Sarah Washington me descubrió al final del segundo día de mi primer año de instituto.
No fue nada dramático. No me despisté y entré en el lavabo de chicas ni nada de eso.
Simplemente reí y Sarah me oyó.
—No eres un chico —me dijo.
Estábamos en el vestíbulo. Brandon Duncan resbaló —y no me lo invento— con una piel de plátano. Me puse a reír. Mucha gente lo hizo. Pero justo en aquel momento Sarah pasó por mi lado. Me oyó reír y se dio la vuelta.
—No eres un chico —volvió a decir.
—¿Eh? —repetí, y seguí caminando hacia la salida.
—Los chicos no ríen así —dijo ella mientras me seguía, hablando cada vez más alto.
—¿Que él qué? —dijo Tayshawn, colocándose a nuestro lado y, después, delante de mí, impidiéndome el paso—. Ayer estuvimos haciendo unos tiros. Él… —Me miró fijamente, acercándose más a mí. Obligándome a retroceder hacia la pared—. ¿Ella? Pero si tira como un chico. Eres una chica, ¿verdad? Fíjate en sus mejillas. Ni rastro de pelusa.
—Solo tengo catorce años —dije con voz chillona.
Ahora Lucy O'Hara también me miraba fijamente. Y Will Daniels. Y Zach. Todos se reunieron a mi alrededor.
—Eres una chica —dijo Sarah—. Admítelo.
—Soy un chico —declaré. Tenía ganas de alejarme de ellos, de salir corriendo.
—Quitémosle la ropa —dijo Will riendo—. Así estaremos seguros.
Me llevé la mochila al pecho y la rodeé con los brazos.
—¡Chica! —gritó Tayshawn—. Si fueras un chico te habrías protegido los huevos. ¡Ja! Nos has engañado a todos, Micah. —Golpeó a Will en el hombro—. Te ha ganado una chica, tío. ¡Una chica!
Will bajó la mirada, no dijo nada y golpeó el suelo con los pies.
Hice un esfuerzo para contener las lágrimas. Me encantaba jugar al baloncesto con ellos. Tayshawn y Zach eran muy buenos. Sobre todo Zach. Cuando juegas con chicos y saben que eres una chica no te pasan la pelota o te tratan como si fueras demasiado frágil incluso para respirar o intentan ponerte en ridículo. Sea lo que sea, es una mierda. Me lo había pasado tan bien jugando como un chico… Me pasaban la pelota, me marcaban, me hacían bloqueos cuando tiraba a canasta, me defendían tan fuerte que los dientes me castañeteaban. Y ahora Zach no quería ni mirarme. Zach ya se había marchado.
—Pirada —dijo Lucy al alejarse. Sarah me miró durante un segundo más antes de seguirle.
Y entonces me quedé sola, apoyada en la pared, agarrando aún la mochila con fuerza, a medida que más y más alumnos se iban alejando. Esperé hasta que se habían marchado todos. Eché la vista atrás y vi la piel de plátano; pisoteada, hecha pedazos, pero aún reconocible
Entro en el apartamento tan rápido como puedo, atravieso la cocina sin mirar a papá, quien levanta la cabeza de los papeles que tiene extendidos sobre la mesa y me saluda.
Me encierro en mi cuarto y me dejo caer en la cama. Me arden los ojos, pero no están húmedos.
Puta.
Asesina.
Zach está muerto.
A través de la pared oigo el
bum, bum, bum
que produce la música de la estúpida que vive en el apartamento de al lado. Viven cinco personas. Estudiantes universitarios, aunque la que pone la música a todo trapo parece ser que nunca va a clase. No parece hacer otra cosa que estar en casa y dejarnos sordos con su música.
Ojalá ella estuviera muerta y Zach vivo.
Odio la música. Me hace daño en los oídos, en el cerebro. Incluso en las membranas de la nariz. Cualquier tipo de música. Toda la música. Soy incapaz de distinguir el
hip-hop
de la música
country
; una sinfonía, del ruido del tráfico. Todo me resulta doloroso.
Lo mejor de ir a visitar a los Mayores es que allí no hay música. Ningún ruido que me haga rechinar los dientes. Solo el del viento meciendo los árboles. El de los zorros cavando su madriguera. El de los ciervos corriendo. El del hielo partiéndose. Los sinsontes cantando sus secuencias de tres notas que jamás se repiten, cada nota tan sosegada como la lluvia. El repiqueteo de los pájaros carpinteros.
Sonidos hermosos.
A Zach le encantaba la música. No podía entender mi animadversión.
Zach está muerto.
Ojalá tuviera unos auriculares reductores del ruido como los de mi padre. Se los pone cuando viaja en avión. Me gusta cogerlos de su cuarto sin que se dé cuenta, ponérmelos sin conectarlos a nada para amortiguar el ruido sordo del apartamento de al lado. Si pudiera, no me los quitaría nunca, pero no puedo comprarme unos. Los pediré para Navidad o mi cumpleaños o algo así. No es que mis padres tengan mucho dinero. Mi padre tiene unos porque una vez tuvo que escribir un artículo sobre ellos para una revista y no los devolvió.
