Mentirosa

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Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

BOOK: Mentirosa
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Micah es una mentirosa. Empezó a mentir prácticamente a la vez que a hablar, es una especie de gen familiar, según ella.

La vida de Micah nunca ha sido fácil debido a que una extraña enfermedad familiar se manifestó en ella desde que era muy pequeña, nunca ha podido tener una vida normal.

En el instituto todos la consideran un monstruo. Mintió desde el día en que llegó y quedó marcada desde entonces, con una mentira tras otra, como un bicho raro, una apestada, una mentirosa patológica.

Aunque no todo el mundo la trata igual. Hay un chico, un chico que la ve de otro modo, un chico que la quiere, un chico que la dejará sola y dolida en un mundo de mentiras y secretos.

Justine Larbalestier

Mentirosa

ePUB v1.0

Mezki
01.03.12

Título Original: Liar

Traductor: Aldea Rossell, Daniel

Autor: Larbalestier, Justine

©2011, Versátil

ISBN: 9788492929368

Para mi padre, John Bern

PRIMERA PARTE
LA VERDAD
PROMESA

Nací con una ligera capa de pelo en todo el cuerpo.

A los tres días desapareció, pero el daño ya estaba hecho. Mi madre dejó de confiar en mi padre porque era una enfermedad familiar de la que no le había dicho nada. Una de tantas omisiones y mentiras.

Mi padre es un mentiroso; como yo.

Pero yo voy a dejar de serlo.
Tengo
que hacerlo.

Te contaré mi historia y lo haré sin rodeos. No más mentiras, no más omisiones.

Esta es mi promesa.

Esta vez va en serio.

DESPUÉS

Cuando el martes por la mañana no veo a Zach en la escuela, empiezo a preocuparme. Me dijo que me llamaría el lunes por la noche. Pero no lo hizo. La última vez que le vi fue el viernes por la noche. No es normal.

Zachary Rubin es mi novio. No es precisamente el mejor novio del mundo, pero cuando dice que hará algo, normalmente lo hace.

Si hubiera querido saltarse las clases, me habría llevado con él. Habríamos ido a correr por el parque. O a pasar el día en el metro para reírnos de los pirados, o sea, de casi todo el mundo.

En una ocasión caminamos desde el ferry de Staten Island hasta Inwood y casi llegamos al gran hospital y al puente que lleva al Bronx. Tardamos todo el día. Fue un paseo tranquilo, y nos detuvimos a observarlo todo, incluso el paisaje. Disfrutamos del noble arte de caminar en lugar de correr.

Broadway era nuestra ruta habitual hacia el norte de la isla. Según Zach, en el pasado había sido un sendero indio, lo que la convertía en la calle más antigua de Manhattan. De ahí sus curvas y giros, a veces en diagonal, a veces recta como una avenida.

Discutí con Zach sobre el nombre del agua que fluye bajo el puente que lleva al Bronx. ¿Era el Hudson o el East River? ¿O las aguas de ambos se mezclaban bajo el puente? De cualquier modo, el agua era de un color marrón grisáceo, muy desagradable. Podía tratarse de cualquiera de los dos.

Fue el mejor día que hemos pasado juntos.

Espero que Zach no esté haciendo algo tan interesante sin mí. Si fuera así, le mataría.

Como sola. Un bocadillo frío de ternera. El pan es gris y está blando y empapado de jugo de carne. Me como la ternera y tiro el resto.

En clase me quedo mirando fijamente la ventana, observando el reflejo de mis compañeros en el cristal veteado tras los barrotes metálicos. Pienso en la cara que pone Zach cuando me sonríe

DESPUÉS

El segundo día que Zach tampoco aparece, voy a la escuela con una máscara. He falsificado una nota con la firma de mi padre en la que pone que tengo un sarpullido espantoso y que el médico me ha recomendado que lo mantenga cubierto. Llevo la nota de clase en clase. Todo el mundo se lo cree.

La máscara me la trajo mi padre de Venecia. Es de cuero negro, está decorada con trazos de plata y se despliega en los extremos como un helecho. La plata es auténtica.

