Authors: Dmitry Glukhovsky
Homero se detuvo un instante bajo la luz trémula, mortecina, amarillenta, que brotaba penosamente de la lámpara-cementerio. Luego respiró hondo y se sumergió, en pos de los demás, en las negrísimas tinieblas que lo inundaban todo desde las fronteras de la Sevastopolskaya hasta las inmediaciones de la Tulskaya… si es que la Tulskaya aún existía.
***
Parecía como si la apesadumbrada mujer y sus dos críos se hubiesen quedado pegados a las baldosas de granito. No estaban solos en el andén: un hombre gordo y tuerto con hombros de luchador estaba un poco más allá, en pie, y seguía con la mirada al grupo que se alejaba. A sus espaldas estaba un anciano flaco, con chaqueta de militar, que hablaba en voz baja con un ordenanza.
—Ahora sólo nos queda esperar —concluyó Istomin, mientras jugueteaba distraídamente con la colilla apagada, empujándola de una comisura a otra de sus labios.
—Por mí puedes esperar cuanto quieras —le replicó irritado el Coronel—. Yo haré lo que tengo que hacer.
—El de la llamada era Andrey. El oficial al mando de la última troika que enviamos. —Vladimir Ivanovich creyó oír una vez más la voz en el auricular. No lograba quitársela de la cabeza.
—Sí, ¿y qué? —El Coronel levantó una ceja—. Quizá lo torturaron para obligarlo a transmitirnos ese mensaje. Existen especialistas que conocen todos los métodos.
—No lo creo. —El jefe de estación negó con la cabeza, meditabundo—. Tú mismo oíste su voz. Allí ocurre alguna otra cosa. Algo que no podemos explicar. Un ataque por sorpresa no serviría para nada…
—Yo sí puedo explicarte lo que ha ocurrido —le aseguró Denis Mikhailovich—. En la Tulskaya hay bandidos. Han ocupado la estación, han matado a una parte de los nuestros y han tomado al resto como rehenes. Naturalmente, no han cortado el suministro de energía, porque ellos también necesitan la corriente, y tampoco quieren poner nerviosa a la Hansa. Lo más probable es que hayan desconectado el teléfono, sin más. ¿De qué otra manera te explicas que unas veces funcione y otras no?
—Pero su voz sonaba tan… —murmuró Istomin, como si no hubiera escuchado al otro.
—Sí, ¿y qué? —le gritó el Coronel. El precavido ordenanza puso distancia de por medio—. ¡Que te claven alfileres bajo las uñas, ya verás cómo gritas entonces! ¡Y sólo se necesitan unas tenazas para que tu voz de bajo se convierta en una de soprano de por vida!
El Coronel tenía muy claro que había tomado la decisión correcta. Había superado todas sus dudas y por ello se sentía bien de nuevo, y las manos se le agarrotaban de ganas de empuñar el sable. ¡Istomin podía rezongar cuanto quisiera!
Éste no le respondió de inmediato. Quería darle tiempo al acalorado Coronel para que se enfriara.
—Esperaremos —dijo por fin. Había hablado en tono conciliador, pero, al mismo tiempo, inflexible.
Denis Mikhailovich cruzó los brazos.
—Dos días.
—Dos días —confirmó Istomin.
El Coronel dio media vuelta y se marchó apresuradamente hacia el cuartel. No tenía ninguna intención de perder el tiempo. Los oficiales de los pelotones de asalto llevaban una hora larga sentados a ambos lados de una mesa de madera en el Estado Mayor. Sólo quedaban dos sillas vacías, cada una a un extremo de la mesa: la del propio Coronel, y la de Istomin. Pero esta vez empezarían la sesión sin aguardar al dirigente supremo.
***
Istomin no había advertido la ausencia de Denis Mikhailovich.
—Qué raro que de pronto hayamos intercambiado los papeles, ¿verdad? —dijo, pensativo.
