Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Inspectora, sea razonable, no habrá nadie en Correos en una fecha así. Además, ¿se atreve a calcular qué cantidad de paquetes puede haber en la Central?
—No, no me atrevo a calcularlo, por eso quiero ir personalmente; quizá sean menos de los que piensa.
Se desesperó.
—Desde luego, inspectora, sé que le molesta el que haga generalizaciones buenas o malas sobre las mujeres, pero de verdad debo decirle que no he encontrado en toda mi vida ni una sola mujer que no sea testaruda. ¡Ni una!, ésa es la pura verdad.
Sonreí.
—Déjese de monsergas sexistas. ¿Va a venir conmigo o no? Tengo que hacer mis planes.
Me miró como si hubiera enloquecido.
—¡Pues claro, pues claro que iré! ¿Qué demonio quiere que haga? ¿Quedarme en casa comiendo polvorones como usted sugiere, tocar un solo de zambomba y cantar villancicos?
Me eché a reír.
—Quizá sonara armonioso.
Comencé a canturrear como si tuviera la mente ya en otra parte, pero aún le oí rezongar en voz muy baja:
—Testarudas y absurdas, así es como son.
Los planes no eran difíciles en realidad. Todo consistió en pasar por comisaría e informar a Coronas, al tiempo que comprobábamos que el dichoso paquete, en efecto, no había llegado aún. Luego fuimos a mi casa, abrimos el vacío buzón del correo y me cambié de ropa en preparación de la larga e incómoda noche que me esperaba. Al salir, descubrí que mis vigilantes, Marqués y Palafolls, acababan de llegar. Me acerqué a su coche.
—¿De guardia en una noche así?
Salieron y se cuadraron ante mí.
—Mañana sí tenemos fiesta, inspectora.
—Pues voy a darles una alegría: ya pueden marcharse; pienso estar toda la noche fuera.
Marqués cabeceó.
—Eso nos da igual, nosotros seguiremos de servicio aquí.
Iba a dejarlos en paz, pero de repente se me ocurrió una buena idea.
—Su tarea es protegerme, ¿verdad?
Asintieron sin comprender muy bien.
—Y si yo les pidiera que me ayudaran, ¿lo harían?
—¡Faltaría más!
—Entonces vengan conmigo a Correos para buscar un paquete.
Seguían sin comprender nada, pero no dudaron en acudir tras nosotros. En ese tipo de cosas consisten las delicias de mandar. Cuando le expliqué a Garzón que había conseguido refuerzos siguió empleando el
pianíssimo
en sus murmuraciones. Supuse que junto a los calificativos genéricos de testarudas y absurdas las mujeres acabábamos de ganar algún innombrable epíteto más.
En Correos no había nadie de retén. No se trabajaba en Nochebuena. Sólo dos guardias jurados estaban a cargo del edificio. Aunque nos identificamos no nos permitieron entrar. Llamaron a su jefe, que a su vez llamó al responsable de la Central para pedirle instrucciones. Éste tuvo que venir ante lo inusitado de la situación y, por supuesto, estaba de pésimo humor. Le expliqué, me escuchó y, pidiéndome que no desordenáramos nada, dio su consentimiento de funcionario responsable y se largó. Cosas más raras había debido de ver.
Por culpa de todos aquellos prolegómenos se habían hecho las diez de la noche. Buen momento para empezar, pensé, y dando exactas aclaraciones de lo que íbamos buscando, procedimos a entrar en el almacén. El espectáculo era de verdad descorazonador. Metidos en enormes
containers
de rejilla aparecieron ante nuestros ojos montañas de paquetes, bultos, embalajes, cajas... en fin; si a Hércules le hubieran añadido ese trabajo a su lista, habría sido capaz de claudicar. Garzón me miró cargado de razón, esperando que hiciera algún comentario desencantado. Dulcifiqué mi expresión y dije con aire casual:
—La gente se envía cosas, ¿eh?
