Mercaderes del espacio

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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«La variedad de efectos es poco común en los autores de anticipación… con sus brillantes relatos de aventura y su falta de curiosidad acerca del carácter humano. Una variedad que va más allá de un mero reordenamiento se encuentra raramente, y la variedad de tono es más escasa todavía. Aparece sin embargo en
Mercaderes del espacio
, que por muchas razones podría ser llamada la mejor novela de ciencia ficción de las publicadas hasta ahora. Los campos de interés de los dos autores son apropiados para la construcción de una utopía donde el sistema económico ha devorado al sistema político, donde las grandes compañías ejercen el poder sin intermediarios, y hasta el fin… y la sociedad ha sido estratificada rígidamente en productores, ejecutivos y consumidores… No es meramente un mundo donde el hombre de la publicidad es el rey; combina además el lujo y la escasez, aparatos fantásticos junto a la falta de combustible —Fowler Schoeken viaja en Cadillac a pedal—, toda clase de bebidas y gomas de mascar, y una extrema escasez de proteínas. En este aspecto recuerda a una observación de George Orwell sobre los lujos, en camino de convertirse en menos caros y fáciles de obtener que los artículos de primera necesidad».

Kingsley Amis
,
New maps of Hell
, 1961

Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Mercaderes del espacio

ePUB v3.0

GONZALEZ
12.08.12

Título original:
The Space Merchants

Traducción de Luis Domenech

© 1953, Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Corrección de erratas: chungalitos

1

Aquella mañana, mientras me vestía, repasé mentalmente la larga serie de estadísticas, omisiones y exageraciones, que los miembros del directorio esperaban descubrir en mi informe. Mi departamento (Producción) había sido ferozmente atacado por una plaga de renuncias y enfermedades, y ya se sabe que sin gente no es posible hacer el trabajo. Pero la mesa directiva no me iba a aceptar esta excusa.

Me froté la cara con jabón depilatorio y me la enjuagué con un hilito de agua dulce. Un derroche, es verdad; pero el agua salada me irrita la piel, y al fin y al cabo pago mis impuestos.

No había acabado de secarme los últimos restos de jabón, cuando el hilo de agua dejó de salir. Lancé unas cuantas maldiciones y terminé de lavarme con agua salada. Últimamente estas cosas sucedían a menudo. La gente acusaba de sabotaje a los consistas. La Compañía Neoyorquina de Suministro de Agua, S. A., había sido investigada en varias ocasiones, pero nada se había descubierto.

El transmisor de las primeras noticias del día, ubicado sobre mi espejo de afeitar, me atrajo unos instantes. El discurso del Presidente, pronunciado la noche anterior; una rápida ojeada al brillante cohete de Venus, instalado en las arenas de Arizona; los tumultos de Panamá…

La señal que marca los cuartos quebró la onda de sonido. Apagué el receptor.

Llegaría tarde otra vez. Con lo cual, indudablemente, no iba a ablandar al directorio.

Gané unos cinco minutos poniéndome la camisa del día anterior, en vez de buscar una limpia, y dejando que el desayuno se me enfriara y empastara sobre la mesa. Pero perdí esos cinco minutos tratando de comunicarme por teléfono con Kathy. No contestaba.

Llegué atrasado a la oficina.

Afortunadamente —y sorprendentemente— Fowler Schocken llegó también atrasado.

Fowler tiene la costumbre de citar a la mesa directiva quince minutos antes de la hora de entrada habitual. A los empleados de administración y a las estenógrafas se les ponen los nervios de punta; pero Fowler se siente muy cómodo. Fowler pasa todas las mañanas en la oficina, y las mañanas comienzan para él con la salida del sol.

Hoy, sin embargo, tuve tiempo de recoger, antes de que comenzara la reunión, el informe preparado por mi secretaria. Cuando Fowler Schocken entró en la sala de conferencias, excusándose cortésmente por su tardanza, yo ya estaba ubicado en mi asiento, en uno de los extremos de la mesa, bastante tranquilo, y tan seguro de mí mismo como puede estarlo razonablemente un socio de Fowler Schocken.

