Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Nos dejarán entrar?
—Tenemos una cita con el doctor Montalbán.
Quedó callado, se mordió las puntas del bigote. Por fin, explotó:
—Oiga, Petra; ya sé que es usted mi superior y que no está obligada a informarme de sus decisiones, pero creo que...
Lo atajé:
—¡No me presione, Fermín! No se trata de que no quiera contarle lo que voy a hacer, simplemente aún no sé con exactitud lo que voy a hacer. De modo que estoy intentando pensar.
—Está bien, está bien; discúlpeme.
La llegada en plena noche al Instituto resultaba bastante fantasmal. Junto al tipo de recepción, ya nos esperaba Montalbán con su bata blanca. Guardias y sospechosos quedaron en el pasillo, aguardando. Garzón y yo entramos en el despacho del forense. Éste preguntó:
—¿Sigue decidida?
—Sí.
—Le repito que puede caérsenos el pelo... a los dos.
—¿Se ha echado atrás?
—No.
—Se lo agradezco. Entonces vamos allá.
Ante los ojos desorbitados de Garzón salimos de nuevo al pasillo y condujimos a los jóvenes hasta el depósito de cadáveres. Los guardias recibieron la orden de esperar fuera.
Dentro hacía un frío espantoso. Montalbán se dirigió hacia uno de los cajones frigoríficos y lo abrió. Apareció un muerto envuelto en su funda de plástico con cremallera. El médico cogió una camilla y la puso al lado. Me miró. Asentí.
—¡Ayúdenos, subinspector! —ordené al expectante Garzón.
Entre los tres colocamos el cadáver en la camilla no sin cierta dificultad. Miré de reojo a los chicos y vi que Adrián exhibía una mueca de aprensión. Julieta estaba seria. Montalbán empujó la fúnebre camilla hasta situarla bajo una potente lámpara de quirófano. La encendió y procedió a abrir la cremallera. Quedó al descubierto el cuerpo de Ivanov. Estaba muy blanco, excepto el rostro, que continuaba amoratado. Guardamos silencio. Adrián se echó a llorar y apartó los ojos instintivamente.
—¡Ah, no —dije—, os hemos traído aquí para que veáis, y vais a mirar! —Los empujé a ambos hacia el círculo de luz—. ¡Abrid los malditos ojos de una vez! ¿No queréis rendir un postrer homenaje a vuestro hombre santo? ¡Pues ahí lo tenéis!
Adrián sollozaba y Julieta había empezado a sudar a pesar del intenso frío.
—¡El puro, el profeta, el ser superior que debía preservaros del mal! ¿Lo veis? ¿Veis esa manchita que tiene en la barriga? ¿Sabéis qué quiere decir? ¡Pues que ya ha comenzado la putrefacción! Está muerto, y fueron sus compinches mafiosos los que se lo cargaron, no el diablo ni la sociedad. No es ningún mártir, ¿entendéis?
El chico estalló:
—¡Esto es horroroso! ¡Quiero salir de aquí!
—¡No irás a ninguna parte, nos quedaremos mirando a este muerto hasta que se lo coman los gusanos! ¡Decidme dónde está Palafolls!
—Le diré todo lo que sé. Ramón Torres era el encargado de realizar las operaciones de castración. Ivanov se lo ordenó porque era el mejor con el bisturí; pero Esteban Riqué resultó alérgico a la anestesia y se quedó en la mesa de operaciones, muerto. Entonces Ramón se desesperó y se suicidó.
—Todo eso ya lo sabíamos. Ahora lo que queremos es que nos digas dónde está Palafolls.
—¡No lo sé, juro que no lo sé!
Se agitaba entre estertores de nerviosismo y terror. Julieta tenía la mandíbula desencajada de tanto apretar. Montalbán se dirigió hacia un extremo de la sala y se puso de espaldas. Atenacé por el brazo a Adrián y lo obligué a acercarse mucho, sujetándolo. Grité con todas mis fuerzas:
—¡Mira, fíjate bien! ¡Tu dios no está castrado! Curioso, ¿verdad? Ha mandado pasar por las armas a un montón de muchachos para que se conservaran castos, pero él... lo necesitaba para joder con Julieta, ¿verdad? Es una manera muy poco equitativa de aplicar los designios del Señor. Quizá tú también hayas sido víctima de esa injusticia, ¿no es cierto, Adrián?
