Metro 2034

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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Año 2034. Moscú se ha transformado en una ciudad fantasma. Los supervivientes se han refugiado en las profundidades de la red de metro y han creado allí una nueva civilización que no se parece en nada a las anteriores...

La estación Sevastopolskaya lleva varias semanas sin poder comunicarse con el resto de la red de metro. Aparece en ella un misterioso brigadier llamado Hunter. Este toma sobre sus hombros la lucha contra un enigmático peligro que amenaza a todos los habitantes de la red de metro, y emprenderá una arriesgada expedición hasta lo más recóndito del sistema de túneles. Le acompañará Homero, de la Sevastopolskaya, un hombre viejo y experimentado que conoce como nadie la red de metro y sus leyendas. Más adelante conocerán a la joven Sasha y Homero pensará que el héroe caído y la muchacha podrían ser la pareja perfecta para protagonizar su epopeya. Pero tendrá que protegerla de incesantes peligros.

Dmitry Glukhovsky

Metro 2034

ePUB v2.0

Adruki
18.07.11

Título original:
Метро 2034

Dmitry Glukhovsky, 2009.

Traducción: Joan Josep Musarra Roca

Editor original: adruki (v1.0 a v2.0)

ePub base v2.0

PRÓLOGO

Estamos en el año 2034. El mundo ha sido devastado. Apenas si quedan seres humanos con vida. Las ciudades están destruidas y la radiación las ha dejado inhabitables. Se dice que, fuera de ellas, se encuentran solamente interminables desiertos de tierra calcinada, y antiguos bosques que se han transformado en impenetrables espesuras. Pero nadie sabe muy bien lo que se esconde en ellos. La civilización ha desaparecido. Y el recuerdo que aún se conserva de las pasadas grandezas de la Humanidad se mezcla gradualmente con mitos y leyendas.

Han pasado veinte años desde que el último avión se elevó a los cielos. Las antiguas vías de tren, cubiertas de herrumbre, no llevan ya a ninguna parte. Y si sintonizáramos, aunque fuera un millón de veces, las antiguas frecuencias de radio en las que se retransmitía desde Nueva York, París, Tokio y Buenos Aires, no oiríamos nada más que un aullido solitario.

Han pasado más de veinte años desde
entonces.
La Humanidad ha cedido a otras especies el señorío que en otro tiempo ejerció sobre el mundo. Especies nacidas de la radiación, mucho mejor adaptadas a la vida en este mundo nuevo.

La Era de la Humanidad ha terminado.

Pero los supervivientes no quieren aceptarlo. Unas pocas decenas de miles de humanos han sobrevivido, y no saben si en otra parte del mundo puede haber más, o si son los únicos que han sobrevivido en todo el planeta.

Viven dentro de la antigua red de metro de Moscú, el refugio atómico más grande que jamás construyera la mano del hombre. El último refugio de la Humanidad.

Casi todos los supervivientes se hallaban en el metro
aquel día.
Y eso fue lo que les salvó la vida. Las puertas de seguridad herméticas de las estaciones los protegieron de la radiación y de las horribles criaturas que a partir de entonces fueron apareciendo en la superficie. Los viejos filtros les permitían purificar el aire y el agua. Los refugiados más hábiles construyeron dinamos con las que los habitantes de la red de metro obtienen ahora electricidad. Se alimentan de cerdos y champiñones que crían en granjas subterráneas. Los más pobres no tienen reparos en comer también ratas.

Hace tiempo que no existe ningún tipo de administración central. Las estaciones se han constituido en microestados. Sus habitantes se agrupan en torno a ideologías, religiones y filtros de agua. O se unen simplemente para defenderse de ataques enemigos.

Es un mundo sin mañana. En él no tienen cabida los sueños, ni los proyectos ni las esperanzas. Los sentimientos han cedido su lugar a los instintos, y el más importante de éstos es la voluntad de supervivencia. A cualquier precio.