—Buenos días —dijo Fowler, y los once le contestamos con el estúpido murmullo de costumbre.

Fowler no se sentó enseguida; se quedó mirándonos paternalmente durante casi un minuto y medio, y luego, con el aire de un turista en Xanadú, paseó por la sala una mirada complacida y atenta.

—He estado pensando en nuestra sala de reuniones —dijo, y todos miramos a nuestro alrededor.

La sala de reuniones no es ni muy pequeña ni muy grande; de unos cuatro por cinco. Pero es fresca, tiene buena luz y un mobiliario imponente.

Unos frisos animados ocultan ingeniosamente los ventiladores; las alfombras son tupidas y suaves, y todos los muebles están enteramente construidos con madera de árbol: auténtica, genuina, garantizada.

—Tenemos una hermosa sala, señores —continuó Fowler Schocken—. No en vano nuestra agencia de publicidad es la más importante de Nueva York. El valor de nuestros avisos supera en un megadólar a todos los otros. —Y añadió paseando su mirada por nuestras caras—: Es innegable que le sacamos buen provecho. Creo que ninguno de los presentes tiene una casa de menos de dos habitaciones. —Me guiñó un ojo—. Ni siquiera los solteros. Yo tampoco puedo quejarme. Mi casa de verano está hacia uno de los mejores parques de Long Island. No he probado una sola proteína sintética durante estos últimos años: me alimento de carne y cuando quiero dar un paseo pedaleo un Cadillac. El lobo aúlla muy lejos de mi puerta. Y creo que todos ustedes podrían decir más o menos lo mismo. ¿No es cierto?

La mano del director de Investigaciones del Mercado se alzó en el aire y Fowler le preguntó, señalando con un movimiento de cabeza:

—¿Sí, Mathews?

Matt Runstead sabe perfectamente de qué lado está untado el pan. Lanzó a su alrededor una mirada de desafío.

—Sólo deseo dejar constancia de que estoy en todo de acuerdo con el señor Schocken. En un cien por cien. Sí, señor —dijo, y castañeteó los dedos.

Fowler Schocken saludó con una inclinación de cabeza.

—Gracias, Mathews. —Y era sincero. Se quedó callado unos instantes y luego continuó—: Nadie ignora cómo hemos llegado hasta aquí. Recordarán ustedes el triunfo de Astromejor Verdadero y cómo levantamos a Indiastrias. El primer
trust
esférico. Todo un subcontinente transformado en una sola unidad industrial. La Sociedad Schocken fue la promotora de ambos negocios. Nadie puede decir que nos dejamos llevar por la marea. Pero esto es asunto viejo… ¡Señores! Quiero hacerles una sola pregunta. Y contéstenme sinceramente. ¿Estamos aflojando?

Schocken examinó lentamente, uno por uno, todos nuestros rostros, sin hacer caso del bosque de manos levantadas. Y Dios me perdone, yo también levantaba la mano. Fowler señaló al hombre más próximo.

—Usted primero, Ben.

Ben Winston se incorporó y comenzó a decir con una voz abaritonada:

—En lo que se refiere a Antropología Industrial, ¡no! Escuche el informe de hoy. Ya lo encontrará en el boletín del mediodía, pero permítame que le ofrezca un resumen. Según las últimas estadísticas en todas las escuelas primarias situadas al este del Misisipí ya se está empaquetando el lunch escolar de acuerdo con nuestras instrucciones. Las croquetas de soja y los biftecs regenerados —y todos los que rodeaban la mesa se estremecieron al pensar en las croquetas de soya y los biftecs regenerados—, se distribuyen en envases de color verde, un verde idéntico al de los productos Universal. Pero los caramelos, los helados y la ración de cigarrillos Colillitas están envueltos en el brillante color rojo de los productos Astromejor Verdadero. Cuando los niños crezcan… —Winston dejó de mirar sus notas y nos lanzó una ojeada triunfal—. Según nuestros cálculos, señores, de aquí a quince años los productos Universal estarán en quiebra, en la ruina, ¡fuera del mercado!

