—¿Serás capaz de haber creído todos los camelos que nos han contado desde que llegamos a esta sucia Umbita? —interrogó Ricardo burlón.
—Yo no creo ni dejo de creer. Digo solamente que también nosotros tenemos autómatas que hablan, ven y oyen como ese ídolo. Cualquiera de nosotros posee bastantes conocimientos para, disponiendo de los medios adecuados, erigir una efigie como esta y hacer que «hable», que «oiga» y que «vea», ¿no es cierto?
—¡Pero Fidel! —protestó Ricardo—. ¡Nosotros somos hombres, hijos de una supercivilización! ¡Nadie en este mundo parece tener conocimientos sobre electrónica!
—¿Quién lo dice? —desafió Fidel—. ¿No has oído, calamidad, que en «el seno de la tierra»; es decir, en el centro de este planeta vive una humanidad de silicio, hombres de cristal, que andan derechos como nosotros y poseen rayos y truenos que matan? —Nadie los ha visto —apuntó Ricardo—. Y aún si existieran, ¿por qué habían de conocer la electricidad, la televisión y la radio que serían los elementos indispensables para construir un ídolo que «viera», «hablara». y «escuchara».?
—Amigo mío —suspiró Fidel —, ¡ojalá los hombres de cristal no existieran o, de existir, fueran tan ignorantes y atrasados como los seres humanos de este endiablado planeta! Pero eso sería demasiado bueno para nosotros, ¿no crees?
—No soy fatalista —gruñó Ricardo—. ¿Por qué demasiado bueno? ¿No nos dio Dios bastante trabajo con los hombres esfera y esos dichosos alacranes de silicio? ¿Por qué habla de amargarnos todavía más la existencia añadiendo a estos bichos hombres de cristal con una mentalidad superior?
—Amigo Balmer —dijo aquí el profesor Castillo metiendo baza en la discusión —, las formas de vida que puede adoptar la Naturaleza son infinitas. Lógicamente, si ha creado en este planeta seres de carbono con una inteligencia superior, ¿por qué sus criaturas de silicio no han de poseer igualmente una inteligencia igual o mayor que la nuestra? El hombre es el ser más perfecto de entre las criaturas de carbono terrestres. ¿Por qué entre una naturaleza de silicio como la que habita el interior de este planeta no ha de haber una especie superior que reine sobre las demás por su inteligencia?
—¡Sería lo que nos faltaba! —gruñó Ricardo—. ¡Hombres de silicio con radio, televisión y armas atómicas! ¡El disloque, vamos! Hombre… ¿y por qué ha de estar siempre usted, profesor Castillo, amargándonos la existencia con sus teorías y demás zarandajas?
Castillo no llegó a contestar. El profesor Ferrer, perito en electrónica, y el doctor Gracián, subían a saltos la escalinata portando varios instrumentos de precisión entre las manos. Llegados al rellano del pedestal, dejaron los aparatos en el suelo y el profesor Ferrer se calzó unos guantes de caucho. —Vamos a ver —murmuró poniendo manos a la obra.
El aparato era un galvanómetro. El profesor Ferrer se ajustó unos gruesos guantes de goma, tomó una larga pértiga de madera y ató a su extremo el cabo de un conductor de cobre. Desde prudencial distancia extendió la pértiga hasta la peana.
El grupo se había acercado y miraba expectante la esfera graduada del aparato. La aguja osciló violentamente evidenciando la existencia de una corriente eléctrica de gran intensidad.
—¡Ciento cincuenta mil voltios! —exclamó el doctor Gracián.
Ferrer retiró la pértiga y la saeta volvió a caer sobre el cero. Un profundo silencio poblado de mil pensamientos atroces envolvió a los españoles. Levantando los ojos del voltímetro, Fidel Aznar los puso en su amigo Ricardo.
—¡Y querías tocar la peana de Tomok sin más ni más! —exclamó haciendo una mueca.