Muchas de las cosas que tiene las consigue de ese modo.
Alguien llama a la puerta. Seguramente es papá. No he visto el abrigo de mamá colgado junto a la puerta.
—Micah —dice papá—. ¡Micah! ¿Estás bien?
No tengo la menor idea de qué contestar.
Zach está muerto.
Los Mayores insisten más que nunca en que debería ir a la granja. Papá dice que están preocupados. Están convencidos de que necesito aire fresco. Quieren que pueda correr a campo abierto. Ojalá mis padres no supieran lo de Zach.
Desde que desapareció, los Mayores han llamado cada día. Y eso que en la granja no hay teléfono. Tienen que ir hasta la gasolinera y llamar desde allí. A la abuela no le gustan los teléfonos. Dice que le dan picor en las orejas.
Antes solo hablaba con papá y las llamadas duraban el tiempo justo. Llamadas ladrido, las llamaba papá. Ahora solo quiere hablar conmigo.
—¿Micah? —dice casi gritando. Entonces empieza a decirme lo que debería hacer. Ir a la granja y pasar más tiempo con mi familia. Decido no puntualizar que ya estoy con mi familia. Mamá y papá están a mi lado.
La abuela me dice que vaya a la granja, que correr por el bosque es la mejor cura para un corazón roto.
Yo le digo que no tengo roto el corazón. Aún sigue latiendo, la sangre aún fluye a través de mis venas; solo me duele cuando recuerdo que debo respirar.
La abuela no me escucha.
—Un corazón roto puede hacer que languidezcas —dice—. Hasta que no quede apenas nada que enterrar.
Trago saliva. A Zach lo enterrarán. No puedo imaginarlo dentro de una caja, a tres metros bajo tierra.
—Aquí serás mucho más feliz, Micah —dice la abuela—. El bosque te sentará bien. —Voy a mi cuarto con el teléfono pegado a la oreja y cierro la puerta.
—Aquí voy a Central Park —digo. Sostengo el teléfono con muy poca fuerza. Ojalá saliera volando de mis manos. Central Park es donde Zach y yo nos conocimos de verdad. Es nuestro espacio.
—Demasiado domesticado para ti, cariño.
Odio cuando me llama así. No le sienta nada bien. Mi abuela no es muy cariñosa. Ella ordena, jamás convence. Además, Zach no era domesticado. Y tampoco lo es Central Park.
—Aquí puedes aprender muchas más cosas. Te echamos de menos, Micah.
Yo no digo nada. Nunca les echo de menos. A quien echo de menos es a Zach.
—Ojalá tu tío Hilliard estuviera aún con nosotros. Te haría entrar en razón.
El tío Hilliard que recuerdo era taciturno y brusco. No perdía el tiempo haciendo entrar en razón a la gente.
—Tu tía quiere hablar contigo —dice la abuela. Oigo sonidos rasposos al otro lado del teléfono. Voces apagadas. Pego la nariz al suéter de Zach y respiro hondo. Su olor se está desvaneciendo.
—¿Micah? —grita la tía abuela Dorothy—. ¿Eres tú?
—Sí.
—Nos gustaría mucho que vinieras. No tienes que quedarte. Solo una o dos semanas. Para aislarte de todos los problemas.
—No tengo ningún problema —digo dándole una patada al escritorio. El metal resuena.
—Bueno, supongo que no. Pero tu padre cree que necesitas descansar un poco. La muerte nunca es fácil. Sobre todo cuando se es joven.
Suspiro en el auricular para asegurarme de que me oiga.
—¿Y por qué habría de ser más fácil en la granja?
Zach seguirá estando muerto esté donde esté.
—Ya sabes por qué, Micah. Aquí estamos más cerca de la naturaleza. La naturaleza lo arregla todo. —La tía abuela Dorothy siempre dice lo mismo.
La naturaleza también despedaza las cosas en un millón de partes distintas. Las tormentas destruyen, los vientos erosionan, y todo acaba pudriéndose.
—Tengo que ir a la escuela.
—Aún eres joven… eso no es tan importante. Además, si quieres estudiar, podemos ayudarte.
¡Voy al instituto! En estos momentos se decide todo mi futuro. ¿Cómo van a ayudarme a estudiar dos personas que no terminaron el instituto? Están locas si creen que iré a vivir con ellos. ¿Cómo pretenden ayudarme a entrar en la universidad? Si siguen llamando a los vaqueros «pantalones de peto». No saben nada.
Me hablan como si pensaran que nunca iré a la universidad. No creen que sea lo suficientemente lista.
Pero yo sé que lo soy. Mi profesora favorita, Yayeko Shoji, siempre me lo dice.
—Aquí eres más feliz, Micah.
Esa es otra de las cosas que siempre dicen. Pero no es verdad. Creen que estoy hecha de campo, que llevo el bosque en las venas. En realidad, soy una chica de ciudad: alcantarillas, ratas, metros… eso es lo que corre por mis venas.