Como no obtuvo respuesta, se volvió, y sólo se encontró con la mirada confusa del ordenanza. Le hizo un gesto con la mano para que se marchara. «El Coronel está irreconocible», pensó Istomin. Hasta aquel momento se había resistido a mandar al exterior a uno solo de sus hombres. El viejo lobo había husmeado algo. Pero ¿se podría confiar en su olfato esta vez?
A Istomin, sus instintos le aconsejaban algo muy diferente: mantener la calma. Esperar. La extraña llamada le había confirmado sus sospechas: si la infantería pesada de la Sevastopolskaya asaltaba la Tulskaya, tendría que hacer frente a un enemigo misterioso e invencible.
Vladimir Ivanovich buscó dentro de sus bolsillos, encontró el mechero y lo encendió. Mientras las desgarradas volutas de humo ascendían por el aire, clavó la mirada en las negras fauces del túnel. Miró como hipnotizado, como un conejo con los ojos clavados en el hipnótico rostro de la serpiente.
Al acabársele el cigarrillo, meneó de nuevo la cabeza y regresó a su despacho arrastrando los pies. El ordenanza salió de detrás de la columna donde se había escondido y le siguió a prudente distancia.
***
Se oyó un chasquido sordo, y un rayo de luz alumbró la estriada bóveda hasta un trecho de cincuenta metros. La linterna de Hunter era grande, y potente como un reflector. Homero respiró con alivio, en silencio. Durante los últimos minutos había llegado a pensar que el brigadier no encendería ninguna luz, simplemente porque sus ojos no la necesitaban.
Tan pronto como se hubieron sumergido en la penumbra, Hunter se despojó de todos los rasgos propios de un ser humano normal. Incluso podríamos decir de un ser humano. Sus movimientos eran ágiles y veloces como los de un animal. Parecía que Hunter hubiese encendido la linterna tan sólo para sus acompañantes. Él se guiaba más bien por sus otros sentidos. Se había quitado el casco y escuchaba con atención los sonidos del túnel. De vez en cuando se detenía y aspiraba el aire mohoso hasta lo más hondo… y con ello daba pábulo a las sospechas de Homero.
Hunter caminaba sin hacer ruido, siempre unos pasos por delante, sin volverse ni una sola vez hacia los otros dos. Parecía que hubiese olvidado por completo su presencia. Ahmed había servido muy raramente en el túnel meridional, y por ello no conocía las extrañas costumbres del brigadier. Asombrado, le dio un codazo al viejo: «¿Qué le ocurre a ese hombre?» Homero abrió ambos brazos en un gesto de impotencia. ¿Cómo iba a explicárselo en pocas palabras?
Pero ¿para qué los necesitaba el brigadier? Hunter parecía sentirse mucho más seguro que Homero en los túneles de esa zona. Y, sin embargo, le había confiado a este último el papel de guía. Si le hubiera preguntado al viejo, éste habría podido contarle muchas cosas sobre aquellos parajes. Leyendas, pero también hechos ciertos, que en ocasiones eran aún más terribles y extraños que las inverosímiles historias que los centinelas contaban en torno a sus hogueras para combatir el aburrimiento.
Homero retenía en la memoria su propio plano de la red de metro, y, al lado de éste, el de Istomin valía bien poco. Habría podido cubrir de marcas y anotaciones las zonas que en el plano del jefe de estación no tenían trazo alguno escrito a mano. Pozos, áreas de mantenimiento accesibles que se habían conservado en parte, túneles secundarios que enlazaban con los principales como finas hebras de telaraña. Así, por ejemplo, su plano registraba una bifurcación entre la Chertanovskaya y la Yuzhnaya, una estación más hacia el sur. Iba a parar a las gigantescas fauces de las cocheras de Varshavskoye, surcadas por docenas de vías de estacionamiento semejantes a venillas. Homero sentía un temor reverencial por los trenes, y veía las cocheras como un lugar tenebroso, y al mismo tiempo mágico, como una especie de cementerio de elefantes. Podía pasarse horas y horas hablando sobre ello, siempre que encontrara a alguien dispuesto a escuchar.