Este libro es una continuación de la novela
Metro 2033.

1
LA DEFENSA DE LA SEVASTOPOLSKAYA

No regresaron. Ni el martes, ni el miércoles, ni tampoco el jueves, el día que habían acordado como fecha límite. El puesto de vigilancia exterior no descansaba en ningún momento. Habría bastado con que los centinelas oyeran aunque fuera el eco de una petición de auxilio, o divisaran el tenue fulgor de una linterna sobre las paredes oscuras y húmedas del túnel que conducía a la estación Nakhimovsky Prospekt para que, en el acto, partiera un destacamento.

La tensión crecía por momentos. Los centinelas, unos soldados muy bien armados, con entrenamiento especial para situaciones como aquélla, tenían el ojo alerta en todo. La baraja de cartas con la que se entretenían entre alarma y alarma llevaba dos días acumulando polvo en un cajón del cuarto de guardia. Las conversaciones relajadas de otros tiempos dejaron de existir, y las sustituyeron, al principio, breves y nerviosos intercambios de pareceres, y luego, por fin, un silencio lúgubre que aún persistía. Todos los que estaban allí abrigaban la esperanza de ser el primero en oír los ecos de las pisadas que anunciarían el regreso de la caravana. Era una cuestión muy importante.

Todos los habitantes de la Sevastopolskaya, desde los niños de cinco años hasta los más ancianos, eran duchos en el manejo de las armas. Habían transformado su estación en un baluarte inexpugnable. Pero, por mucho que se fortificaran tras nidos de ametralladoras, alambradas, e incluso dientes de dragón que habían preparado con trozos de raíl, su fortaleza, imbatible en apariencia, no conseguía liberarse de la amenaza del desastre. Su talón de Aquiles era la falta de munición.

Si los habitantes de las otras estaciones hubieran tenido que hacer frente a un ataque como los que la Sevastopolskaya sufría a diario, no habrían tratado de defenderse. Habrían huido, como las ratas que abandonan un túnel inundado. Si se hubiera dado una emergencia extrema, ni siquiera la poderosa Hansa, la confederación de estaciones de la Línea de Circunvalación, se habría prestado a mandarles grandes refuerzos. Les habría salido demasiado caro. Indudablemente, la Sevastopolskaya tenía un valor estratégico enorme. Pero el precio que habría costado su defensa era demasiado alto.

El precio de la electricidad también era alto. Tan alto, que los moradores de la Sevastopolskaya, constructores de una de las centrales hidroeléctricas más importantes de la red de metro, recibían municiones de la Hansa a cambio del suministro, e incluso hacían negocio con ello. Pero la electricidad no se pagaba tan sólo con cartuchos, sino también con la vida breve y mutilada de buena parte de los habitantes de la estación.

Las aguas subterráneas eran, a un tiempo, una bendición y una maldición para la Sevastopolskaya. Igual que las corrientes de la Estigia rodeaban por todos lados la podrida embarcación de Caronte, la estación estaba también circundada de agua. Las aguas subterráneas proporcionaban luz y calor a la Sevastopolskaya, y a poco más de un tercio de la Línea de Circunvalación, porque hacían girar las palas de docenas de norias. Los expertos ingenieros de la estación las habían mandado construir, de acuerdo con sus propios planos, en los túneles, en las grutas, en las corrientes subterráneas de agua. En resumen: en todos los sitios donde les había sido posible.

Pero, al mismo tiempo, el agua corroía sin cesar los pilares, arrancaba poco a poco el cemento de las juntas. Murmuraba tras las paredes de la estación, como para arrullar a sus habitantes. Las aguas subterráneas les impedían cegar mediante explosiones los túneles superfluos. Y era precisamente por esos túneles por donde hordas de monstruos salidos de una pesadilla llegaban hasta la Sevastopolskaya, cual interminable y venenoso ciempiés que hubiera ido entrando en una máquina de picar carne.