La piel me pica bajo la máscara.

El jueves, a tercera hora, nos dicen que Zach está muerto.

El director, Paul Jones, viene a nuestra clase. No sonríe. Se oyen algunos murmullos. Cuando oigo el nombre de Zach, aparto la mirada.

—Tengo malas noticias —dice el director, innecesariamente. Puedo olerlas en todo su cuerpo.

Todos le miramos fijamente. Todo el mundo guarda silencio. El director tiene los ojos ligeramente enrojecidos. Me pregunto si irá a todas las aulas o solo a las de los mayores. Seguramente somos los primeros. Zach es mayor.

Oigo el segundero del reloj que hay sobre la pizarra. No hace
tick
, sino
clic. clic, clic, clic, clic
. Ningún
tic
. Ningún
toc.

Hay una mosca. El ventilador secciona el aire. La luz del sol corta con una turbia tajada la parte frontal de la clase, justo donde se yergue el director, haciendo visible el polvo que flota en el aire, las líneas alrededor de sus ojos, las arrugas que le cruzan la frente y se asientan en la comisura de sus labios.

Sarah Washington se remueve en su asiento y sus piernas crujen con una sonoridad casi dolorosa a través del suelo de madera. Me doy la vuelta para mirarla. El resto de la clase hace lo mismo. Sarah aparta la mirada.

—Zachary Rubin ya no está desaparecido. Han encontrado su cuerpo. —Los labios del director Paul se crispan, formando algo a medio camino entre una mueca y un gruñido.

Un sonido se extiende por el aula. Tardo un segundo en comprender que la mitad de las chicas están llorando. Y también unos cuantos chicos. Sarah Washington se balancea lentamente en su asiento, los ojos muy abiertos.

Los míos están secos. Me quito la máscara.

ANTES

Los dos primeros días de instituto fui un chico.

Todo empezó en la primera clase de mi primer día. En la de lengua. La profesora, Indira Gupta, me amonestó por mi falta de atención. Me llamó señor Wilkins. En nuestra escuela, nadie suele llamar a nadie señor o señora. Pero Gupta estaba cabreada. Aparté la mirada de la ventana, giré la cabeza para mirarla mientras me preguntaba si habría algún otro Wilkins en el aula.

—Sí, usted, señor Wilkins. Cuando hablo, quiero que me escuche con toda su atención. Que me escuche a mí, no el tráfico de la calle.

Nadie se echó a reír ni dijo: «Pero si es una chica».

No era la primera vez que me confundían con un chico. Aunque tampoco me ocurre a menudo, no me sorprendió demasiado. Tengo el pelo rizado y llevo un corte natural, bastante corto y pegado al cuero cabelludo. De este modo no tengo que preocuparme por peinarlo, ni estirarlo, ni combarlo. Tengo el pecho plano y las caderas estrechas. No llevo maquillaje ni joyas. Nadie —ni los estudiantes, ni los profesores— me había visto antes.

—¿Queda claro? —dijo Gupta, con sus ojos aún clavados en los míos.

Asentí y murmuré tan bajo como pude:

—Sí, señora.

Eran las primeras palabras que decía en mi nueva escuela. En aquella quería pasar desapercibida, ser invisible, no la que todo el mundo señala cuando recorre el pasillo: «¿Ves a esa? Se llama Micah. Es una mentirosa. No, en serio, miente sobre
cualquier
cosa». Jamás he mentido sobre
cualquier
cosa. Solo sobre la profesión de mis padres (piratas somalíes, jugadores profesionales, traficantes de droga, espías), sobre mi lugar de origen (Licchtenstein, Aruba, Australia, Zimbabue), sobre cosas que había hecho (superdotada, ganar medallas al valor, ser secuestrada). Cosas así.

Hasta entonces nunca había mentido sobre lo que era.

¿Por qué no podía ser un chico? Casi nadie se fija mucho en un chico silencioso y huraño. Un chico a quien le gusta correr, que no va de compras, al que no le interesa la ropa ni los programas de televisión. Un chico así se considera algo normal. ¿Qué podría haber más invisible que un chico normal?