Acto seguido nos distribuimos por zonas y empezamos a buscar. La gente se enviaba cosas, en efecto, y muchas más por Navidad. Todo el mundo parecía ponerse de acuerdo en mostrarse encantador a fecha fija. Daba igual, todo era cuestión de paciencia, éramos cuatro, no estaba mal. Me volví hacia la puerta y vi que los guardias jurados nos miraban como si estuvieran sufriendo una alucinación. Como iban armados quizá también se vieran inclinados a acatar mi autoridad. Lo intenté.
—Oigan, ¿ustedes tienen algo que hacer?
—¿Nosotros...? Pues bueno, estar aquí.
—¿Y por qué no nos echan una mano? Digo yo que les gustará hacer un servicio a la policía.
—Lo que usted guste mandar —contestó uno de ellos en trance de sumisión.
Había funcionado; siempre he tenido la sospecha de que para conseguir que te obedezcan sólo es necesario estar bien seguro de que tienes derecho a mandar. Se pusieron manos a la obra en los sectores que les asigné.
De pronto se me acercó Palafolls con aire de confidencia.
—Inspectora, ¿puedo pedirle un favor?
—Siempre que no sea complicado...
—Es que verá, yo había quedado con una chica en la puerta de la casa de usted, y ahora no sé cómo avisarla de que no voy a ir. Me sabe mal.
—Creí que iba a estar de servicio en la puerta de mi casa.
—Ya, de sobra sé que no es reglamentario, pero es que esta chica suele estar por allí, sólo era hablar un ratito y total... como es Nochebuena...
—La chica es Julieta, ¿verdad?
—Pues sí, la verdad, usted perdonará, sólo será ir y volver. Como de todas maneras tampoco estamos en nuestro puesto...
Pide un favor y cinco minutos más tarde te obligarán a corresponder... estuve tentada de decirle que no. Mi asistenta; lo había visto venir. En fin, dicen que los anglosajones tienen una civilización tan exitosa porque saben extraer los aspectos prácticos de cualquier situación. Me encaré con él.
—No vaya a decirle que se marche; haremos algo mejor. Pídale que venga a ayudarnos. ¿Le parece bien?
—A mí me parece de perlas. Enseguida estamos de vuelta.
Salió con un trote feliz. Marqués me miró, agradecido, y Garzón, estupefacto, me sopló en un aparte:
—¿Por qué no salimos en busca de Papá Noel? ¡Siempre serán dos manos más!
—Limítese a seguir con su montón.
Dos horas más tarde entre siete personas habíamos realizado lo que podía calcularse como un treinta por ciento de la tarea total, sin ningún resultado aún. Formábamos un equipo perfecto: disciplinado, animoso, variopinto y tenaz. Julieta me miraba de vez en cuando con gesto temeroso, pero en cuanto comprendió que no entraba en mis planes abroncarla se relajó y se puso a trabajar en la búsqueda del paquete con idéntico ahínco que en el hogar.
Sonaron las doce en un reloj tan anticuado como el de comisaría. Entonces Garzón estalló:
—Inspectora, bien está que nos pasemos la noche tragando polvo, pero le aseguro que yo no puedo resistir ni un minuto sin tragar algo más.
Levanté la vista de mi labor. Llevaba razón, me arriesgaba a un motín. Tampoco se trataba de organizar un campo de exterminio. Eché mano del bolso para sacar dinero.
—Creo que será buena idea encargar unas pizzas.
Marqués me atajó.
—¿En Nochebuena? ¡Ni hablar! Lo tenemos crudo. No va a encontrar nada abierto, inspectora. Quizá si salimos y vamos a algún hotel...
No me parecía legal dejar a nuestros guardias jurados abandonados a su suerte sin la menor solidaridad. De pronto, uno de ellos intervino:
—Bueno, nosotros habíamos traído un piscolabis que si ustedes quieren compartir...
