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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (6 page)

BOOK: Mercaderes del espacio
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—Fowler —le dije—, de hombre a hombre. ¿No hemos sido notificados? Quizá no deba hablar de este modo; pero no se trata de mí. Se trata del proyecto Venus.

Fowler estaba pálido, y comprendí que mi jefatura corría peligro.

—Mitch —me dijo—, te he nombrado en este puesto, porque pensé que serías capaz de asumir toda la responsabilidad. Ya no se trata del trabajo. Sé de sobra que puedes hacerlo. Pero pensé que comprendías también el código de comercio, y en todos sus alcances.

—Sí, señor —le contesté.

Se sentó y encendió un cigarrillo. Dudó, una fracción de segundo y luego me alcanzó el paquete.

—Mitch, eres el más joven de nuestros jefes. Pero tienes mucho poder. Una sola palabra tuya, y en unas pocas semanas la vida de medio millón de consumidores habrá cambiado totalmente. Eso es poder, Mitch, poder absoluto. Y ya conoces el viejo dicho: «El poder ennoblece. Y el poder absoluto ennoblece de un modo absoluto».

—Si, señor —le dije.

Sí, me sabía de memoria los viejos dichos. Y sabía, también, que Fowler estaba contestando eventualmente a mi pregunta.

—Ah, Mitch —me dijo con aire soñador, agitando su cigarrillo—. Tenemos prerrogativas, y deberes, y peligros también. Unos y otros están necesariamente unidos. Si no pleiteáramos, todo nuestro sistema comercial dejaría de existir.

—Fowler —me atreví a decirle—, ya sabe que no me quejo del sistema. Da resultado, y eso es lo principal. Ya sé que tenemos que pleitear. Y es razonable que si Tauton pleitea, usted no pueda decirlo a los cuatro vientos. Los jefes se pasarían la vida escondiéndose, en vez de trabajar. Pero… el proyecto Venus está aquí, dentro de mi cabeza. Así domino mejor las cosas. Si lo escribiera todo, apenas adelantaríamos.

—Naturalmente.

—Supongamos que Tauton inicie un pleito, y supongamos que yo sea la primera víctima… ¿Qué pasa con el proyecto Venus?

—Tienes razón —admitió Fowler—. Seré sincero contigo. No he recibido ninguna notificación.

—Gracias, Fowler —le dije sinceramente—. Trataron de matarme. Y ese accidente de Washington, quizá no fue un accidente. Tauton no intentará nada sin antes notificarnos, ¿no es cierto?

—No lo he provocado hasta tal punto. Y nunca hasta ahora, ha hecho una cosa semejante. Son torpes, son tramposos, pero no ignoran las reglas de juego. Matar durante un pleito es apenas un delito. Pero matar sin aviso previo es una ofensa comercial. ¿No te habrás equivocado de puerta, Mitch?

—No —le dije—. No tengo enemigos. Mi vida es muy monótona. En fin, no entiendo nada. Debe de haber sido un error. Pero de todos modos me alegro de que ese individuo no haya tenido mejor puntería.

—¡Yo también, Mitch, yo también! Pero dejemos tu vida privada y hablemos de negocios. ¿Lo has visto a O'Shea?

Ya se había olvidado de mi asunto.

—Si. Lo he visto. Hoy viene a Nueva York. Va a trabajar a mi lado.

—¡Espléndido! Algo de su gloria nos tocará a nosotros, si llevamos bien las cosas. Insiste con O'Shea, Mitch. No necesito decirte cómo.

Era una despedida.

O'Shea me estaba esperando en la antesala de mi oficina. No lo pasaba mal. Sentado en un escritorio, hablaba en un tono áspero y autoritario, rodeado por la mayor parte del personal femenino. Las miradas de las mujeres eran inequívocas. O'Shea era un enano de ochenta y cinco centímetros, pero tenía fama y dinero, dos valores que la Sociedad Fowler Schocken había logrado introducir profundamente en el alma del país. O'Shea podía elegir a su gusto entre esas mujeres. Me pregunté cuántas escenas similares habría vivido O'Shea desde que volvió a la Tierra envuelto en una aureola.

