Un silencio de muerte cayó sobre la muchedumbre al extinguirse en la lejanía el último eco del singular estrépito. Sobre la meseta, el terrible dios de las Tinieblas yacía hecho pedazos, derribado de su pedestal por un poder superior al suyo. El silencio fue largo y penoso, henchido de estupefacción y horror. Los adoradores de Tomok prorrumpieron en grandes alaridos y se dieron a la desbandada corriendo desordenadamente laderas abajo para refugiarse en su ciudad. Los autores de la catástrofe no les prestaron la menor atención.
—Vamos allá —dijo Fidel echando a andar hacia los restos del ídolo.
Este yacía boca abajo sobre un colosal estropicio de losas hechas añicos. Había perdido también sus dos brazos al caer, y su enorme corpachón de bronce habíase rasgado dejando ver en su interior los perfiles de una maquinaria abundante y exótica.
—No era vacío todo lo que Tomok tenía dentro —comentó Fidel sarcásticamente, y llamando al profesor Ferrer añadió —: pruebe ahora con el voltímetro, profesor. No vaya a tener todavía corriente y nos pillemos los dedos.
La aguja del indicador permaneció inmóvil. —No hay corriente —anunció el sabio—. Podemos manipularlo sin peligro.
Fidel dejó a Ricardo Balmer, al doctor Gracián y al capitán Fernández de guardia en la entrada de la acrópolis por si volvían los indígenas y se unió al profesor Castillo y al profesor Ferrer en el examen del ídolo. Los brazos y las piernas, al desprenderse del tronco del dios, habían dejado sendos agujeros sobradamente capaces para permitir el paso de un hombre. Los terrestres se introdujeron por estos agujeros y empezaron la exploración.
El triángulo que servía de tronco al dios era tan enorme que se podía andar por dentro de él perfectamente sin que la cabeza tocara en ninguna parte. Ante los codiciosos ojos de los españoles apareció toda la intrincada confusión de piezas de maquinaria destrozada por la violenta caída. Muchas de las cosas que pudieron ver a su alrededor, tenían formas vagamente familiares para Fidel y el profesor Ferrer, ambos expertos en materia de mecánica y electrónica.
—¡Hola… hola!… —exclamó Ferrer deteniéndose ante un informe amasijo de hilos de cobre, bobinas, filtros y lámparas—. ¿Qué le dice a usted esto, señor Aznar?
—Es un aparato de ondas electromagnéticas —repuso el joven—. En su forma parece distinto a los que nosotros fabricamos y utilizamos, pero su funcionamiento debe de basarse en los mismos principios.
—Ello quiere decir que en algún punto de este continente debe de haber una emisora de energía inalámbrica, ¿no es eso? —preguntó Castillo. Y como sus compañeros afirmaran exclamó —: ¡hombre, no haberlo sabido antes! Nuestros tractores, helicópteros, automóviles y demás maquinaria hubieran podido utilizar este energía de los hombres de cristal cuando tan apurados andábamos de electricidad.
—Sabemos que no existen emisoras de ese tipo en la isla —dijo el profesor—. En cuanto a las que pueda haber por aquí, su alcance no debe superar los trescientos kilómetros en el más favorable de los casos. La isla queda lejos de su radio de acción.
Ferrer volvió entonces su atención hacia otro aparato. —Un aparato amplificador —señaló—. Esta era «la voz del trueno» a que aludió el ministro Shima durante el desayuno, sin duda alguna.
Prosiguió la exploración por entre el dédalo de maquinaria que casi llenaba el broncíneo vientre de Tomok. El profesor se detuvo perplejo ante algunas piezas que atraían poderosamente su atención.
—Si esto no es parte de una emisora de televisión no adivino qué pueda ser —murmuró.
Fidel Aznar se arrodilló y removió las piezas tocando aquí y allá con la frente surcada por una profunda arruga de perplejidad.
—Parece un aparato de televisión —murmuró a su vez—. Pero veo por aquí muchas cosas desconocidas… Creo que lo mejor será llevarnos todo lo que podamos a Nueva España para examinarlo allí con más detenimiento.
Fidel se asomó al exterior y vio a Woona sentada sobre un sillar a respetuosa distancia. Ella era natural de este planeta y, según la expresión favorita de Ricardo Balmer, «no estaba todavía bastante desbravada». La confianza ciega que le inspiraba Fidel Aznar luchaba en el corazón de Woona con la poderosa voz de sus atavismos de raza. Para Woona, este acto brutal de derribar a todo un dios de las Tinieblas a tiros no podía acarrear otra cosa que desdichas. Por esto se abstuvo de meterse dentro del cuerpo de Tomok, y aun de acercarse demasiado al destrozado ídolo.
Fidel la mandó a sustituir a los que montaban guardia a la entrada de la acrópolis. Ricardo Balmer, el capitán Fernández y el doctor vinieron a ayudar en el acarreo de maquinaria desde las entrañas de Tomok a las del destructor Navarra, donde el piloto las estibaba de manera que cupieran todas las piezas posibles. La tarea era larga y ardua. El sol calentaba el cuerpo de Tomok y las entrañas del dios parecían un caluroso infierno. Al cabo de dos horas, cuando ya estaban en el Navarra las partes mecánicas de Tomok que más intrigaban a Fidel y al profesor Ferrer, Woona lanzó uno de sus salvajes y agudos gritos anunciando que se acercaba gente.