U
n canto monótono y plañidero, acompañado del estrépito de cimbales y tamboriles, llegaba del pie de la colina. Una gran sierpe humana, moteada de blanco y gris, avanzaba saliendo de la ciudad para retorcerse a lo largo de la zigzagueante cuesta que conducía hasta la cima de la Colina Sagrada. Eran los adoradores de Tomok que venían a decidir por sorteo los millares de víctimas que emprenderían el camino del sacrificio hacia el reino de las Tinieblas.
Al pie de la peana del dios caníbal, Fidel Aznar salió del mutismo en que le dejara el sensacional descubrimiento de la carga eléctrica de Tomok y habló a sus apesadumbrados compañeros:
—Bien, amigos: lo inesperado ha ocurrido. En alguna parte de este planeta, seguramente en su interior, hueco, viven unos seres de inteligencia superior, que conocen y utilizan la electricidad y, sabe Dios cuántas cosas más. Esta certeza abre ante nosotros perspectivas enormes, todas ellas sumamente desagradables, porque si esas criaturas disponen de elementos de destrucción más poderosos y, sobre todo, más numerosos que los nuestros… Bueno, no es necesario que siga, todos ustedes saben que nuestro imperio sólo acaba de nacer y que un leve empujón bastaría para derrumbar cuanto llevamos hecho.
Todas las cabezas, excepto la de Woona que no entendía gran cosa de cuanto hablaban sus compañeros, asintieron con graves movimientos.
—¡En fin! —suspiró Fidel—. No nos apresuremos en hacer cábalas pesimistas. Lo primero y más importante es averiguar qué grado de civilización han alcanzado estas criaturas de silicio. Mucho tendrán que haber corrido para aventajamos en conocimientos científicos, sobre todo porque este planeta es miles de años más joven que la Tierra, pero todo depende de la capacidad inventiva de sus cerebros. Para empezar tenemos esta efigie de Tomok, una muestra de la astucia y la técnica de esos hombres de silicio.
El grupo contempló pensativamente la colosal estatua. —En algún punto debe de haber un generador de energía eléctrica, conectado con esta efigie —murmuró el profesor Berrera—. La corriente puede llegar hasta aquí por dos conductos: bien por medio de un cable eléctrico o por ondas lanzadas desde alguna estación emisora más o menos lejana. Queda otra solución: que el generador esté dentro o debajo de Tomok. —¿Un reactor atómico?
—Sí. Es fácil comprobarlo. Si hay aquí un reactor atómico tiene que haber partículas radiactivas en este entorno. Nuestro detector nos lo dirá en seguida.
El profesor Ferrer y Ricardo tomaron algunos aparatos de los traídos desde la aeronave y empezaron a manipular con ellos. Entre tanto aproximábase el estrépito de címbalos y tamboriles con que los adoradores del dios de las Tinieblas se acompañaban en su romería hasta la Colina Sagrada. Woona acercóse a Fidel Aznar y le tocó ligeramente en un brazo. El terrestre le sonrió forzadamente.
—Nunca te he visto tan preocupado —murmuró la muchacha en su idioma gutural. Y señalando al profesor Ferrer preguntó:— ¿Qué hace el hombre sabio?
—Busca rastros de un motor atómico. Donde hay una máquina de éstas siempre quedan partículas radioactivas suspendidas en el aire.
—¿Y es muy importante que haya o no máquinas de esa clase?
—Mucho, Woona. Si los hombres de cristal tienen motores atómicos, será porque conocen la desintegración de la materia. Esto quiere decir que poseerán unos medios de destrucción tan poderosos como los nuestros. ¿Sabes lo que esto significaría? La idea de hacer de este mundo un emporio de riqueza y felicidad sería irrealizable sin la buena voluntad de las criaturas de silicio que habitan en el interior del planeta. Yo no he visto todavía ningún hombre de cristal e ignoro cuál será su forma de conducirse. Somos dos concepciones de la Naturaleza tan diametralmente opuestas que, por fuerza, hemos de chocar, aniquilándonos hasta que una de las especies sucumba… Y esto es lo que más me asusta, Woona. Acabamos de llegar a este mundo después de un viaje de cuarenta y dos años terrestres y sólo hemos hecho que posar nuestras plantas sobre esta nueva tierra. Somos todavía tan débiles que no podríamos resistir un ataque llevado a cabo con los mismos elementos destructores que nos expulsaron de nuestro mundo de origen. Si los hombres de cristal conocen el inmenso poder encerrado en la materia… ¡ay de nosotros!