Julieta terció:
—Y yo tengo una bolsa de empanadillas de gluten que le había traído a Miguel... Quiero decir, al agente Palafolls.
—No se hable más. Y de bebida, ¿cómo estamos?
—Fatal —soltó Garzón.
—Creo que hay una máquina automática en el primer piso. ¿Ustedes pueden beber alcohol? Lo digo por traer unas cervecillas.
Me sentí madre superiora en un día de excursión.
—¡Por supuesto que vamos a beber alcohol! ¿No estamos en Nochebuena?
Hubo una general exclamación de felicidad. Al ver mi disposición festiva el primer guardia jurado se atrevió a hacer público un anuncio.
—Bueno inspectora, si en ésas estamos..., le confesaré que nosotros tenemos dos botellitas de cava. ¡No es que pensáramos bebérnoslas enteras, no vaya usted a pensar! Pero ya que le toca estar a uno de guardia en una noche así, por lo menos que se pueda brindar... ¡Digo yo!
En el primer piso mencionado, todo un jardín del Edén, las injustamente denostadas máquinas nos proporcionaron no sólo cerveza sino también patatas fritas, cortezas de cerdo, cacahuetes tostados y..., maravillas de la técnica, café. Puse mi
foulard
de lanilla en el suelo a modo de mantel y los improvisados comensales fueron colocando sobre él aquellas irreconciliables viandas hasta que el cuadro se convirtió en un auténtico
déjeuner sur l'herbe
.
Sería insincera si dijera que no me divertí. En realidad aquella reunión casual era la antítesis perfecta de las consabidas cenas familiares de Navidad. Nadie se conocía demasiado, de modo que no había recuerdos comunes que compartir por enésima vez, ninguna cocinera debía ser homenajeada por su buen hacer, no te tocaba al lado el miembro de la tribu que siempre has detestado y, sobre todo, en modo alguno era preciso fingir felicidad. Muchos nos hubieran envidiado.
Charlamos, reímos e incluso comimos bien. Los dos guardias jurados habían sido pertrechados por sus esposas como si se dispusieran a abordar una expedición al Everest. Cierto que no teníamos ni vasos en los que brindar, pero beber una noche a gollete proporcionaba a la historia cierta camaradería añadida. Como postre tomamos galletas y después café, con cuyos efectos pensábamos mantenernos despejados el tiempo que fuera necesario. Desde su foto oficial el rey presidía nuestra alegre sobremesa.
Una vez más tuve que ejercer como líder de la asamblea y recordar a todo el mundo para qué habíamos ido allí. Reanudamos la búsqueda euforizados por el tentempié y durante un buen rato tuvimos la impresión de que el trabajo avanzaba a todo trapo. Pero la impresión pasó, y a las tres de la mañana hubo que ir a traer más café. Pensé que no tardaría mucho en aparecer el primer dimisionario entre aquellos reclutados que, en realidad, no tenían la más mínima obligación de andar en tal follón, pero me equivoqué. No sé si fue debido al espíritu de la Navidad o al empecinamiento que generan todas las misiones difíciles, pero el caso es que todos resistieron hasta que, casi a las cinco de la mañana y cuando yo ya empezaba a perder la fe, Palafolls cantó como si avistara tierra desde la carabela:
—¡Lo tengo, lo encontré! ¡Aquí está, inspectora, con su nombre y su dirección, y sin remite!
Me precipité hacia él y lo mismo hicieron los demás. Palafolls mostró el paquete que sin duda era el que andábamos buscando. Lo tomé entre mis manos para cerciorarme. Sí, las características eran idénticas. Julieta estaba exultante.
—Miguel vale un montón —me dijo por lo bajo como si Palafolls nos hubiera librado del malvado Polifemo.
Dirigí mis palabras hacia todos:
—Señores, ya hemos encontrado lo que vinimos a buscar. Sin la ayuda que me han brindado de ninguna manera hubiéramos podido. Les doy las gracias de todo corazón. ¡Ah, y feliz Navidad!