Dejando a sus compañeros que continuaran en la tarea, Fidel se acercó a Woona y echó una mirada hacia la serpenteante carretera que trepaba por la falda de la Colina Sagrada. Vio a una ingente multitud que salía de Umbita y se lanzaba cuesta arriba hacia la acrópolis. Como navegando sobre el río de cabezas humanas, Fidel Aznar vio venir el palanquín de Tinné-Anoyá rodeado de sus cortesanos, entre los que se vislumbraban también las altas tiaras de los sacerdotes de Tomok. Una enorme sombrilla protegía a la princesa de los rigores del eufórico sol que, indiferente a todo, arrancaba cegadores chisporroteos de las brillantes corazas y yelmos de los soldados. Dos abanicos de grandes plumas se agitaban en torno a la princesa espantando los inoportunos insectos. Sobre la atmósfera empapada de sol flotaba el chillón estrépito de los pífanos reales que encabezaban la comitiva.
—Vienen hacia aquí —dijo Fidel—. ¿Qué se propondrán hacer?
Durante una hora, la larga serpiente humana se arrastró perezosamente por el tortuoso camino, desapareciendo a veces detrás de un saliente de la ladera para reaparecer más próxima, con las andas reales balanceándose sobre el apiñamiento de cabezas. Aproximábase el estridente alarido de los pífanos. Los terrestres ocupados en el desguace de la efigie de Tomok dieron fin a su tarea y vinieron a reunirse con Fidel y Woona a la entrada de la acrópolis. Todos volvían a empuñar sus armas, guardando una actitud tranquila y expectativa mientras la doble línea de heraldos y soldados que encabezaban la procesión se aproximaban a paso mesurado.
Al llegar a una respetuosa distancia del grupo de españoles, heraldos y soldados se apartaron a un lado dejando avanzar al palanquín real. Este pasó entre dos filas de lanzas y se detuvo a cinco pasos de los terrestres. Desde lo alto de sus andas, por encima de las cabezas de los españoles, Tinné-Anoyá lanzó una mirada de horror sobre los dispersos pedazos del dios de las Tinieblas. Luego, sus glaucas pupilas se posaron coléricas en Fidel y habló:
—Extranjeros: no encuentro palabras para calificar vuestra infame conducta. Llegasteis ha poco profiriendo palabras de paz… ¿y qué habéis hecho? Tomok, nuestro dios, ha sido insultado, profanado y destruido. La consternación y el dolor inundan nuestros corazones. Habéis sembrado la muerte y el mal a vuestro paso, atrayendo sobre nuestras cabezas las justas cóleras del dios. ¿Quién restituirá su efigie en su pedestal? ¡Ay de nosotros cuando Tomok lance sus espíritus vengadores sobre nuestras tierras! ¡Ay de vosotros, hijos de la Tierra! ¡Marchaos! Volved a Nueva España con vuestro huso volador y vuestras armas infernales… ¡y ojalá podáis abandonar también este mundo antes de que Tomok os alcance con su justa cólera!
—No tenemos la menor intención de abandonar este mundo, princesa —repuso Fidel con firmeza—. Volvemos ahora a Nueva España para estudiar las mentiras que Tomok guardaba en su vientre, pero volveremos. Todas las efigies de Tomok serán derribadas de sus pedestales, y su sangriento rito desterrado de vuestros crédulos corazones. Tomok es un dios falso, un mito…
La multitud que seguía a Tinné-Anoyá estalló en un alarido de protesta, iniciando un movimiento de avance que hizo vacilar la primera línea de soldados, sacerdotes y ministros. Ricardo Balmer, el capitán Fernández y Woona empuñaron con resolución sus temibles fusiles atómicos.
—¡No disparéis! —grito Fidel echándoles atrás con un movimiento de mano—. No quiero verter sangre, vámonos de aquí.
El grupo retrocedió de espaldas, teniendo encañonados a los indígenas. Estos avanzaron amenazadores según los españoles se retiraban hacia su aeronave. Algunas manos, al amparo del muro de carne que les protegería de los primeros disparos de los extranjeros, lanzaron una lluvia de piedras sobre Fidel y sus amigos.
Cuando los terrestres hubieron desaparecido en el interior de su aparato, la muchedumbre rompió la línea de corazas que les contenía e invadió profiriendo aullidos la meseta sagrada. Pero nadie osó acercarse demasiado al fantástico huso volador, contentándose con hacer llover sobre él una densa pedrea. El Navarra se elevó zumbando, flotó sobre las cabezas de lo indígenas y descendió ladera abajo.
No se marcharon inmediatamente los terrestres, antes de hacerlo recogieron algunas de las cosas salidas de la monstruosa cabeza de Tomok, siguiendo ladera abajo la trayectoria que llevara la esfera y examinando ésta medio sepultada entre las ruinas de las casas aplastadas por su mole. Luego, el fantástico huso volador subió hacia el cielo y zarpó hacia el Este perdiéndose de vista a los pocos segundos.