Woona asintió con graves movimientos de cabeza y fijó sus hermosas pupilas en la flaca figura del profesor Ferrer, que iba de un lado a otro por la meseta con su aparato detector. Después de dar una vuelta completa a la efigie de Tomok, el sabio regresó donde esperaban sus amigos. En los ojos del sabio brillaba una luz de alegría.
—Ni el menor rastro de partículas radioactivas. Los terrestres exhalaron un hondo suspiro de satisfacción. Que no hubiera un generador de energía eléctrica movido por un reactor nuclear allí mismo, no quería decir que no pudiera haber motores atómicos en otra parte, pero esto era ya un consuelo, y los terrestres se sintieron algo más optimistas.
—Si Tomok está hueco por dentro, como es de presumir dadas sus proporciones, por fuerza ha de haber alguna puerta por donde se pueda entrar —argumentó Fidel.
—Echémosle abajo —propuso Ricardo, siempre predispuesto a la acción violenta—. ¿A qué tantas contemplaciones con una estúpida efigie de bronce? No hay ninguna puerta por aquí abajo, ya lo estuve mirando; y aún cuando la hubiera, sería lo mismo. No podemos pasearnos tranquilamente por el interior de Tomok estando electrificado.
Consideró Fidel en silencio el argumento de su amigo.
—Bueno —acabó por decir encogiéndose de hombros—. Puesto que le hemos de echar abajo una vez u otra, tanto da que sea ahora como más tarde. ¡Abajo con Tomok!
—Bastarán unos disparos de mi fusil atómico —aseguró Ricardo acariciando la fina culata de su terrible arma—. Le apuntaré a una pierna y así cederá de costado. Pongámonos en sitio seguro.
El grupo de terrestres descendió a saltos la escalinata. Sacerdotes y músicos les miraban intrigados, sin sospechar ni remotamente el propósito de estos extranjeros.
—¡Fuera de aquí! —les gritó Fidel ahuyentándolos—. ¡Fuera… la estatua de Tomok va a derrumbarse!
—¡Hala… fuera… fuera!… —gritaron también Castillo y el doctor Gracián empujando a los más remisos en abandonar la plataforma.
Los indígenas retrocedieron poniendo a salvo sus instrumentos, mirando a Tomok y haciendo extrañas muecas. Cuando llegaron a las columnas que cerraban el hemiciclo, alcanzaban la meseta los romeros de Tomok con su estrepitoso acompañamiento de címbalos y tambores. Al ver posado sobre la explanada el extraño huso volador de los «hijos del cielo», la cabeza de la sierpe humana, cuyo cuerpo zigzagueaba a lo largo de la cuesta y cuya cola permanecía aún en la ciudad, se detuvo. La noticia de que Tomok iba a derrumbarse de su pedestal corrió como un reguero de pólvora a lo largo de la serpenteante columna arrancando gritos de estupefacción. La procesión se detuvo en mitad de un silencio expectante.
Mientras tanto, sobre la explanada de la Colina Sagrada, los terrestres se ponían en fila detrás de Ricardo Balmer. Este, con el cañón de su fusil ametrallador atómico apoyado sobre el parapeto de sillería que circundaba la plataforma, apuntaba cuidadosamente a la pierna izquierda del dios de las Tinieblas.
—Afina bien, muchacho —dijo el capitán Fernández—. No vayas a fallar y nos la tires encima.