La disciplina en la casa es muy severa, pero las muchachas no volvieron a sus puestos hasta que anuncié mi presencia con un carraspeo.

—Buenos días, Mitch —dijo O'Shea—. ¿Ya se le ha pasado el susto?

—Sí. Pero después recibí otro. Trataron de matarme.

Le conté la historia y O'Shea gruñó pensativamente.

—¿Por qué no se consigue un guardaespaldas? —me dijo.

—Sería lo mejor. ¿Pero no habrá sido un error?

—¿Como la caída de la caja?

Guardé silencio.

—Jack —dije luego—, ¿por qué no cambiamos de tema? Me da escalofríos.

—Concedido. —Me sonrió—. Bueno, comencemos a trabajar. ¿Cómo empezamos?

—Ante todo, las palabras. Necesitamos palabras sobre Venus. Palabras que entusiasmen, que deleiten. Palabras que hagan soñar con viajes, con espacios ilimitados, con otros mundos. Palabras de inquietud y esperanza. Palabras que ennoblezcan la decisión de ir a Venus, y alejen la idea de que es una locura. Y al mismo tiempo, palabras que aplaudan la feliz existencia de Indiastrias, y de Astromejor, y de la Sociedad Fowler Schocken, y que denuncien la tristeza de tener que aguantar a los productos Universal y a la Sociedad Tauton.

O'Shea me miraba con la boca abierta.

—No habla en serio —me dijo al fin.

—Usted es uno de los nuestros, O'Shea —le dije simplemente—. Y éste es nuestro modo de trabajar. Con usted aplicamos el mismo método.

—¿De qué demonios está hablando?

—Su ropa y sus zapatos son Astromejor Verdadero, Jack. Lo hemos convencido, indudablemente. Tauton y Universal por un lado, y Fowler y Astromejor por otro, lucharon por conquistarlo. Y usted eligió a Astromejor. Nos oyó. Suavemente, sin darse cuenta, decidió que la ropa Astromejor era superior a la ropa Universal.

—Nunca leo los anuncios —dijo O'Shea desafiante.

Le sonreí.

—En esa declaración está encerrado nuestro mejor triunfo.

—Prometo solemnemente —dijo O'Shea— que tan pronto deje esta oficina meteré mis ropas en el horno…

—¿También el equipaje? —le pregunté—. ¿El equipaje Astromejor?

Me miró sorprendido y luego recuperó la calma.

—Sí, también el equipaje Astromejor —replicó—. Y luego tomaré el teléfono y ordenaré un equipo completo de ropas y equipajes Universal. Y usted no podrá detenerme.

—No tengo ningún interés en detenerlo, Jack. Todo redundará en beneficio de Astromejor. Le diré qué va a hacer. Comprará un equipo completo de ropas y equipajes Universal. Usará el equipo durante un tiempo con una vaga sensación de incomodidad. Mientras, su libido irá reaccionando. Pues nuestros anuncios —aunque usted asegure que no los lee—, lo han convencido de que usar los artículos de otra firma no es signo de virilidad. Su autoestima irá disminuyendo. En lo más profundo de su mente, usted sabrá que no está usando lo mejor. Su subconsciente no podrá soportar esa idea. De cuando en cuando usted «perderá» alguna prenda del equipo Universal. «Accidentalmente» su pie se atravesará en la bocamanga del pantalón Universal. Pondrá una excesiva cantidad de ropa en las valijas de esa marca y echará maldiciones porque no cierran bien. Entrará en una tienda, y en un momentáneo ataque de amnesia, en el que olvidará esta conversación, comprará otra vez nuestros productos.

O'Shea se rió débilmente.

—Y todo eso sólo con palabras.

—Palabras e imágenes. Vista, sonido, olfato, gusto, tacto. Pero las palabras son lo más eficaz. ¿Lee poesía?

—¡Dios mío! ¡Claro que no! ¿Quién es capaz de leer eso?

