Authors: Dmitry Glukhovsky
Bajo la Sevastopolskaya, en la Yuzhnaya, finalizaban las anotaciones. Istomin no recordaba que nadie hubiera regresado de allí. Cual raíz larga y llena de ramificaciones, la línea proseguía hacia abajo, virgen como las áreas de color blanco sobre los mapas de los conquistadores españoles que habían asaltado por primera vez las costas de las Indias Occidentales. Pero, a diferencia de éstos, los moradores de la Sevastopolskaya no tenían posibilidades de emprender una conquista. Los mayores esfuerzos de sus hombres y mujeres, debilitados por la radiación, habrían sido insuficientes.
Y por ello, las pálidas brumas de la incertidumbre envolvían ese muñón de su línea de metro olvidada por Dios, una línea que en su otra dirección conducía hacia arriba, hacia la Hansa, hacia la Humanidad. El Coronel ordenaría a los suyos, en breve, que se armaran para el combate, y no habría nadie que se negara a cumplir sus órdenes. La guerra de exterminio contra la Humanidad, que había empezado hacía más de dos décadas, no había cesado en ningún instante, por lo menos en la Sevastopolskaya y, cuando se vive un año tras otro bajo la amenaza constante de la muerte, el miedo cede ante el fatalismo y la indiferencia, y se imponen las supersticiones, los talismanes, los instintos animales. Pero ¿quién sabía lo que podía aguardarles entre la Nakhimovsky Prospekt y la Serpukhovskaya? ¿Quién sabía si podrían superar la misteriosa amenaza, y si más allá quedaría algo por lo que mereciese la pena luchar?
Istomin recordó su último viaje a la Serpukhovskaya: puestos de venta, indigentes dormidos sobre los bancos, biombos tras los que dormían y se amaban todos los que aún tenían algo. Esa estación no producía nada, no tenía invernaderos ni corrales. No: sus habitantes eran astutos y proclives al hurto. Vivían de la especulación, vendían mercancías depreciadas que habían comprado a las caravanas que no llegaban a tiempo, y prestaban a los ciudadanos de la Línea de Circunvalación algunos servicios por los que éstos, en su propia estación, habrían tenido que comparecer ante el tribunal. La Serpukhovskaya era un hongo parasitario, una excrecencia en el robusto tallo de la Hansa.
Esta última era una confederación de ricas estaciones dedicadas al comercio. Habían tenido la buena idea de bautizarla con el nombre de su modelo alemán. Era un baluarte de la civilización dentro de la red de metro, una red de metro que, por lo demás, se estaba transformando en un sumidero de pobreza y barbarie. La Hansa tenía un ejército de verdad, luz eléctrica incluso en las paradas intermedias más pobres y una hogaza de pan para todos los que conseguían el deseado sello de ciudadanía en su pasaporte. Los pasaportes con el sello de la Hansa valían una fortuna en el mercado negro, y si los guardias de la frontera descubrían uno falso mataban de inmediato a su propietario.
La Hansa debía su riqueza y su poder a la extraordinaria posición que ocupaba: la Línea de Circunvalación enlazaba el resto de líneas, ordenadas según un sistema radial, y ofrecía la posibilidad de pasar de una a otra. Tanto los comerciantes que mercadeaban con el té de la VDNKh como las dresinas que transportaban los cartuchos producidos por los armeros de la Baumanskaya depositaban su carga en la estación hanseática más cercana y regresaban luego a su hogar. Preferían vender su mercancía a un precio más bajo antes que tratar de obtener beneficios más elevados mediante largos viajes por la red de metro que fácilmente podían costarles la vida.
Podía ocurrir que la Hansa se anexionara estaciones vecinas pero, por lo general, éstas conservaban su independencia. Así se había formado un área de tolerancia en la que se realizaban todos los negocios con los que los jerarcas de la Hansa no querían tener ninguna relación oficial. Por supuesto, dichas estaciones, llamadas radiales, estaban abarrotadas de espías de la Hansa y, desde hacía tiempo, los comerciantes de la Línea de Circunvalación se habían hecho
de facto
con el control. Pero formalmente conservaban su independencia. Ése era el caso de la Serpukhovskaya.
En uno de los túneles que los enlazaban con la Tulskaya, en
aquel
día, hacía mucho tiempo, se había detenido un tren. Istomin había marcado con una cruz latina la línea que unía ambas estaciones, porque los vagones que se encontraban en el túnel estaban habitados por sectarios. Habían transformado el tren sin vida en una especie de villa, aislada en medio de un negro desierto. Istomin no tenía nada contra los sectarios. Éstos enviaban a sus misioneros a las estaciones circundantes en busca de almas perdidas, pero los perros pastores de Dios no llegaban nunca hasta la Sevastopolskaya, ni molestaban de ninguna manera a los viajeros que transitaban por su túnel, salvo con los sermones con los que trataban de convertirlos. Las caravanas de esa zona empleaban con sumo gusto el túnel limpio y vacío que enlazaba la Tulskaya con la Serpukhovskaya.
