y más, hasta el punto de parecer que iba a chocar con las azoteas de las casas. Tinné-Anoyá, paralizada de terror, percibió ahora un sordo zumbido que hacía vibrar el aire. Sus esclavas fueron las primeras en reaccionar, lanzando un grito de terror y echando a correr. La princesa vio venir sobre su cabeza el fantástico objeto y se puso a su vez en fuga, entrando a la carrera en sus habitaciones.
El pavoroso artefacto pasó rozando los tejados de palacio, envuelto en un zumbido sordo y prolongado. Creyó Tinné-Anoyá que el sólido edificio iba a derrumbarse y cerró los ojos, pero no ocurrió nada. De la anchurosa plaza que se abría ante el palacio real llegó un griterío ensordecedor y el rumor de muchos pies moviéndose con rapidez sobre las losas de mármol. Tinné-Anoyá abrió los ojos y corrió hacia una de las ventanas.
Lo que vio le paralizó la sangre en las venas. El enorme huso amarillo habíase inmovilizado sobre la plaza y descendía hacia ésta con la suavidad de una pluma. El intruso había hecho su aparición en la hora que todas las azoteas y las plazas de Umbita se llenaban de hombres, de mujeres y de niños, para hacer sus siete reverencias tradicionales al terrible dios de las Tinieblas. La enorme Plaza Real estaba atestada de hombres y mujeres que al ver descender sobre sus cabezas aquel gran huso amarillo se dieron a la fuga profiriendo alaridos de terror.
La «cosa» sobrenatural se inmovilizó sobre la explanada, flotando en el aire con una ligereza asombrosa para su tamaño y recio aspecto, y luego descendió suavemente posándose sobre los centenares de sandalias, abandonados sobre las losas de mármol por los adoradores de Tomok en su precipitada huida.
Por las siete calles que desembocaban en la Plaza Real desaparecían los umbitanos más rezagados, empujándose, cayendo y levantándose para reanudar su frenética carrera. Escuchábase el seco golpear de puertas y ventanas cerradas apresuradamente. El fantástico objeto había dejado de proferir aquel enervante zumbido que hacía vibrar el aire y, en cuanto se apagaron en la distancia los gritos y el rumor de pisadas de los empavorecidos umbitanos, todo quedó en el más denso y opresor de los silencios.
Transcurrieron unos minutos sin que ocurriera nada. Desde las ventanas de palacio, emboscada tras las cortinas, Tinné-Anoyá templaba su excitado ánimo preparándose para presenciar algo sobrenatural. Y el hecho ocurrió al fin. Un pedazo del costado de aquel fantástico huso se desprendió hacia afuera formando una especie de rampa y el hueco cuadrado de una puerta. Por esta puerta asomó una grotesca figura, cuyo aspecto hizo castañear los dientes de Tinné-Anoyá. Se trataba de un monstruo no muy alto, pero ancho y recio, con robustas piernas y brazos y una esfera grande por cabeza. En la parte anterior de la cabezota, en el lugar donde los seres mortales tenían la cara, este espantable individuo sólo tenía una placa tersa y brillante de color azulado, que centelleó al ser herida por los rayos del sol.
Aunque los brazos de este horrible ser no estaban rematados por pinzas como la gigantesca efigie de Tomok, la princesa Tinné-Anoyá no dudó un solo instante acerca de la identidad del sujeto. Su sobrenatural aparición y su cabeza esférica bastaban para identificarle como uno de los espíritus del dios de las Tinieblas.
Gimió la princesa de terror, blanca como su ligera túnica, arrugando con sus dedos engaritados la cortina a la que se asía para no caer desmayada. Y entre tanto, el maléfico espíritu de Tomok descendía pausadamente la escalerilla, pisaba las losas de mármol que pavimentaban la Plaza Real y echaba a andar con cierta pesadez hacia la regia escalinata flanqueada de columnas que daba acceso a palacio.
Al pie de la escalera, el horrible ser se detuvo y habló con voz poderosa, que atronó los desiertos ámbitos de la explanada, despertando sonoros ecos en la distancia.
—¡Ah de palacio! ¡En el nombre de Dios, abrid a la embajada del Mundo que viene en son de paz a saludar a vuestro rey!
Era la misma voz metálica y resonante con que Tomok hablaba a los sacerdotes pidiendo víctimas. Aunque no hubiera mencionado a su dios ni a su mundo. Tinné-Anoyá le hubiera identificado en seguida como uno de los espíritus que habitaban en el reino de las Tinieblas, sólo por su voz atronadora.
Tembló el esbelto cuerpo de la princesa como una hoja de árbol y abandonando la ventana, apoyándose en los muebles para no caer, con los ojos desorbitados de terror, gritó a sus paralizadas esclavas:
—¡Pronto… corred a abrir las puertas… el espíritu de Tomok ha descendido del cielo y quiere hablarme!
Cuatro esclavas se precipitaron a la vez hacia la puerta. La petición del poderoso ser bajado de las nubes debía haber sido oída en todo el palacio, pues escuchábase un coro de voces destempladas, rumor de pies, carreras y golpear de puertas. Tinné-Anoyá volvió sus espantados ojos hacia la plaza. Vio cómo brotaban de aquel fantástico huso, uno tras otro, hasta seis espíritus más, todos con el aspecto horrible del primero, llevando entre sus garras unos objetos misteriosos que acababan en una especie de caña.
Hizo la princesa un enérgico llamamiento a toda su voluntad. Ni en su vida, ni en la de sus padres ni en la de sus abuelos habían aparecido por el reino de Saar los maléficos espíritus de Tomok. Las inscripciones cuneiformes de las escrituras Saar hablaban de estos seres que habitaban en el seno de la tierra, reproduciendo su aspecto con la tosquedad propia de los antiguos artífices, en los frisos y bajorrelieves de todos los viejos edificios oficiales de Umbita.
Lamentaba Tinné que los espíritus de Tomok hubieran venido a Umbita durante su reinado. Su presencia, temida a lo largo de los siglos, era interpretada como augurio de grandes males, y si ahora no había caído muerta de pánico se debía al anuncio de paz que el espíritu de Tomok acababa de hacer. El espíritu venía en son de paz, tal vez a concertar un nuevo tratado con la reina.
Temiendo que una espera, por breve que fuera, irritara la susceptible cólera de aquellos seres todopoderosos, Tinné-Anoyá ni siquiera se entretuvo en engalanarse. Echándose sobre los hombros la capa carmesí y haciendo acopio de valor, salió precipitadamente de sus regias habitaciones seguida por sus esclavas. Por los pasillos y escaleras del vetusto edificio se tropezó con algunos de sus ministros, jefes militares y cortesanos que habitaban en palacio. Todos habían visto descender del cielo el fantástico huso y escuchado desde sus habitaciones, cerradas y atrancadas apresuradamente, los desaforados gritos del espíritu de Tomok pidiendo ver a la reina (nadie cayó en la cuenta de que, en realidad, aquel ser solicitó ver al rey).