Me iría mucho mejor de chico de lo que hasta entonces me había ido de chica.

A la hora de la comida me senté con tres chicos que había visto en clase: Tayshawn Williams, Will Daniel y Zachary Rubín. Me gustaría decir que en cuanto vi a Zach lo supe, pero eso sería mentir y ya te he dicho que no pienso hacerlo más, ¿recuerdas? Zach era un chico más, un chico blanco de tez olivácea, pálido y enclenque comparado con Tayshawn, cuya piel es incluso más oscura que la de mi padre.

Ellos asintieron. Yo asentí. Ellos ya se conocían. Su conversación estaba plagada de nombres, lugares y equipos que todos conocían.

Me comí las albóndigas en salsa de tomate y decidí que, después de clase, iría corriendo hasta Central Park. Me dejaría puesta la sudadera. Me iba muy ancha.

—¿Juegas a la pelota? —me preguntó Tayshawn.

Asentí porque era más seguro que preguntar a qué deporte se refería. Los chicos siempre saben ese tipo de cosas.

—Después tenemos partido —dijo.

Gruñí tan varonilmente como pude, aunque me salió un sonido más grave del esperado, como si un lobo se hubiera instalado en mi garganta.

—¿Te apuntas? —me preguntó Zach golpeándome ligeramente en el hombro.

—Claro —dije—. ¿Dónde?

—Ahí. —Señaló con el pulgar el patio que había junto a la escuela. El que tenía una pista de baloncesto y un gastado trazado en forma de diamante para jugar al béisbol, y un tiovivo demasiado próximo para poderse utilizar cuando estaban jugando. Debía de haber pasado frente a él una docena de veces. Siempre estaban jugando a algo.

Sonó la campana. Tayshawn se puso en pie y me dio una palmada en la espalda.

—Hasta luego.

Sonreí, sorprendida de lo fácil que había sido.

Ser un chico se estaba convirtiendo rápidamente en mi mentira favorita.

HISTORIA ESCOLAR

Los chicos blancos siempre se sientan juntos. Los chicos blancos y ricos, claro.

Nuestra escuela es pequeña, progresista y cara. No tanto como las escuelas de la parte alta de la ciudad, pero tampoco es gratis. Salvo para los becados, quienes, en su mayoría, no son blancos. Les pagan la matrícula y ellos solo tienen que comprar los libros. Casi nunca vienen de excursión.

La mayoría de los chicos blancos no creen en Dios; la mayoría de los nuestros, los chicos negros, sí son creyentes.

Yo estoy indecisa, atrapada en algún lugar intermedio. Podría decirse que me ocurre lo mismo con todo lo demás: medio negra, medio blanca; medio chica, medio chico; tirando con media beca.

Estoy en la mitad de todo.

DESPUÉS

Nos envían a todos a hablar con una consejera. Hay sesiones individuales y de grupo. Lo primero es la sesión de grupo. Es una pesadilla.

Jill Wang (sí, en serio) nos hace mover las sillas y disponerlas formando un círculo. No es la primera vez que veo a Jill. Es una persona dolorosamente sincera. Se cree casi todo lo que le dices. También se cree mis mentiras.

Nos sentamos en las sillas, sin pupitre tras el que ocultarnos. Desearía estar estudiando en la biblioteca.

Brandon Duncan está mirando fijamente la zona donde deberían estar mis pechos.

Sarah Washington también se da la vuelta para mirarme. Su mirada se posa en algún punto por debajo de mis ojos, pero no tan abajo como la de Brandon.

—¿Por qué siempre mientes? —me pregunta en voz baja.

—¿Y tú? —le digo, aunque desconozco si alguna vez ha mentido. Lo digo tan bajito como ella, devolviéndole la mirada, recurriendo a toda la ferocidad que puedo reunir, atravesándole con ella los poros de su oscuro rostro. Imagino que puedo sentir la sangre fluyendo por sus venas, el sonido de la respiración en sus pulmones, el movimiento de la sinapsis en el interior de su cerebro. Zumbidos y chasquidos—. Todo el mundo miente.

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