Winston se sentó en medio de una salva de aplausos. Schocken aplaudió y nos miró satisfecho. Yo me incliné hacia adelante con la Expresión Uno (Voluntad, Inteligencia, Eficacia) pintada en mi rostro. Pero me molesté inútilmente. Fowler señaló con una mano al hombre que seguía a Winston, Harvey Bruner.

—No tengo que recordarles, señores, que la sección Ventas tiene problemas verdaderamente únicos. —Dijo Harvey hinchando sus delgadas mejillas—. Juro que en ese maldito gobierno se han infiltrado consistas. Ya lo sabrán ustedes. Las emisiones subsónicas de nuestra propaganda auditiva han sido declaradas fuera de la ley… Pero hemos devuelto el golpe, y estamos lanzando al público unas palabras claves, íntimamente relacionadas con los traumas y las neurosis de la vida norteamericana moderna. Hicieron caso a los fanáticos de la seguridad, y nos impidieron proyectar nuestros anuncios en las ventanillas de los vehículos aéreos. Pero también esta vez devolveremos el golpe. El laboratorio me informa —exclamó señalando al director de investigaciones—, que muy pronto ensayaremos un sistema que proyecta directamente el anuncio en la retina del ojo.

»Y no sólo esto, señores. Avanzamos en toda la línea. Sólo como un ejemplo quiero mencionarles el programa Mascafé. —Harvey se interrumpió—. Perdóneme, señor Schocken —dijo en voz baja—. ¿Los miembros de la sección Seguridad han registrado recientemente esta sala?

Fowler Schocken asintió con un movimiento de cabeza.

—Nada en absoluto, Harvey. Sólo los micrófonos de costumbre. Los del Departamento de Estado y los de las Cámaras de Representantes. Pero alimentamos los micrófonos con una conversación ya preparada.

Harvey se tranquilizó.

—Bueno, acerca de este Mascafé. Estamos distribuyéndolo en quince ciudades. Una reserva de Mascafé para tres meses, mil dólares en efectivo y una semana en las playas de la Liguria. Pero (y esto es verdaderamente grandioso) cada muestra de Mascafé contiene tres miligramos de alcaloides. Algo inofensivo; pero después de diez semanas el consumidor queda atado para toda la vida. Una cura le costaría cinco mil dólares por lo menos, de modo que le resulta más fácil seguir tomando Mascafé.

Tres tazas en cada comida y una jarra al lado de la cama para beber durante la noche, tal como se aconseja en la etiqueta del frasco.

Fowler Schocken resplandeció y yo me sumergí otra vez en Expresión Uno. Cerca de Harvey se sentaba Tildy Mathis, jefe de personal, nombrada por el mismo Fowler Schocken. Pero en las reuniones de la mesa directiva no hablan las mujeres, y después de Tildy estaba yo.

Comencé a preparar mis observaciones preliminares, pero Fowler Schocken me hizo sentar con una sonrisa.

—No pediré un informe a cada una de las secciones. No hay tiempo para eso. Pero ustedes, señores, me han dado su respuesta. Una respuesta que me complace. Aceptan ustedes todos los desafíos. Y ahora…

Apretó uno de los botones de su tablero, e hizo girar su silla en redondo. Las luces de la sala se apagaron. El Picasso proyectado en la pared, sobre la cabeza de Schocken, se desvaneció revelando una pantalla jaspeada en la que empezó a formarse una nueva imagen.

Era algo que yo había visto aquella misma mañana, sobre mi espejo de afeitar. El cohete de Venus; un monstruo de 300 metros de largo, el hijo inflado de la delgada bomba V-2 y de los anticuados y rechonchos cohetes a la Luna. Alrededor del cohete se veía un andamio de acero y aluminio con unas figuritas que manejaban unas minúsculas llamas autógenas de color blanco y azul. La imagen había sido registrada, indudablemente, hacia ya algún tiempo. Mostraba al cohete tal como había sido semanas o meses atrás, en una de las primeras etapas de su construcción, no ya listo para despegar tal como se me había aparecido esa mañana.

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