Metro 2034 (23 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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—Dile que es
él
quien me necesita. —Saltó al andén y se alejó de la dresina. No apartaba los ojos de cada una de las columnas que se encontraba en su camino.

Carecía de todo atisbo de coquetería, y tampoco jugaba. Igual que no le interesaban para nada las armas de fuego, también parecía desprovista del arsenal de miradas insinuantes y gestos seductores habitual en una mujer. No tenía ni idea de que un parpadeo pudiera despertar un huracán, ni de que algunos hombres fueran capaces de sacrificarse, o de matar, por la mera sugestión de una sonrisa. ¿O quizá todo se debía, simplemente, a que aún no había aprendido a utilizar bien esos recursos?

En realidad, no necesitaba semejante arsenal. Su mirada cortante y directa había obligado a Hunter a cambiar de opinión. Con un solo movimiento, lo había capturado en su red y le había privado de matar. ¿Acaso había perforado su coraza? ¿Había descubierto algo de ternura en su interior? ¿O el brigadier la necesitaba para algo? Debía de ser más bien esto último: la mera imaginación de que el brigadier tuviera puntos débiles, que le hicieran, aunque no vulnerable, sí sensible, le parecía a Homero pura extravagancia.

***

El viejo no lograba dormirse. Aunque hubiera cambiado la pegajosa máscara de gas por un simple filtro, le costaba cada vez más tomar aliento, y se sentía como si un torno le hubiera atravesado la cabeza.

Homero había abandonado todas sus viejas posesiones en el túnel. Se había lavado las manos con un trozo de jabón gris, se había aseado con el agua estancada y algosa de un bidón, y se había decidido a llevar puesto en todo momento algún tipo de filtro en el rostro. ¿Qué más podía hacer para proteger a las personas que lo rodeaban?

Nada. En verdad, no podía hacer nada más. No habría servido para nada, ni siquiera, que se metiera en el túnel y se transformara él mismo en un montón de andrajos. Pero, al verse tan cerca de la muerte, retrocedía en su imaginación más de veinte años, hasta el momento en el que había perdido a todos los seres humanos a quienes amaba. Y ese recuerdo prestaba un nuevo y genuino sentido a sus planes.

Si hubiera podido, Homero les habría erigido un verdadero monumento. Pero, como mínimo, se habrían merecido una lápida ordinaria. Habían nacido con décadas de diferencia, pero todos ellos habían muerto el mismo día: su mujer, sus hijos y sus padres.

Y también sus compañeros de la escuela, y sus amigos del instituto de formación profesional. Los actores y músicos por los que tanta admiración había sentido. Todos los que ese día se encontraban en el trabajo, o habían vuelto a casa, o durante el retorno se habían quedado atrapados en un atasco.

Los que murieron al instante, y los que trataron de sobrevivir durante largos días en la capital irradiada y medio destruida, y arañaron sin fuerza las puertas de seguridad del metro, ya selladas. Los que al instante quedaron pulverizados, y los que se hincharon y vieron pudrirse su propio cuerpo en vida, devorados por la enfermedad que les provocó la radiación.

Los primeros exploradores que por aquel entonces salieron a la superficie no pudieron conciliar el sueño durante muchos días después de regresar. Homero había conocido a algunos en una estación de enlace, en torno a una hoguera. Vio en sus ojos la impresión indeleble que la ciudad había dejado en ellos: unos ojos que parecían ríos helados y repletos de peces muertos. Miles de automóviles destrozados, con sus pasajeros sin vida, abarrotaban las avenidas y carreteras de Moscú. Cadáveres por todas partes. Fue imposible retirarlos. Hasta que, por fin, unas criaturas de otra especie se adueñaron de la ciudad.

Deseosos de preservar su cordura, los exploradores evitaban las escuelas y jardines de infancia. Pero, para perder el entendimiento, bastaba con cazar al vuelo, por pura casualidad, una mirada inmóvil en el asiento trasero de un coche familiar.

Miríadas de vidas perecieron de golpe. Miríadas de palabras quedaron sin decir, miríadas de sueños sin realizar, miríadas de ofensas sin perdonar. El hijo pequeño de Nikolay llevaba tiempo pidiéndole a su padre un estuche de rotuladores, su hija tenía miedo de la clase de patinaje artístico sobre hielo, y su mujer, antes de irse a dormir la noche anterior, le había hablado de las vacaciones que iban a pasar los dos en la costa…

Cuando se dio cuenta de que estos insignificantes deseos y sentimientos habían sido los últimos de su mujer, le pareció que estaban revestidos de una importancia extraordinaria.

Homero habría querido grabar una lápida para cada uno de ellos, pero, de todos modos, valdría la pena aunque sólo fuera escribir una única inscripción sobre la gigantesca fosa común donde estaba sepultada la Humanidad. Y en el poco tiempo que le quedaba de vida creía poder encontrar las palabras adecuadas.