Una vez más, Istomin recorrió la línea con su único ojo. ¿La Tulskaya? El correspondiente asentamiento mostraba los primeros signos de abandono. Sus habitantes vivían de las migajas que les dejaban los convoyes de la Sevastopolskaya que pasaban por allí y los astutos mercaderes de la Serpukhovskaya. Algunos de ellos se mantenían con la reparación de todo tipo de motores, y otros buscaban trabajos ocasionales en las fronteras de la Hansa. Se pasaban el día sentados en sus inmediaciones, hasta que se les presentaba algún capataz con maneras de traficante de esclavos. «Ellos también son pobres —pensaba Istomin—, pero por lo menos no tienen esa mirada de timador de los de la Serpukhovskaya, y en su estación impera el orden. El peligro une.»
La siguiente estación era la Nagatinskaya. Sobre el plano de Istomin, un breve trazo indicaba que estaba deshabitada. Pero se trataba de una verdad a medias: ciertamente, hacía mucho tiempo que nadie se instalaba en la estación, pero todo tipo de chusma la frecuentaba. Vivían una vida caótica, medio animal. En la absoluta oscuridad que reinaba allí, las parejas se abrazaban al abrigo de miradas extrañas. Sólo muy de vez en cuando, alguien encendía una hoguera entre las columnas y alumbraba las sombras de personajes siniestros que celebraban allí secretos conciliábulos.
Pero, durante la noche, sólo se quedaban en ella los individuos más desprevenidos, o audaces en extremo, porque no todos los visitantes que llegaban a la estación eran humanos. En la oscuridad susurrante, gelatinosa, que reinaba en la Nagatinskaya, se podían distinguir, si se miraba bien, siluetas horrorosas de verdad. Y, de vez en cuando, un chillido perforaba las tinieblas e inspiraba —por lo menos durante un rato— un miedo atroz entre el resto de indigentes. Alguna especie de criatura había arrastrado a un pobre desgraciado hasta su cueva para, una vez allí, devorarlo sin prisas.
Los vagabundos no se aventuraban más allá de la Nagatinskaya. El trecho que la separaba de las instalaciones defensivas de la Sevastopolskaya se había transformado en una especie de tierra de nadie. Este último concepto no podía emplearse sin matices, porque las dos estaciones que había entre ambas se hallaban bajo el control de ciertas criaturas. Sin embargo, los destacamentos de exploradores de la Sevastopolskaya hacían todo lo posible por no cruzarse con ellas.
***
A primera vista, la Sevastopolskaya habría parecido deshabitada. En el andén no había tiendas de campaña militares como las que servían de vivienda a los humanos en la mayoría de las estaciones. En vez de éstas, había montones de sacos de arena, que a la luz mortecina de las lámparas se asemejaban a oscuros hormigueros. Pero los puestos de combate estaban desiertos, y las sobrias columnas de planta angular habían quedado cubiertas por una gruesa capa de polvo. Todo estaba dispuesto para que los visitantes no deseados creyeran que la estación llevaba mucho tiempo desierta.
Pero si el intruso tenía la ocurrencia de quedarse un rato por allí, corría el riesgo de quedarse para siempre. Porque los soldados con ametralladoras y los francotiradores que cumplían servicio en la vecina Kakhovskaya durante las veinticuatro horas del día ocuparían las instalaciones de defensa en escasos segundos, y los reflectores de mercurio sustituirían a las lámparas de baja intensidad y abrasarían las retinas de los intrusos -—hombres o monstruos— que no estuvieran habituados a su fulgor.
El andén era la última, y muy bien planificada línea de defensa de la Sevastopolskaya. Los habitáculos se hallaban en el vientre de la engañosa estación: bajo el andén. Bajo las grandes baldosas de granito, oculto a ojos extraños, se encontraba un segundo espacio, no más estrecho que el propio andén, pero dividido en un gran número de celdas. Dentro de éstas había viviendas con buena iluminación, sin humedad, cálidas, con filtros de aire e instalaciones de purificación de agua que murmuraban sin cesar, invernaderos hidropónicos… los habitantes de la estación se sentían seguros tan sólo cuando se refugiaban en un subsuelo aún más profundo.
***
Homero sabía muy bien que la batalla de verdad no le aguardaba en el túnel, sino en la estación. Recorrió el pasillo en el que se alineaban las puertas entrecerradas de las antiguas instalaciones auxiliares donde vivían las familias de la Sevastopolskaya. Caminaba cada vez más despacio. En realidad, aún tenía que pensar su táctica, estudiarse sus respuestas. Pero el tiempo se le escurría entre las manos.
—¿Y tú qué quieres que haga? Una orden es una orden. Sabes muy bien cuál es la situación. A mí no me han preguntado lo que quería hacer. No te me pongas así… ¡no seas ridícula! No, no les he plantado cara. ¿Que si podía negarme? No, eso sería inaceptable. Sería deserción, ¿lo entiendes?
Ésas eran las palabras que iba murmurando, a veces en tono resuelto y colérico, a veces afable y suplicante.
Al llegar a la puerta de su habitáculo, repitió la perorata entera. La escena era inevitable, pero no pensaba arrugarse. Fingió una mirada lúgubre y tiró del picaporte. Estaba a punto para la pelea.