—No me refiero a la bazofia contemporánea. En eso tiene usted razón. Hablo de Keats, Swinburne, Wylie. Los grandes líricos.

—A veces —admitió O'Shea prudentemente—. ¿Por qué?

—Voy a pedirle que pase el resto de la mañana y parte de la tarde con uno de los más grandes poetas líricos del mundo: una joven llamada Tildy Mathis. Tildy ignora que es una poetisa; cree que es una redactora de publicidad. No le saque esa idea de cabeza: la haría desgraciada.

Thou, still unravish'd bride of quietness,

Thou, foster-child of silence and slow Time…

»Así hubiera escrito Tildy antes de la era de la publicidad. La relación es evidente. Sube la publicidad, baja la poesía. Las personas capaces escribir poemas musicales, emocionantes, conmovedores, son muy pocas. Cuando fue posible obtener excelentes entradas aplicando el talento lírico a la publicidad, la poesía quedó en manos de unos chiflados sin inspiración que gritan para hacerse oír y tratan de distinguirse con actitudes excéntricas.

—¿Y por qué me dice todo esto? —me preguntó O'Shea.

—Ahora trabaja con nosotros, Jack. El poder trae grandes responsabilidades. Nuestra profesión va al alma de los hombres. Compramos talento… y lo dirigimos. Y no se puede jugar con vidas sino inspirándose en los más grandes ideales.

—Comprendo —dijo O'Shea suavemente—. Pero no se preocupe. No he aceptado su oferta pensando en el dinero o en la fama. Estoy con ustedes por el deseo dar a la raza humana un poco más de espacio, y un poco más de dignidad.

—Eso es —le dije, adoptando la Expresión Uno. Pero interiormente yo estaba estupefacto. Los «grandes ideales» que yo iba a citar eran las Ventas.

Llamé a Tildy por teléfono.

—Hable con ella —le dije a O'Shea—. Conteste a todas las preguntas. Pregúntele usted también. Hablen largamente, amigablemente. Hágale experimentar lo que usted ha sentido. Y ella escribirá, casi sin darse cuenta, unos hermosos fragmentos líricos que sacudirán los corazones y las almas del pueblo consumidor. No le oculte nada.

—Claro que no. Pero oiga, Mitch, y ella, ¿no ocultará nada?

En ese momento O'Shea me pareció una figurita de Tanagra, con un rostro de sátiro.

—Nada —le prometí solemnemente. Todo el mundo conocía a Tildy.

Esa tarde, por primera vez después de cuatro meses, Kathy me llamó por teléfono.

—¿Te pasa algo? —le pregunté rápidamente—. ¿Puedo ayudarte?

Kathy se río entre dientes.

—Nada, Mitch. Sólo quería saludarte y darte las gracias por una noche maravillosa.

—¿Qué te parece si la repetimos? —le pregunté seguida.

—¿Te gustaría cenar en mi casa?

—Mucho, de veras. Muchísimo. ¿Qué vestido te pondrás? ¡Te llevaré una flor verdadera!

—Oh, Mitch, no seas extravagante. Ya no somos novios y no ignoro que tienes más dinero que Dios. Pero desearía que me trajeras algo.

—Nómbralo y es tuyo.

—Jack O'Shea. ¿Podrías? Me enteré de que llegaba esta mañana y supuse que estaría trabajando contigo.

Le respondí muy desilusionado:

—Si, está aquí conmigo. Hablaré con él y luego volveré a llamarte. ¿Estás en el hospital?

—Sí, y muchas gracias. Me encantaría conocerlo.

Llamé a la oficina de Tildy y me comuniqué con O'Shea.

—¿Va a estar ocupado esta noche, Jack? —le pregunté.

—Hum… podría ser.

Indudablemente, estaba intimando con Tildy.

—Le propongo lo siguiente. Una cena tranquila conmigo y mi mujer. Una joven hermosa, excelente cocinera, gran cirujana y magnífica compañía.

—Aceptado.