Garzón se aflojó el nudo de la corbata. Adrián, llorando, miró al suelo. Vociferé:
—¡Mírame cuando te hable, mírame! ¿Dónde está Palafolls? ¿Es que tenéis miedo de este fantoche? ¿De qué tenéis miedo, decid, de qué? —Me acerqué con gestos furibundos a la mesilla del instrumental y tomé un bisturí. Luego volví junto a Ivanov y, encarándome a los chicos, bramé—: ¡¿Queréis ver en qué acaba vuestro profeta, queréis verlo?! ¡Pues adelante, un poco de justicia final para él!
Cogí el pene helado del muerto entre mis manos y de un tajo preciso, se lo rebané. Luego lo arrojé a los pies de ambos. Siguió un instante de silencio sepulcral. Entonces Julieta lanzó un alarido largo, animal, estremecedor, y se tapó la cara con las manos. Adrián, enloquecido, totalmente fuera de control, cayó de rodillas frente a ella y, chillando de modo demencial, pidió:
—¡¡Díselo, díselo, Julieta, por Dios, díselo!! ¡Tú sabes dónde está. Que acabe esto de una vez!
La chica reaccionó un poco y, agachándose, le pasó el brazo consoladoramente por los hombros. Acto seguido levantó la cara hacia mí y en un tono exento de toda pasión o tristeza, dijo por fin:
—Está en Gracia, en un antiguo almacén. Es lo único que sé, lo juro, es lo único que sé.
—¿Seguro?
—Sí —respondió en voz baja, y estuve convencida de que decía la verdad.
Garzón y yo intercambiamos una mirada intensa. Tomé la palabra.
—Que los lleven de vuelta, subinspector. Y ya sabe, inmediatamente todas las unidades que haya disponibles. Registro exhaustivo, sin órdenes del juez ni leches. Informe a Coronas hasta donde se pueda informar.
Garzón no dijo una sola palabra, pero salió llevándose a los dos derrumbados sospechosos con una energía envidiable. Me encaminé hacia Montalbán.
—Hubiera preferido que no viera esto, doctor.
—No ha sido agradable, lo reconozco. Pero tampoco practicar autopsias es como tocar el violoncelo.
Sonreí.
—No creo que ninguno de esos dos se vaya de la lengua.
—En el fondo no me importa demasiado; pagar por un poco de heterodoxia no estaría del todo mal. ¿Cree que tiene suficiente con lo que le ha dicho para encontrar a Palafolls?
—Por lo menos sabemos por dónde empezar a buscar.
—Suerte, inspectora, se la deseo de verdad. Y si algún día me hace falta ayuda, pensaré en usted; ha demostrado tener muy buena mano para la disección.
Nos sonreímos. Salí de la patética sala que ahora debería ordenar el pobre forense. Los pasillos estaban en penumbra. Por primera vez desde hacía un buen rato tomé conciencia de mí misma. Tenía el pulso acelerado, me palpitaban las sienes y notaba un peso indefinido en el pecho. Entré en unos lavabos y me mojé la cara. Me di abundante jabón en las manos. Estuve unos segundos recuperando la respiración. Después llegué hasta la salida y me interné en la noche clara y fresca, dispuesta a olvidar lo que acababa de suceder.
La tarea no se presentaba nada fácil. En Gracia abundaban los almacenes abandonados, las casonas decrépitas que alguna vez habían servido de almacén. Todas estaban cerradas y no contábamos con ninguna orden judicial. En algunos casos podía localizarse al dueño; en otros, no. Para hacernos con esos datos nos prestaba ayuda el ayuntamiento de barrio, situado en la plaza Rius y Taulet. Ellos tenían noticia bastante actualizada de las actividades comerciales de cada local, del censo de habitantes de Gracia.