Dos de los nueve metros cuadrados y medio —un lujo que había esperado durante cuatro años mientras vivía en una tienda— estaban ocupados por una litera del Ejército Rojo, otro por una mesa cubierta con un bonito mantel y otros tres por un gigantesco montón de periódicos que llegaba hasta el techo. Si hubiera estado soltero, la montaña lo habría enterrado ya. Pero quince años antes había conocido a Helena. La mujer no se limitaba a soportar la presencia de los periódicos viejos y polvorientos dentro de la minúscula vivienda, sino que tenía la costumbre de ordenarlos con gran cuidado, y con ello impedía que el hogar se transformara en una Pompeya sepultada bajo el papel.
Era mucho lo que tenía que soportar. Un inacabable número de recortes de periódico alarmistas, con títulos como «La carrera armamentística se intensifica», «Los estadounidenses prueban un nuevo escudo antimisiles», «Nuestra defensa nuclear se refuerza», «Misiles antibalísticos por la paz», «Se agota la paciencia», empapelaban las paredes de la pequeña habitación. Y luego estaba el turno de noche que puntualmente cumplía su hombre frente a un montón de cuadernos escolares, con un bolígrafo deshecho a mordiscos en la mano, bajo la luz eléctrica. Tenían tanto papel en casa que no podían encender ni una vela. Por no hablar del apodo que le habían puesto a su marido para broma y burla; que éste llevaba con orgullo, pero que los otros pronunciaban con una sonrisa de desprecio.
Sí, la mujer soportaba muchas cosas, pero no todas. No soportaba los entusiasmos juveniles de su hombre, que siempre lo arrastraban al centro del huracán, aunque sólo fuera para ver lo que encontraría allí. ¡Con casi sesenta años! Ni la ligereza con la que aceptaba todas las misiones que le proponían sus superiores, sin pensar que en una de las últimas expediciones había estado a punto de no volver.
Por no pensar en lo que le sucedería a ella si perdía a su hombre y se veía obligada de nuevo a vivir sola.
Todas las semanas, cuando Homero se marchaba para cumplir su turno de guardia, su mujer evitaba quedarse en casa. Se iba con los vecinos para distraerse de sus aprensiones, o se unía a un turno de trabajo, aunque no le correspondiera. Todo le valía con tal de evadirse, con tal de olvidar durante un rato que el cuerpo de su hombre podía hallarse en ese mismo instante sobre las vías, frío y sin vida. La serenidad, típicamente masculina, con que éste afrontaba la muerte, le parecía a ella estúpida, egoísta y criminal.
El azar quiso que la mujer hubiera vuelto a casa para cambiarse después del trabajo. Estaba metiendo el brazo por la manga de una chaqueta de punto remendada. Se quedó quieta sin acabar de ponérsela. Sus cabellos negros, entremezclados con canas —aún no había cumplido los cincuenta—, estaban desgreñados y en sus ojos de color azul pálido brillaba el miedo.
—Kolya… ¿ha sucedido algo? ¿No tenías que estar de servicio hasta más tarde?
En un primer momento, Homero no tuvo fuerzas para entrar. Sí, desde luego, en aquella ocasión eran otros quienes habían decidido por él. Podía decir con la conciencia tranquila que lo habían obligado. Pero dudó. ¿No sería mejor tranquilizarla y luego explicárselo todo durante la cena, como si la cosa hubiera carecido de importancia?
—Sólo te pido una cosa: que no me mientas —le advirtió ella, al darse cuenta de que su hombre le rehuía la mirada.
—Lena… —empezó a decir Homero— tengo que contarte algo.
—¿Acaso alguien…? —La mujer preguntó de inmediato por lo más grave, lo más temible. Pero no llegó a pronunciar las palabras «ha muerto», porque tenía miedo de que se confirmaran sus más terribles presentimientos.
—¡No! No… —Homero negó con la cabeza, y añadió, como de pasada—: Es que me han eximido del servicio de vigilancia. Me mandan a la Serpukhovskaya. No será nada.
—Pero… —Lena se quedó sin aliento—. Pero eso es… ¿han vuelto los otros que…?
—Venga, todo eso son tonterías —se apresuró a decir Homero—. Allí no ocurre nada fuera de lo común. —La conversación estaba tomando un sesgo desagradable. En vez de capear el chaparrón de insultos, hacerse el héroe y aguardar el momento oportuno para la reconciliación, tendría que enfrentarse a una prueba mucho más dura.
Helena se volvió, se acercó a la mesa, cambió de lugar el salero y alisó una arruga del mantel.
—He tenido un sueño… —A la mujer se le enronqueció la voz, y tuvo que carraspear.
—Tú siempre tienes sueños.
—Éste era malo —repuso ella con obstinación. Luego, de improviso, sollozó.
—¿De qué se trataba? ¿Y qué puedo hacer yo…? Una orden es una orden —le replicó Homero, tartamudeando, y le acarició un dedo. Se dio cuenta de que todas las frases que había estado preparando no le servirían de nada.