No sabía en qué sucesión ordenarlas, cómo afianzarlas, de qué manera adornarlas, pero tenía una intuición: en la historia que se estaba desarrollando ante sus ojos habría cabida para todas las almas inquietas, todos los sentimientos, todas las migajas de conocimiento que había reunido con tanto rigor, y, en definitiva, también para él mismo. Difícilmente habría podido encontrar mejor argumento para su relato.

Tan pronto como en la superficie se hiciera de día, y los mercaderes entrasen de nuevo en la estación, trataría de hacerse con un bloc de notas en blanco y un bolígrafo. Tenía que darse prisa: los contornos de su futura novela empezaban a tomar forma cual espejismo en la lejanía, y si no se apresuraba a consignarlos sobre el papel podían disolverse en el aire, y entonces, ¿quién sabía el tiempo que tendría que pasar sobre las dunas, oteando el horizonte, con la esperanza de que su particular torre de marfil emergiera de nuevo de los diminutos granos de arena y se alzara en el aire atravesado por una luz trémula?

Tal vez no le quedara tiempo suficiente para esa labor.

Con una sonrisa de ironía en los labios, Homero pensó que no importaba lo que dijera la muchacha. Era la mirada a las vacías órbitas de la calavera de la Eternidad lo que le empujaba a actuar. Se acordó entonces de la joven, de sus cejas arqueadas, de los dos relámpagos que brillaban en su rostro oscuro y sucio, de sus labios agrietados a mordiscos, de su cabello desgreñado, de color pajizo… y sonrió de nuevo.

«Mañana, a la hora del mercado, tendré que buscar también otra cosa», pensó Homero mientras se dormía.

***

En la Paveletskaya no había noches tranquilas. El fulgor de las apestosas antorchas temblaba sobre las paredes cubiertas de hollín. La respiración de los túneles era agitada. Tan sólo al pie de las escaleras mecánicas se distinguían unas pocas siluetas que hablaban con voz casi inaudible. La estación estaba como muerta. Todo el mundo abrigaba la esperanza de que las criaturas de la superficie no estuvieran hambrientas.

Pero, de tiempo en tiempo, las más curiosas entre ellas descubrían el corredor que se adentraba en las profundidades y husmeaban sudor fresco, oían el rítmico latido de los corazones humanos, percibían que por sus venas circulaba cálida sangre. Y, a veces, bajaban.

A Homero le había vencido por fin el sueño, y las agitadas voces que se oían al otro lado del andén se adentraban tan sólo fatigosamente y con esfuerzo en su conciencia. Pero entonces, de pronto, una ráfaga de ametralladora lo arrancó de su letargo. El viejo se levantó de un salto y, a tientas, buscó su arma sobre la plataforma de la dresina.

Las ensordecedoras ráfagas de las ametralladoras se mezclaron al instante con los disparos de varios rifles de asalto. Los gritos de los centinelas no transmitían ya mero nerviosismo, sino también horror. Estaban empleando todos los calibres a su disposición contra alguna criatura y, fuera ésta lo que fuese, no parecía que le hicieran el menor daño. No se trataba de una defensa organizada contra un enemigo móvil. Todo el mundo disparaba en desorden y pensaba tan sólo en salvar su propio pellejo.

Por fin, Homero encontró su Kalashnikov, pero no se atrevió a subir al andén. Se resistió igualmente a la tentación de encender el motor y largarse de allí, sin importar adonde. Se quedó en la dresina y torció el pescuezo en un intento de contemplar el campo de batalla por entre las columnas.

De súbito, un penetrante alarido, sorprendentemente cercano, interrumpió los gritos y las maldiciones de los centinelas. La ametralladora enmudeció. Alguien chilló de manera espantosa y calló al instante, como si le hubieran arrancado la cabeza. Los rifles de asalto crepitaron de nuevo, pero esta vez con disparos aislados, y por poco tiempo. El alarido se oyó otra vez. Parecía que se hubiera alejado un poco… e, inesperadamente, un eco respondió a la criatura que había proferido aquella voz. Un eco que se oyó junto a la dresina.

Homero contó hasta diez y luego, con manos temblorosas, encendió el motor. Sus compañeros regresarían en cualquier momento, y entonces se marcharían todos juntos. Estaba esperando por ellos, no por sí mismo… La dresina vibró, empezó a echar humo, el motor se calentó, y entonces, entre las columnas, vio pasar como un relámpago una figura inconcebiblemente veloz. También como un relámpago, se alejó hasta perderse de vista. Homero no llegó a hacerse una idea de la forma que tenía.

El viejo se agarró a la barandilla, apoyó un pie en el acelerador y respiró hondo. Si no aparecían en diez segundos, lo dejaría todo atrás y… Sin comprender él mismo por qué, puso un pie sobre el andén y empuñó su inútil rifle de asalto. Sólo quería asegurarse de que realmente no podía ayudar a los suyos.

Se parapetó tras una de las columnas y echó una mirada a la plataforma central del andén…

Quiso gritar, pero le faltó el aliento.