Los habitantes de la estación se veían a sí mismos como tripulantes de una nave de espectros que navegaba por el Infierno. Estaban condenados a buscar y reparar sin descanso nuevas vías de agua, porque hacía mucho tiempo que la fragata había empezado a inundarse. Y no había a la vista ningún puerto que les ofreciera seguridad y reposo.

Tenían que defenderse de incesantes ataques porque, desde la Chertanovskaya
[1]
, al sur, y la Nakhimovsky Prospekt, al norte, acudían monstruos que habían salido arrastrándose de los tubos de ventilación, que emergían de los turbios caldos que reposaban en los conductos de desagüe, o que irrumpían por los túneles. Parecía que el mundo entero se hubiese conjurado contra los moradores de la Sevastopolskaya, y que no escatimara ningún esfuerzo para borrar sus hogares del plano de la red de metro. Pero ellos defendían su estación con uñas y dientes, como si se tratara del último refugio en todo el Universo.

Y, sin embargo, por muy capaces que fueran sus ingenieros, por severa e implacable que fuese la instrucción de sus militares, no podrían defender la estación si no disponían de cartuchos, y de bombillas para los faros, y de antibióticos y vendajes. Producían electricidad, ciertamente, y la Hansa les pagaba bien por ello. Pero la Línea de Circunvalación contaba también con otros proveedores, y con producción propia. Los moradores de la Sevastopolskaya, en cambio, no habrían podido sobrevivir un mes entero sin ayuda exterior. Y sus reservas de cartuchos estaban a punto de terminarse.

Todas las semanas, caravanas acompañadas por una escolta militar partían hacia la Serpukhovskaya, donde empleaban el crédito que les habían concedido los mercaderes de la Hansa para proveerse de todo lo necesario, y luego regresaban de inmediato. Mientras la Tierra siguiera girando, las aguas subterráneas fluyeran y las bóvedas concebidas por los constructores del metro se mantuvieran en pie, la vida seguiría igual.

Pero, entonces, una caravana se retrasó. Y tardaba tanto que sólo era posible una explicación: habían sufrido un imprevisto, un percance terrible, contra el que nada habían podido los escoltas, a despecho de su pesado armamento y su experiencia en el combate, ni tampoco las buenas relaciones con la Hansa, que tanto mimaban.

La intranquilidad no habría sido tan grande si hubieran dispuesto de algún medio de comunicación. Pero la línea telefónica que los conectaba con la Hansa también había sufrido algún problema, no habían podido hablar con ellos desde el lunes anterior, y el destacamento que habían enviado en busca de la avería había regresado sin encontrar nada.

***

Una lámpara de pantalla ancha y de color verde colgaba, muy baja, sobre una mesa redonda. Iluminaba unos folios amarillentos sobre los que había gráficos y diagramas trazados a lápiz. La bombilla era de bajo consumo —como mucho, cuarenta vatios—, pero no para ahorrar electricidad —la Sevastopolskaya no tenía ningún problema en ese sentido—, sino porque al ocupante del despacho no le gustaban las luces intensas. El cenicero estaba lleno de colillas, todas ellas de cigarrillos liados a mano, de baja calidad. Un humo acre, de color gris azulado, flotaba cual pesada niebla en la habitación de techo bajo.

El jefe de estación, Vladimir Ivanovich Istomin, se enjugó la frente, levantó la mano y miró el reloj con el único ojo que le quedaba. Por quinta vez en media hora. Luego chasqueó los dedos y se levantó pesadamente.

—Tenemos que tomar una decisión. No podemos seguir así, sin hacer nada.

Un hombre mayor, pero de constitución robusta, estaba sentado al otro lado de la mesa. Vestía una chaqueta acolchada con colores de camuflaje y una raída boina azul. Abrió la boca para decir algo, pero se lo impidió un acceso de tos. Parpadeó, malhumorado, y trató de apartar el humo con la mano. Luego dijo:

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