Nuestra escuela es progresista. Nos dirigimos a los profesores por su nombre de pila. Nada de señor ni señora ni señorita. Son Indira, Yayeko y Lisa. Ponen el énfasis en las ideas y el aprendizaje y alientan a los alumnos a adquirir «todo su potencial». El deporte no tiene mucha importancia. Hay equipos, pero no entrenadores especializados, solo profesores que lo hacen porque aman el baloncesto, el fútbol o el softball.
No todas las clases tienen nombres normales.
Los programas de estudio no están dirigidos exclusivamente a la selectividad.
Eso no quiere decir que no entremos en buenas universidades. Aunque no tengamos muy buenas notas, a las universidades les encanta nuestra «profundidad y estilo».
Y nuestra integración.
Somos pensadores independientes. Nos presentamos voluntarios a muchas causas. No discriminamos. Reciclamos, somos responsables y discutimos de política.
Al menos en clase.
Fuera de clase ocurre lo mismo que en cualquier otra escuela. Salvo por el dinero. Y los lavabos que funcionan y la calefacción que no se obstruye. Todos tenemos los libros de texto que necesitamos. Y también ordenadores. Y barrotes en todas las ventanas para mantener alejada la maldad.
Forenses de verdad vienen a impartir charlas a la clase de biología. Escritores de verdad vienen a hablar con nosotros en la clase de lengua.
Nuestra escuela cuida de nosotros
La primera y segunda semanas de mi primer año de instituto fueron malas. Muy malas. Después de lo de Sarah Washington y la piel de plátano, todo el mundo pasó a conocerme por la chica que se hizo pasar por chico.
Todo un hito para desear ser invisible.
Tuve que ir a la oficina del director Paul para darle una explicación.
—La profesora de lengua me confundió con un chico —dije—. Pensé que sería divertido seguirle el juego.
El director me dijo que no tenía ninguna gracia. Y después me dio un sermón sobre los peligros de las mentiras, la erosión de la confianza y bla, bla, bla. Le hice la pelota, le prometí que me portaría bien y escribí un ensayo sobre «Por qué Mentir No Está Bien».
—Entonces, ¿por qué te llamas Micah? —me preguntó Tayshawn. Fue el único que consideró que hacerme pasar por chico había sido muy divertido. Incluso me invitó a jugar otra vez con él al baloncesto. Will se mostró menos dispuesto. Zach simplemente me ignoraba. No acepté la invitación. Aunque sí jugué un par de veces con Tayshawn al H-O-R-S-E
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—También es nombre de chica —le dije—. Aunque quizá no es tan habitual.
—Es como si tus padres sospecharan que tendrías aspecto de chico.
—Bueno. —Hice una pausa, y sentí la emoción que siempre siento cuando estoy a punto de mentir—. No puedes decírselo a nadie, ¿vale?
Tayshawn asintió, rodeándose el cuerpo con los brazos.
—Cuando nací no sabían si era un chico o una chica.
Tayshawn parecía confuso.
—¿Qué quieres decir?
—No sabían de qué sexo era. Nací hermafrodita.
—¿Que naciste qué?
—Medio chico, medio chica. Si quieres puedes comprobarlo tú mismo.
—No me jodas. —Sus ojos descendieron por mi cuerpo, en busca de evidencias.
Asentí con solemnidad mientras pensaba cómo elaborar más la mentira.
—Era un bebé muy raro. —Y es verdad. Me gusta decorar mis mentiras con alguna pincelada de autenticidad—. Mis padres se quedaron flipando. —También cierto—. No se lo contarás a nadie, ¿verdad? Lo has prometido. —Según mi experiencia, eso es garantía de que tus palabras llegarán más lejos y más rápido. Me gusta la idea de ser hermafrodita.
—Tranquila. Tu secreto está a salvo.
Tayshawn no se lo dijo nunca a nadie. Lo sé porque, pasados unos días, ya nadie hablaba de ello. Quién habría dicho que era ese tipo de persona. Digno de confianza.
Supongo que el rumor acabó extendiéndose por toda la escuela porque al final se lo conté también a Lucy cuando me estaba acosando en el vestuario. Jugué la carta de la compasión: «Y sigues llamándome pirada. Pues sabes una cosa. ¡Lo soy!».
Por la expresión de su rostro, deduje que se sentía más asqueada que compasiva.
O tal vez fuera Brandon Duncan, quien me oyó contárselo a Chantal, quien quería saber cómo había conseguido engañar a todo el mundo porque quiere ser actriz y pensó que le resultaría útil saberlo. Me pidió que le enseñara a caminar como un chico. También le enseñé a escupir.
O puede que fueran los tres. Es lo más probable. Creo que nadie tiene la boca tan grande como Tayshawn.
Sea como fuere, el rumor se extendió, llegó a oídos del director Paul, quien se puso en contacto con mis padres, quienes le dijeron que no era verdad, y tuve que volver a su oficina y explicarle que no tenía ni idea de cómo se había iniciado el rumor y decirle que me sentía dolida y preocupada por el hecho de que alguien dijera algo tan malo de mí.
—Soy una chica. ¿Por qué iba a querer que todo el mundo pensara que soy una especie de monstruo?