***

Sasha había sabido desde siempre que el mundo no consistía tan sólo en las dos estaciones en las que había vivido. Pero, de todos modos, nunca había pensado que ese mundo pudiera ser tan bello. Incluso la tediosa y desolada Kolomenskaya había llegado a parecerle un confortable hogar. Le había sido familiar hasta el último rincón. La Avtosavodskaya, espaciosa, pero fría, los había expulsado a su padre y a ella con desdén, los había rechazado, y la muchacha no podría olvidarlo jamás.

Su relación con la Paveletskaya, por el contrario, no estaba lastrada por ningún resentimiento, y la joven sentía por instantes que iba a enamorarse de ella. De sus columnas ligeras y airosas, de sus arcos amplios y acogedores, de su mármol noble, cuyas finísimas venas hacían que la pared se asemejara al suave cutis de un ser humano… así como la Kolomenskaya era miserable, y la Avtozavodskaya siniestra, la Paveletskaya tenía maneras de mujer: su talante despreocupado y juguetón recordaba todavía, al cabo de las décadas, su antigua belleza.

«Los que viven aquí no pueden ser crueles ni malvados», pensaba Sasha. Ella y su padre habrían tenido que atravesar tan sólo una estación hostil para llegar a ese mágico lugar… habría bastado con que su padre viviera un día más para escapar del destierro y recobrar la libertad… seguro que habría convencido al calvo para que los llevase a ambos…

A lo lejos refulgía una hoguera. Los centinelas estaban apiñados en torno a ella. El chorro de luz de un reflector recorría el lejano techo, pero Sasha no se les acercó. ¡Cuántos años había vivido en la creencia de que, con sólo escapar de la Kolomenskaya y encontrar a otros seres humanos, sería feliz! Pero en ese momento sentía anhelo de una única persona, para compartir con ella su entusiasmo, su asombro de que la tierra fuera como mínimo un tercio más grande, y su esperanza de reparar los males del pasado. Pero ¿quién era esa persona, la persona por la que Sasha tenía ese interés? No había nadie que pudiera sentir interés por ella. De nada servía que tratara de convencerse de lo contrario, o de convencer al viejo.

Y así, la muchacha siguió caminando en la dirección opuesta, hasta un tren muy deteriorado, con las ventanas reventadas y las puertas abiertas, medio oculto en el túnel de la derecha. Entró en él, brincó de un vagón a otro. Inspeccionó el primero, el segundo, y luego el tercero. En el último, descubrió un asiento acolchado, largo, que por algún milagro se había mantenido intacto, y se tendió sobre él. Miró en derredor y trató de imaginarse que el tren se ponía en marcha y que la llevaba a otras estaciones, estaciones iluminadas, animadas por un barullo de voces humanas. Pero le faltaron tanto la fe como la fantasía necesarias para desplazar tantas toneladas de chatarra. Le había resultado mucho más fácil con la bicicleta.

Entonces, de repente, el juego del escondite llegó a su fin: los sonidos de lucha pasaron de vagón en vagón y al fin dieron alcance a Sasha.

¿Otra vez?

Se puso en pie y salió al andén, el único sitio donde podría hacer algo.

***

Los cadáveres descuartizados de los centinelas se encontraban junto a la cabina de cristal, con el reflector ya inactivo, y también sobre la hoguera apagada, y en el centro de la sala. Al parecer, los otros soldados habían abandonado enseguida todo conato de resistencia y habían corrido a refugiarse en el pasillo, pero la muerte les había dado alcance a medio camino.

Sobre uno de los cuerpos se encorvaba una figura siniestra y antinatural. A pesar de que era casi imposible verla a tanta distancia, Homero vislumbró una piel tersa y blanca, una cresta descomunal y vibrante, y unas patas con muchas articulaciones que se movían con nerviosismo.

La batalla estaba perdida.

¿Dónde estaba Hunter? Homero se asomó una vez más a la plataforma central y sintió que se le helaba el cuerpo… unos diez metros más allá, tras una de las columnas, se asomaba una de las criaturas, igual que Homero, tal vez para atraerlo o para jugar con él. Su rostro pavoroso y deforme se alzaba a más de dos metros del suelo. Le caían gotas rojas del labio inferior, y sus pesadas mandíbulas masticaban sin parar un horrible pedazo de carne. Bajo su frente plana no había nada, porque la criatura no tenía ojos, pero eso no le impedía detectar a otros seres, moverse y atacar.

Homero se apostó para disparar y apretó el gatillo, pero el rifle no funcionó. La monstruosidad profirió un grito prolongado, ensordecedor, y saltó al centro de la sala. Homero, presa del pánico, manipulaba el obturador, pese a que sabía que de nada le iba a servir…

Pero, de repente, pareció que el monstruo hubiera perdido todo interés en él. Volvió su atención hacia los márgenes del andén. Homero siguió con rapidez la ciega mirada de la criatura, y al instante se le paró el corazón.

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