Uno de los guardias jurados dijo con total inocencia:
—Pero ¿no va a abrirlo?
Garzón le explicó:
—Es un asunto policial y debe permanecer en secreto.
Vi la desilusión y el fastidio pintados en las caras de aquellos hombres. Decidí rectificar.
—Ya que estos señores nos han hecho tan gran servicio creo que podemos introducir una excepción. Siempre que nos prometan absoluta reserva.
Asintieron con gravedad.
—Verán, no quiero entrar en detalles, pero el caso es que este envoltorio contiene una droga letal. Es más que posible que hayan contribuido ustedes a salvar muchas vidas.
Sonrieron con responsable satisfacción; e incluso uno de ellos exclamó lleno de orgullo:
—¡Joder!
Ya en la calle, Garzón me soltó casi al oído:
—¡Vaya historia, inspectora, podía haberse inventado otra mejor!
—El caso era no dejarlos frustrados, ¡es Navidad!
Nos despedimos de Marqués, Palafolls y Julieta y pusimos rumbo a comisaría. Conducíamos por calles desiertas.
Cuando llegamos no había nadie más que los de estricto retén. Garzón pensaba que íbamos a llevar el paquete para abrirlo frente al juez o el forense de turno, pero le saqué de su error. Por una vez habíamos intercambiado los papeles y él se mostraba reglamentista mientras yo me desentendía de la legalidad. ¿Acaso no estaban bien claros mi nombre y mi dirección? ¿Por qué debía ceder mi correspondencia para que se abriera en otro lugar? Y si alguna vez había dicho lo contrario, daba exactamente igual.
Nos metimos en mi despacho y coloqué con cuidado el paquete bajo una luz. Aquel momento tenía una trascendencia especial. No era nada extraño que Ramón, antes de morir, hubiera colocado en aquel último envoltorio una confesión en toda regla. Y si no era él el culpable, hallaríamos sin duda alguna las acusaciones o explicaciones que dieran la solución del caso. Ya no se puede intimidar o amenazar a un hombre que ha decidido morir.
—Prepárese, Garzón, me temo que después de abrir este paquete nos espera un buen meneo. Puede que haya que practicar detenciones, desenterrar cadáveres o cualquier cosa por el estilo.
—Si usted lo dice...
Ni siquiera la inmediatez de un descubrimiento importante le hacía perder el escepticismo sobre aquellos paquetes y sus pistas.
Había concebido la esperanza de que en el interior de la caja no hubiera esta vez sino un extenso pliego de papel contando la realidad. Pero por desgracia no era así. El envío resultó idéntico a los anteriores, pues también contenía un pene. Me desesperé, aquello era aterrador, un nuevo cuerpo del delito al que no había sido añadida ninguna explicación. Garzón estalló:
—¡Lo sabía, inspectora, lo sabía! Todo esto de los envíos y las pistas ha sido una canallada de marca mayor. Si fue ese chico quien se los mandaba y quien la llamaba, es que se trataba de un loco. Ahora está muerto y se acabó.
—¿Y dónde están los hombres a los que corresponden los penes cortados? Dígamelo.
—Serán mendigos a los que nadie ha echado de menos, tal y como llegamos a sospechar. Estarán enterrados en algún sitio seguro. ¡Qué sé yo!
—Y este pene, ¿de quién es?
—¡Pues de su amigo Esteban! ¡Él lo mató! Quizá incluso los asesinatos y las castraciones, todo el jueguecito de implicar a la policía lo llevaran a cabo entre los dos. Luego pasó algo y... o Ramón estaba más loco que Esteban... incluso, ¿ha pensado en la posibilidad de que se trate de un juego de rol? Ya sabe que en los ficheros hay más de un caso aparentemente incomprensible que se ha decantado por ahí.