E
ra pasada la medianoche cuando Castillo y Ferrer llegaron con un par de jóvenes ingenieros al domicilio de los Aznar. Esta clase de reuniones se repetían de forma regular todas las noches después de cenar, y esto a pesar de que el viejo Almirante Aznar estaba haciendo por aquellos días continuas delegaciones, repartiendo responsabilidades entre sus más capacitados colaboradores, en un claro propósito de librarse del mayor número de funciones.
Sin embargo al Almirante le gustaban estas reuniones, gracias a las cuales podía seguir de cerca la rápida evolución de los hechos más importantes de la colonia.
Todo marchaba bien. La ciudad se ensanchaba y crecía con rapidez vertiginosa, ofreciendo sorprendentes cambios a aquellos que por cualquier causa se ausentaban durante unos días. El Almirante quería ver una ciudad amplia y cómoda, que hiciera borrar de la memoria de sus habitantes el recuerdo de los cuarenta años vividos en los estrechos apartamentos del autoplaneta Rayo, sin más horizonte que las paredes interiores de aquella esfera descomunal viajera del espacio.
Ahora, junto a las amplias avenidas, casitas prefabricadas a base de módulos de hormigón, rodeadas de valla y jardín, iban reemplazando a las toscas cabañas de madera que sirvieron de morada provisional a los colonos en los primeros momentos. El Almirante había insistido mucho en lo de las vallas, a pesar de que estas eran bajas y no ofrecían ninguna protección frente a supuestos ladrones.
Pero en Nueva España no había ladrones. Las vallas, simplemente, contribuían a crear en los dueños de las casas una idea de propiedad. Cada familia sabía que dentro de aquel recinto sagrado podía hacer lo que le viniera en gana, y que nadie tenía derecho a franquear aquel frágil obstáculo, detrás del cual cada hombre o mujer podían desarrollar su personalidad y emplear su tiempo como mejor le pareciera.
Esto era muy importante en una comunidad donde la personalidad del individuo quedaba necesariamente desdibujada a falta de incentivos materiales. Allí nadie cobraba un sueldo ni recibía recompensa por dura o valiosa que fuese su tarea laboral. Eminencias como Castillo, Ferrer, Valera, Durero y tantos y tantos otros, incluso el propio Almirante Aznar, disfrutaban de las mismas comodidades que el más torpe de la colonia. En su mesa había los mismos alimentos y en igual cantidad.
En este nuevo mundo, el individuo tenía que buscar otros medios para destacarse. El científico, el pintor, el escritor, el director o la estrella de cine, el buen futbolista o el mejor saltador de pértiga, eran individuos destacados que gozaban de las simpatías y la popularidad. Y en el trabajo bien realizado estaba el mejor premio.
Fidel había estado relatando a su padre las incidencias de su viaje al Reino de Saar, y ahora el Almirante se sentía nuevamente preocupado.
—¡Vaya, ya están aquí! —exclamó el Almirante sin disimular su impaciencia—. ¿Qué demonios les ha entretenido tanto?
—No fue fácil resolver el acertijo —dijo el profesor Berrera—. Es más, todavía estaríamos rompiéndonos la cabeza, a no ser por la sugerencia de Castillo que nos dio la clave del enigma.
—¿Se refiere al mecanismo de la televisión? —preguntó Fidel, volviéndose a mirar a Castillo.
—Sentía tanta curiosidad —dijo éste —, que me quedé en el laboratorio viendo a los muchachos romperse la sesera con los chismes sacados del muy honorable estómago de Tomok. Ellos decían que con aquellos aparatos nadie sería capaz de ver nada. Y no estaban faltos de razón, puesto que partían de la errónea base de que los hombres de silicio tienen órgano de la vista igual que el nuestro.
—Es curioso —dijo el Almirante—. Siempre tuve entendido que, cualquiera que fuese la forma de la vida adoptara en otros mundos, el ojo sería el único órgano en el que coincidiríamos con los habitantes de otros planetas.
—No existe contradicción entre la teoría y la realidad —dijo el profesor Ferrara—. Nosotros examinábamos solamente la parte técnica del problema, cuando la verdadera solución estaba en la biología, es decir, en la particular naturaleza de los hombres de silicio.
—Me intrigan ustedes —dijo el Almirante, hombre de escasa paciencia—. ¿Puede saberse qué ocurrió?
—Mientras los muchachos andaban a vueltas con el destornillador, yo andaba por allí pensando en cosas muy distintas —dijo el profesor Castillo—. Como biólogo me preguntaba de qué forma estarían constituidos los hombres de silicio. Tenía una imagen más o menos real, la propia efigie de Tomok. Pero tenia algo más cerca, los animales en forma de esfera que tanto nos sorprendieron cuando desembarcamos en este planeta. Me dije que tenía que existir cierto grado de parentesco entre animales de silicio y seres inteligentes de silicio, de la misma forma que existe un elevado grado de relación entre un hombre y cualquier animal de la Tierra. Relación en los órganos de la vista y el oído, el aparato digestivo, la sangre y los músculos…