Precisamente en este momento sonó una espantosa gritería a espaldas de los terrestres. La muchedumbre detenida a la entrada de la acrópolis alzaba los ojos y los brazos hacia el monstruo de bronce y aullaba:
—¡Tomok va a hablar…! ¡Tomok se dispone a hablar…!
Fidel levantó también los ojos, y lo que vio le hizo arrugar la frente. La cabeza del dios, por aquella parte delantera cubierta por un cristal azulado, lanzaba rápidos destellos de luz roja, semejante a los parpadeos de una lámpara que transmitiera un ininteligible mensaje luminoso en alfabeto Morse.
—¡Espera! —gritó Fidel poniendo su mano sobre el hombro de Ricardo.
El joven tirador inmovilizó su dedo sobre el gatillo del arma que ya tenía apuntada, y el dios de las Tinieblas habló. Su voz atronadora y clara, metálica y desprovista de inflexiones humanas, bramó sobre la muchedumbre empavorecida:
—¡Hijos de Umbita… detened a los sacrílegos extranjeros!
La multitud estalló en un atronador alarido.
—¡Es un maldito altavoz! —gritó Ricardo Balmer volviendo la cabeza hacia Fidel.
—Lo sé —repuso éste con pupilas relampagueantes. Y señalando al terrible dios de las Tinieblas con el índice y el brazo extendido ordenó secamente—: ¡Dispara!
Los adoradores de Tomok, situados a unos pasos detrás de los terrestres, soltaron un aullido a coro y avanzaron como un incontenible alud humano. El capitán Fernández se revolvió con la agilidad de una pantera al tiempo que tiraba de la pistola eléctrica que llevaba colgando del cinturón. Woona, que había desconfiado desde el primer momento de sus coterráneos manteniendo la funda de su pistola desabrochada, también empuñó su mortífera arma. Ella y Fernández dispararon al mismo tiempo. De los cañones de sus pistolas brotaron dos relámpagos azules.
Las pistolas eléctricas podían graduarse a mayor o menor intensidad, y en este caso lo habían sido para provocar una descarga violenta, no mortal. Los dos hombres que recibieron la descarga cayeron sin sentido.
Los que iban detrás, empujando a la vanguardia de fanáticos siguieron avanzando torvos y ciegos como una manada de búfalos en estampida. Las pistolas eléctricas volvieron a restallar como látigos tendiendo a la primera línea de asaltantes. En este momento después de haber apuntado con precipitación, Ricardo Balmer tiraba del gatillo de su fusil. Una lengua de fuego brotó por el extremo del cañón al mismo tiempo que un cegador fogonazo envolvía los pies del ídolo con seca y potente explosión.
El estallido del proyectil atómico y la deslumbradora llamarada inmovilizaron a los adoradores de Tomok. Con pupilas dilatadas de asombro pudieron ver saltar en el aire retorcidos fragmentos de una de las piernas del dios. Este, falto de apoyo, de balanceó un segundo iniciando a continuación una rápida caída de costado. La colosal mole de bronce de 30 metros de altura se desgajó como una rama seca de la única pierna que le restaba y cayó cuan largo era sobre la meseta con estrépito infernal, haciendo temblar toda la Colina Sagrada, hundiendo las losas de mármol y haciendo saltar en todas direcciones pedazos de columna. La longitud total del dios era mayor que la mitad de la anchura de la meseta. Su gigantesca cabeza golpeó sobre las columnatas y se desprendió del tronco. Dando un prodigioso salto, la monstruosa cabezota se precipitó en el abismo y rodó ladera abajo saltando como una pelota, dejando tras sí una nube de polvo y un rastro de extraños objetos salidos de su interior. Botando de saliente en saliente, la cabeza de Tomok alcanzó las primeras casas de Umbita y las hundió con estrépito pavoroso, haciendo saltar vigas y cascotes, abriendo una brecha empenachada de polvo y deteniéndose al fin cuando, perdida la fuerza de su impulso por el repetido choque contra muros y paredes, tropezó con un obstáculo más resistente.