Homero consideraba que el trecho entre la Sevastopolskaya y la Nakhimovsky Prospekt era especialmente difícil. Las medidas de seguridad, y el sentido común, exigían que los viajeros caminaran siempre juntos, que avanzaran poco a poco, con precaución, y que no perdieran de vista las paredes y el suelo. También tenían que estar siempre atentos a lo que pudiera haber a sus espaldas, por más que las brigadas de albañiles de la Sevastopolskaya hubieran tapiado y sellado todas las aberturas y grietas del túnel.
Las mismas tinieblas que huían al paso de su linterna reaparecían luego a sus espaldas. El eco de sus pasos se quebraba en los innumerables cruces de los túneles, y en algún lugar, en la lejanía, aullaba un viento solitario, cautivo en un conducto de ventilación. Goterones, grandes y pesados, se espesaban en las juntas del techo y caían al suelo. Probablemente se componían tan sólo de agua, pero Homero prefería esquivarlos. Por si acaso. Por pura precaución.
***
En los viejos tiempos, cuando la hinchada ciudad monstruo aún vivía su vida enfebrecida, y sus infatigables habitantes no veían en la red de metro otra cosa que un medio de transporte sin alma, un jovencísimo Homero, a quien entonces todo el mundo llamaba Kolya, había recorrido sus túneles con una linterna de bolsillo y una caja metálica repleta de herramientas.
Sus accesos estaban vetados al común de los mortales. Estos últimos sólo podían entrar en unas ciento cincuenta salas marmóreas, bien lustradas para hacerlas brillar, y también en unos vagones estrechos y repletos de anuncios de colores. Aunque pudieran pasar entre dos y tres horas al día sometidos a las sacudidas de los convoyes del metro, los millones de seres humanos que los utilizaban no podían ni sospechar que tan sólo veían la décima parte de un imperio subterráneo de increíble extensión. Y para que no pudieran imaginar su verdadero tamaño, ni se preguntaran adonde podían conducir las discretas puertas y compuertas de hierro, los túneles laterales envueltos en tinieblas, los pasadizos cerrados durante meses en obras, se los despistaba con vistosos carteles, se los engañaba con eslóganes irritantes de puro estúpidos, y se los perseguía incluso por las escaleras automáticas con insípidos anuncios televisados. Ésa fue, por lo menos, la impresión que se llevó Kolya cuando empezó a conocer más de cerca con secretos de la ciudad.
El plano multicolor fijado en una pared de los vagones tenía como misión convencer a las almas curiosas de que se trataba de una instalación meramente civil. Pero, en realidad, sus líneas de alegres colores estaban entretejidas con una telaraña de túneles secretos, y de éstos crecían cual racimos de uvas, en todas las direcciones, búnkeres militares y del Gobierno. Sí, incluso algunos trechos estaban conectados a una red de catacumbas excavadas bajo la ciudad en el tiempo de los paganos.
Durante la primera juventud de Kolya, cuando su país aún era demasiado pobre para medir sus fuerzas y sus ambiciones con los demás, los búnkeres y refugios antiatómicos construidos en previsión del Juicio Final quedaron olvidados bajo gruesas capas de polvo. Pero, al mismo tiempo que el dinero, regresaron las antiguas creencias, y con ellas aparecieron también hombres de mala fe. Viejas puertas herrumbrosas, de varias toneladas de peso, se abrieron chirriando. Las provisiones de alimentos y medicinas se renovaron. Se repararon los filtros de aire y agua. Justo a tiempo.