La mayor parte de las veces, cuando no podíamos acceder al interior de los locales, los hombres inspeccionaban cuidadosamente el exterior para cerciorarse de que no había sido violado o abierto en los últimos días. En ocasiones había sido necesario saltar desde casas vecinas a jardincillos traseros provocando entre la gente alarma y curiosidad. Pese a los escollos, a las diez de la mañana nuestros agentes habían registrado ya unos doce almacenes. Pero sin suerte. Se nos facilitó una lista de locales recientemente alquilados. Ninguno de los locatarios resultó ser Ivanov. Los vecinos cercanos a almacenes fueron interrogados por si habían visto u oído algo sospechoso. Nadie sabía, nadie se fijó en nada, ningún extranjero, ningún joven... Las cosas extrañas sucedían lejos de allí.
Hacia mediodía me avasalló una fuerte sensación de desánimo y cansancio. Me dejé caer sobre un banco de la plaza, hice ademán de dormirme allí mismo. Garzón vino al instante.
—Inspectora, ¿por qué no se va a descansar?
—No, estoy bien.
—¿Está bien? ¡Pero si parece una vagabunda!
—Mejor, me gusta parecer una vagabunda.
Cabeceó y me cogió del brazo, obligándome a ponerme de pie.
—Vamos, si no quiere marcharse, por lo menos tome otro café. No puede quedarse ahí quieta con el frío y la humedad cayéndole encima.
—Quiero parecer una vagabunda —repetí con los ojos entrecerrados.
Un sol de verano sin fuerza ninguna me dio en la cara y me deslumbró. Garzón me forzaba a caminar. Entramos en un bar. Oí que pedía:
—¡Cerveza, y un par de buenas tortillas de tres huevos!
—Yo no tengo apetito —repliqué.
—Petra, por una vez en su puta vida va a hacer lo que yo le mande.
—Usted todo lo arregla comiendo.
—Una experta castradora como usted debe reponer fuerzas de vez en cuando.
—¿Cómo consigue no perder nunca el humor?
—No tomándome la vida demasiado en serio, ni demasiado en broma tampoco.
—Un justo equilibrio.
—Eso es.
Lo miré. Sonreía, relajado y entero. Con su bigote y sus manos grandes y acogedoras parecía una madre. Me eché a reír.
—¿Y ahora qué
coño
pasa? —se sorprendió.
—Estoy agotada —confesé.
Se puso muy firme.
—Coma esto y la llevo a su casa. No puede seguir en pie. Si descubrimos algo no se preocupe, que la llamaré.
Le pasé la responsabilidad sobre mí misma, descansé en él. Comí la tortilla y me dejé guiar de vuelta a casa. Pero en pleno desplazamiento sonó mi teléfono. Era Rodríguez, del Toxicológico.
—Petra, perdone que la moleste; ya he pasado mi informe sobre el cadáver vía de urgencia al doctor Montalbán. La llamo directamente porque el doctor estaba en una autopista y... la verdad..., yo no sé, pero quizá hay algo que le pueda interesar saber cuanto antes.
El cansancio se me pasó de golpe.
—Diga, dígame.
—Se trata de las sustancias que hemos encontrado en la piel de las manos y las uñas de ese individuo ruso. Bueno, la mayor parte es lo habitual: polvo, nicotina, piel muerta..., pero ha aparecido también un alto nivel de taninos.
Recapacité, intenté encontrar el concepto en mi mente.
—¿Taninos?
—Sí, ¿sabe qué es?
Asentí con la cabeza, que en aquellos momentos funcionaba como un ordenador: buscaba, seleccionaba, unía, segregaba...
—¡Inspectora! ¿Me oye?
—Sí, sí, perdón. Mil gracias, Rodríguez, después le llamo.
No di tiempo a que Garzón preguntara.
—Vuelva inmediatamente a la plaza de Rius y Taulet.
Quedé sorprendida de que no pidiera precisión alguna. Condujo en silencio y aprisa. Sólo cuando ya estábamos bajando del coche me miró intensamente y dijo:
—¿Lo tiene, Petra?
—Creo que sí —contesté.
Pasamos por delante del atónito guardia urbano como dos exhalaciones y nos precipitamos al interior del ayuntamiento de barrio. Entramos en el despacho donde nuestros hombres trabajaban mano a mano con los funcionarios.
—Quiero que todos, absolutamente todos, se pongan a buscar en qué lugar de Gracia ha habido o hay un secadero de pieles —dije sin siquiera saludar.