Llamé a Kathy y le dije que le llevaría a ese misántropo alrededor de las siete.

O'Shea entró en mi oficina a las seis, gruñendo.

—Espero que la cena sea muy buena, Mitch. Su señorita Mathis me atrae. ¡Qué mujer! ¿Qué le pasa? ¿No puede con su genio?

—Me parece que no —respondí—. Pero Keats cayó en los lazos de una intrigante, y Byron fue a parar al pabellón de las enfermedades venéreas, y Swinburne se complicó increíblemente la vida, y… ¿continúo?

—No, por favor. ¿Qué clase de matrimonio ha hecho usted?

—Interlocutorio —le respondí, con un poco de tristeza.

O'Shea frunció levemente el ceño.

—Puede ser cuestión de educación. Pero esos arreglos me erizan la piel.

—A mí me pasa lo mismo —le dije—. Por lo menos en este caso. Si por una casualidad Tildy aún no se lo ha dicho, mi hermosa e inteligente mujer no quiere seguir. Ya no vivimos juntos; y si no cambia de modo de pensar, dentro de unos cuatro meses todo habrá terminado.

—Tildy no me dijo nada —repuso O'Shea—. Me parece que el asunto le duele a usted bastante.

Casi tuve lástima de mí mismo. Casi intenté ganarme su compasión. Casi empecé a decirle qué duro me resultaba, cuánto la quería, y que apenas podía verla, y que no sabía cómo hacerla cambiar.

Y de pronto me di cuenta de que iba a decírselo a un enano de treinta kilos que, si se casaba, pasaría a ser, en cualquier momento, juguete de su mujer y víctima del ridículo.

—Un poco —le contesté—. Vamos, Jack. Tenemos el tiempo justo para tomar unas copas. Iremos en subterráneo.

Kathy nunca estuvo más bonita, y yo lamenté no haberme gastado un par de días de sueldo en una flor.

Saludó a O'Shea con un «hola» y éste anunció en voz alta:

—Me gusta usted. No le brillan los ojos. No tiene ese brillo que dice: «¡Qué mono es!»; ni ese otro que significa «¡Señor! Pensar que tiene tanto dinero y sin embargo debe sentirse un fracasado». Ni tampoco ese que dice «Una chica tiene que probarlo todo». En resumen, usted me gusta y yo le gusto.

Era indudable que O'Shea estaba un poco borracho.

—Le voy a servir un poco de café verdadero señor O'Shea —dijo Kathy—. Me arruiné comprando unas auténticas salchichas de cerdo, y un auténtico dulce de manzana, y tiene que estar en condiciones de apreciarlos.

—¿Café? —dijo O'Shea—. Oh no, señora. A mi me sirve Mascafé. Si bebiera café traicionaría a la gran firma Sociedad Fowler Schocken de la cual soy socio. ¿No es cierto, Mitch?

—Le daré permiso por esta vez —le contesté—. Además Kathy no cree que los inofensivos alcaloides del Mascafé sean totalmente inofensivos.

Por suerte Kathy estaba en ese momento en el rincón de la cocina y no me oyó. O fingió no oírme. Un día tuvimos una terrible discusión de cuatro horas sobre ese asunto y lo completamos con epítetos como «envenenador de niños» y «reformadora de imbéciles» y algunos otros más breves e indecentes.

El café apagó un poco la alcoholizada excitación de O'Shea. La comida fue maravillosa, y a los postres todos nos sentimos más a gusto.

—Ha estado usted en la Luna, supongo —le dijo Kathy a O'Shea.

—Todavía no. Iré uno de estos días.

—No hay nada —comenté—. Perdería el tiempo. La Luna es un mal negocio; y aburridísimo. Me parece que seguimos allí sólo para acumular experiencia y aplicarla luego en el planeta Venus. Unos cuantos miles de mineros y nada más.

—Perdónenme un momento —dijo O'Shea, y se retiró.

Aproveché la oportunidad.

—Kathy, querida —dije rápidamente—. Te agradezco mucho que me hayas llamado. ¿Significa algo?

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