Para Kolya, un muchacho recién llegado de otra ciudad, sin oficio ni beneficio, conseguir un empleo en el metro había sido como ingresar en una logia masónica. El, un joven estrafalario, siempre en el paro, se hizo miembro de una organización poderosa, que le pagaba generosamente sus servicios más modestos y le prometía la participación en los secretos más oscuros del orden mundial. Además, el puesto de trabajo que ofrecía el anuncio le había parecido sumamente atractivo. Sobre todo, porque a los candidatos a guardavía no se les exigía ningún requisito.
Tuvo que pasar algún tiempo antes de que entendiera, a partir de las explicaciones de sus reticentes colegas, por qué la compañía que gestionaba el metro tenía que mimar a sus colaboradores con sueldos elevados y primas por trabajos de riesgo. No, no era por los malos horarios, ni por la voluntaria renuncia a contemplar la luz del día. Los riesgos que los amenazaban eran de otro tipo.
Corrían incesantes rumores sobre fenómenos diabólicos que tenían lugar en los túneles del metro, pero Kolya, hombre escéptico donde los hubiera, no les daba crédito. Cierto día, sin embargo, un amigo suyo fue a inspeccionar un túnel sin salida y no regresó. Lo más extraño fue que no se hizo ningún esfuerzo por encontrarlo. El jefe de su unidad despachó el asunto con aire deprimido. Asimismo, desaparecieron todos los documentos que atestiguaban que aquel hombre hubiera trabajado en el metro.
Kolya, todavía joven e ingenuo, fue el único que se negó a aceptar la desaparición de su compañero. Hasta que, al fin, uno de los empleados de mayor edad se lo llevó aparte y le susurró al oído, mientras miraba sin cesar a un lado y a otro, que a su amigo se lo habían «llevado».
Entonces, Kolya comprendió que en el metro de Moscú sucedían cosas terribles. Y todo eso, mucho antes de que el Armagedón se abatiera sobre la ciudad y exterminase a toda criatura viva con su aliento abrasador.
La pérdida de su amigo y la iniciación en aquel saber prohibido habrían tenido que atemorizarlo. Debería haberse marchado, dejar ese trabajo y buscarse otro. Pero lo que había sido originalmente un matrimonio de conveniencia con la red de metro se transformó en un apasionado romance. Cuando por fin se hastió de las inacabables caminatas por los túneles, estudió para conductor de trenes y, así, obtuvo un puesto fijo en la compleja jerarquía de la Compañía de Transporte.
Cuanto más conocía aquella oculta maravilla del mundo, aquel laberinto inspirado por la nostalgia del lejano Laberinto de la Antigüedad, aquella ciudad ciclópea sin señor, aquel espejo invertido que reflejaba el mundo de la superficie en el tenebroso subsuelo de Moscú, más profundo e incondicional era el amor que le profesaba. Ese Tártaro edificado por los hombres habría sido digno de las artes poéticas de un Homero de verdad, o, por lo menos, de la grácil pluma de un Swift, y su historia habría podido impresionar a este último mucho más que la de la isla voladora de Laputa… pero el hombre que honraba en secreto a la red de metro y le cantaba torpemente era Kolya, únicamente Kolya. Nikolay Ivanovich Nikolayev. Vaya ridiculez.
No es imposible amar a la Señora de la Montaña de Cobre
[6]
, pero ¿cabe la posibilidad de amar a la montaña misma?
Y, en realidad, su amor sí halló respuesta, hasta el punto de suscitar celos. Le robó a Kolya su familia entera, pero lo salvó a él.
***
Hunter se detuvo de repente, tan de repente que Homero no tuvo tiempo de levantarse del colchón de plumas de sus recuerdos y se dio de bruces contra la espalda del brigadier. Éste, sin mediar palabra, apartó al viejo de un empujón y volvió a quedarse inmóvil. Agachó la cabeza y escuchó las profundidades del túnel con su oreja desfigurada. Igual que el ciego murciélago traza una imagen del espacio que lo rodea, Hunter parecía escuchar una frecuencia sónica inaudible para los demás.