Uno de los empleados municipales me llamó hacia su mesa.
—Inspectora, yo creo recordar que hace años hubo uno. Se mandó cerrar porque los vecinos denunciaron muchas veces los malos olores.
—¿Puede recordar en qué calle estaba?
Se concentró mientras todos los demás le mirábamos.
—Pues... no sé, quizá localizando algunas denuncias...
Tecleó furibundamente en su ordenador. Había un silencio anegado de humo que se colaba en los ojos del funcionario haciéndolo parpadear. Veinte minutos después pegó un soplido de alivio y exclamó:
—¡Lo sabía, aquí está! Un almacén secador de cuero y pieles con uso industrial. El juez lo mandó cerrar en el ochenta y nueve. Está vacío desde entonces.
Le zarandeé la espalda sin darme cuenta de lo que hacía. El pobre hombre se volvió horrorizado hacia mí.
—¡Dígame en qué calle está! —casi grité.
—En la calle de la Perla número 16. Miré a Garzón.
—Llame a todas las unidades que estén buscando a Palafolls —dije—, que se concentren allí. ¡Y una ambulancia, Fermín, que no se les olvide la ambulancia!
Nuestra loca carrera continuó y acabó en la calle de la Perla número 16, frente a un portalón de madera cubierto de polvo. Coincidimos con algunas de las unidades que iban llegando. Mandamos acordonar.
—¿Derribamos? —preguntaron los guardias al observar la envergadura de la puerta maciza.
—Es una cerradura antigua, intenten abrir con ganzúa.
Tras las expertas maniobras de nuestros guardias, el cerrojo cedió. Entré yo la primera seguida del subinspector y los demás. Cegados por la luz del día no lográbamos ver nada entre el aire frío y polvoriento. Aunque el tiempo había pasado, el deleznable olor de las pieles curadas flotaba aún en el ambiente. Llamé con voz titubeante, sin atreverme a avanzar más:
—¡¿Miguel Palafolls está aquí?!
Me espantó el sonido de mi propia voz. Uno de los guardias se dirigió hasta el fondo del local y abrió un ventanuco por el que se coló un poco de sol. Oí tras de mí la voz de Garzón:
—¡Mire, inspectora, allí!
En un rincón se veía sobresalir un bulto informe de harapos o mantas viejas. Entre aquellos jirones, y no sin dificultad, pude distinguir los ojos abiertos y anhelantes del agente Palafolls.
Yo estaba a la cabeza de los que se dirigieron hacia él; y sin embargo, cuando ya me encontraba a su altura, fui incapaz de tocarlo. Tenía la sensación de que bajo aquel embozo mugriento podía encontrar a un hombre mutilado, troceado o en carne viva, cualquier enormidad. El subinspector se percató de mi falta de reacción y, tomando la iniciativa, se agachó y apartó el hediondo revoltijo. Palafolls estaba desnudo, atado de pies y manos, con un esparadrapo en la boca. Garzón, sin pensárselo dos veces, se lo arrancó. Luego le preguntó convulsamente:
—¿Estás bien, te han hecho algo?
El joven policía, casi exánime, negó lentamente con la cabeza. Entonces vi cómo Garzón tironeaba de las mantas con nerviosismo hasta hacer más evidente su desnudez. Tardé un momento en comprender que estaba intentando cerciorarse de que su cuerpo seguía entero. Pegó un resoplido de alivio. Por primera vez me fijé en el estado del chico. Estaba pálido, delgado, con surcos profundos en la cara y ojeras como sombras eternas. Parecía cercano a la muerte. Garzón había pasado a intentar desatarlo con habilidad y delicadeza. Las exclamaciones a media voz de nuestros hombres empezaron a rasgar el silencio. A medida que las firmes cuerdas de plástico iban aflojándose quedaban al descubierto las señales terribles de sus mordiscos. Ulceras, moraduras y sangre seca orlaban ahora las muñecas y tobillos de Palafolls. Los miembros libres quedaron agarrotados y rígidos. Nadie parecía capaz de articular ni una frase coherente. Me acuclillé junto al chico, le puse la mano en la cara y dije: