Metro 2034 (36 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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—¡Sádico! ¿Sabes lo que estás haciendo? Lo que tienes delante son seres humanos con vida. ¡No somos zombies!

—Nueve. —La voz del comandante había perdido firmeza. Parecía casi un susurro.

—¡Dejadnos marchar! —gritó con todas sus fuerzas el enfermo, y tendió los brazos hacia el comandante. Como si ése hubiera sido su líder, la masa se agitó y trató de avanzar en la dirección que había señalado.

—¡Fuego!

***

En cuanto Leonid tuvo el instrumento en los labios, todo el mundo empezó a congregarse a su alrededor. Tan sólo con oír las primeras notas, dubitativas, aún poco claras, las gentes sonrieron, aplaudieron de buena gana, y cuando el sonido de la flauta se oyó con más fuerza, sus rostros empezaron a transformarse. Parecía como si se hubiera desprendido de ellos toda la suciedad.

En esta ocasión, Sasha ocupaba un lugar especial: al lado del músico. Docenas de pares de ojos se habían vuelto no sólo hacia Leonid, sino que le dirigían también a ella miradas de entusiasmo. Al principio,

Sasha se sintió incómoda —no se merecía tanta atención ni agradecimiento—, pero luego la melodía la levantó de las baldosas de granito y se la llevó consigo, igual que un buen libro, o el relato de un hombre, nos arrebatan y nos lo hacen olvidar todo.

La melodía que recorría la sala era esa misma: la melodía de Leonid, la que no tenía nombre. El joven empezaba y terminaba con ella todas sus actuaciones. Al interpretarla, lograba que sus oyentes desarrugaran el entrecejo, les lavaba el polvo de sus ojos vidriosos y les encendía lucecitas en las pupilas. Sasha, que conocía la pieza, se percató de que Leonid introducía pequeñas variaciones con las que abría insospechados desarrollos, desconocidos hasta entonces, de tal modo que la tonada parecía siempre nueva. La muchacha tuvo la sensación de pasar mucho, mucho tiempo contemplando el cielo, y que, de pronto, tan sólo por unos instantes, aparecían entre las nubes blancas infinitos espacios de suave color verde.

De repente sintió como un pinchazo. Se sobresaltó, recobró la conciencia de estar en tierra y miró temerosa en derredor. Sí, era él: una cabeza más grande que las del resto del público, bastante atrás entre los espectadores, con la barbilla levantada… Hunter.

Clavaba en ella su mirada áspera y severa, y si por unos segundos la apartaba era para atravesar con ella al músico. Éste no le prestaba atención al calvo. Aunque algo lo molestara en el curso de su interpretación, nunca lo demostraba.

Era extraño: Hunter no se marchaba, ni tampoco hacía ningún intento de llevarse a la muchacha ni de interrumpir el concierto. Esperó a que los ecos de las últimas notas se hubieran extinguido para darse la vuelta e irse. Al instante, Sasha dejó a Leonid y se abrió paso entre el gentío para darle alcance.

Hunter se había detenido no muy lejos de allí, frente a un banco en el que Homero estaba sentado con la cabeza gacha.

—Lo has oído todo —le dijo el brigadier con voz ronca—. Yo voy a seguir adelante. ¿Me acompañas?

—¿Adónde? —El viejo, fatigado, sonrió a la muchacha—. Ella está al corriente.

Hunter escudriñó una vez más a Sasha con su mirada penetrante, luego asintió sin decir palabra y se volvió de nuevo hacia el viejo.

—No muy lejos de aquí. —Hizo un movimiento con la cabeza—. Pero no… no quiero ir solo.

—Llévame a mí —le gritó Sasha, decidida.

El calvo suspiró con fuerza, cerró los puños y los volvió a abrir.

—Gracias por el cuchillo —le dijo por fin—. Me ha resultado útil.

La muchacha retrocedió, herida. Pero, al instante, recobró el dominio sobre sí misma y le contestó:

—Tú decides lo que haces con el cuchillo.

—No, no pude elegir.

La joven se mordió el labio y arrugó la frente.

—Ahora sí puedes.

—No, ahora tampoco puedo. Si sabes lo que ocurre, tienes que comprenderme. Si de verdad…

—¿Qué tengo que comprender?

—La importancia de que llegue hasta la Tulskaya. Es importante para mí. Cuanto antes…

Sasha observó que las manos le temblaban levemente, y que la mancha oscura del hombro se había hecho más grande. Temía a aquel hombre, pero aún temía más
por
él.

—No lo hagas —le dijo con tono suave.

—Eso es imposible —le respondió bruscamente el brigadier—. No importa quién lo haga. ¿Por qué no voy a hacerlo yo?

—Porque si lo haces te destruirás a ti mismo. —Sasha se le acercó y le acarició la mano con cierta prevención.

Hunter se apartó violentamente, como si la muchacha lo hubiera mordido.

—Debo hacerlo. Los hombres que están al mando de este lugar son unos cobardes. Si no me decido de una vez, toda la red de metro perecerá.

—Pero ¿y si existiera otra posibilidad? ¿Un antídoto? ¿Y si… ya no tuvieras que hacerlo?

—¿Cuántas veces tendré que decirlo? ¡No existe ningún antídoto contra esa fiebre! ¿Acaso crees que, si lo hubiera… si lo hubiera…?

—¿Qué harías entonces? —Sasha no le dejó terminar.

—¡No puedo hacer otra cosa! —El brigadier le apartó la mano a la muchacha—. ¡Vamos! —le dijo a Homero.

—¿Por qué no quieres llevarme? —le gritó Sasha.

Hunter le respondió en voz baja, casi en un susurro, para que nadie lo oyera:

—Tengo miedo.

Dio media vuelta y se marchó. Al pasar al lado de Homero, le murmuró que dentro de diez minutos se pondrían en marcha.

—¿Hay alguien que tenga fiebre? —oyeron de repente a sus espaldas.

—¿Qué? —Sasha se dio la vuelta y tropezó con Leonid.

El músico sonreía con aires de inocencia.

—Si no me equivoco, hace un momento hablabais sobre unas fiebres.

—Nos has oído mal. —La muchacha no tenía ganas de discutir con él.

—Y se me ha ocurrido que tal vez haya algo de cierto en los rumores que corren —dijo el músico, pensativo, como si hablara consigo mismo.

Sasha arrugó la frente.

—¿Qué clase de rumores?

—Se dice que la Serpukhovskaya está en cuarentena. Por culpa de esa enfermedad aparentemente incurable. Una epidemia… —Leonid la miraba con gran atención, observaba todos los movimientos de sus labios, de sus cejas.

La muchacha se ruborizó.

—¿Cuánto rato llevas escuchándonos?

El joven abrió ambos brazos.

—No lo hago nunca a propósito. Pero es que tengo oído musical.

—Es amigo mío —le explicó Sasha, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Hunter.

—Estupendo —le respondió Leonid en tono vago.

—¿Por qué has dicho «aparentemente incurable»?

—¡Sasha! —Homero se había levantado y miraba con desconfianza a Leonid—. ¿Podemos hablar un momento? Tenemos que decidir lo que haremos ahora…

—¿Nos permitirá que antes hablemos nosotros un momento? —El joven sonrió al viejo con cortesía, se apartó de él y le indicó con un gesto a la muchacha que lo siguiera.

Sasha lo siguió, no muy decidida. Presentía que su combate con el calvo aún no había terminado. Si insistía, Hunter no se atrevería a rechazarla de nuevo. Entonces podría ayudarle, aunque aún no tuviera ni idea de cómo hacerlo.

Leonid agachó la cabeza y le susurró:

—Podría ser que yo hubiera oído hablar de esa epidemia mucho antes que tú, ¿sabes? Tal vez esa enfermedad no haya aparecido ahora por primera vez. Y también es posible que existan unas pastillas mágicas capaces de curarla.

La miró a los ojos.

—Pero Hunter dice que no existe ningún antídoto —farfulló Sasha—. Que tiene que…

—¿…matarlos a todos?
¿Él?
Es decir, ¿tu estupendo amigo? No me sorprende. Seguro que ha estudiado medicina.

—¿Me estás diciendo…?

—Te estoy diciendo —el músico le puso una mano sobre el hombro a Sasha, se inclinó hacia ella y le susurró al oído—: que esa enfermedad se puede curar. Sí, existe un antídoto.

15
DE DOS EN DOS

El viejo carraspeó, malhumorado, y dio un paso hacia la muchacha.

—¡Sasha! ¡Tengo que hablar contigo!

Leonid le guiñó el ojo a Sasha, se apartó de ella, se la cedió a Homero con un gesto de falsa humildad y se alejó. Pero Sasha no podía pensar ya en nada más. Mientras el viejo trataba de persuadirla de que aún podían hacer que Hunter cambiara de opinión, le hacía propuestas y trataba de convencerla a fuerza de juramentos, la muchacha volvía la cabeza hacia el músico. Éste no respondió a sus miradas, pero una sonrisa fugaz le afloró a los labios y le confirmó a Sasha que el muchacho no los perdía de vista. La joven asintió y le explicó a Homero que sólo quería hablar un minuto a solas con Leonid, y que después estaría dispuesta a lo que fuera. Tenía que averiguar qué sabía el joven. Tenía que convencerse de que realmente existía un antídoto.

—Vuelvo en seguida —dijo, interrumpiendo al viejo a media palabra. Se apartó de él y fue con Leonid.

—Entonces, ¿quieres saber la continuación? —le dijo éste.

—¡Pues claro que sí! —A la joven no le quedaban ganas de jugar—. ¿Cómo se cura?

—Ésa es la parte complicada de la cuestión. Sé que la enfermedad se puede curar. Conozco personas que la han derrotado. Y puedo llevarte con ellas.

—Pero tú habías dicho que sabías luchar contra ella…

Leonid se encogió de hombros.

—Me has entendido mal. ¿Cómo quieres que lo haga yo? No soy más que un flautista. Un músico ambulante.

—¿Quiénes son esas personas?

—Si estás interesada, puedo presentártelas. Pero tendremos que dar un paseo para ir a verlas.

—¿En qué estación se encuentran?

—No muy lejos de aquí. Tú misma puedes comprobarlo. Si quieres.

—No te creo.

—Pero te gustaría creerme. Y como yo tampoco confío del todo en ti, no puedo contártelo todo.

A Sasha se le ensombreció la mirada.

—¿Por qué quieres que vaya contigo?

—¿Yo? —Leonid negó con la cabeza—. A mí eso me da igual. Tú sí quieres. Yo no estoy obligado a salvar a nadie… no podría hacerlo. De esta manera, por lo menos, no.

La muchacha dudó, y luego le preguntó:

—¿Me prometes que me vas a llevar con esas personas? ¿Me prometes que podrán ayudarnos?

—Te llevaré con ellas —le respondió Leonid con voz firme.

El irritado Homero intervino una vez más:

—Bueno, Sasha, ¿qué piensas hacer?

—No voy contigo. —La joven se ajustó el mono y se volvió hacia el músico—. El dice que existe un antídoto.

—Es mentira —le replicó Homero con voz insegura.

—Parece que usted entiende de virus mucho más que yo. —Leonid se esforzaba por hablarle en un tono respetuoso—. ¿Ha realizado investigaciones en ese campo? ¿O tiene algún tipo de experiencia directa? ¿Piensa también que una masacre será la mejor manera de frenar la infección?

—¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó el viejo, desconcertado, y se volvió hacia Sasha—. ¿Es que acaso le has…?

—Y por ahí viene el jefe del equipo médico. —El músico se había dado cuenta de que Hunter se acercaba y, por seguridad, dio un paso en la dirección contraria—. El equipo de primeros auxilios ya está al completo, yo puedo marcharme.

—Espera —le ordenó la muchacha.

—¡Es mentira! —le susurró Homero a Sasha—. Sólo quiere que vayas con él para… y, aunque dijera la verdad, ya no os quedaría tiempo para hacer nada. Hunter habrá regresado con refuerzos en un máximo de veinticuatro horas. Si te quedas con nosotros, tal vez puedas hacerle cambiar de opinión. Y ese…

—Yo no puedo hacer nada —le respondió tristemente Sasha—. No lograré detenerlo. Lo intuyo. Sólo me queda una posibilidad: ofrecerle una solución alternativa. Tengo que hacerle dudar…

—¿Dudar? —El sorprendido Homero enarcó las cejas.

—Me bastará con menos de veinticuatro horas —dijo la joven, y se marchó.

***

¿Por qué la había dejado marchar?

¿Por qué había mostrado tanta debilidad y había permitido que un vagabundo loco se llevara a su heroína, su musa, su hija? Cuanto más pensaba el viejo en Leonid, menos le gustaba. En los grandes ojos verdes del músico centelleaban miradas de avidez, y, cuando creía que nadie lo miraba, afloraban a su rostro de ángel sombras oscuras…

¿Qué quería de ella? En el mejor de los casos, aquel adorador de la belleza clavaría la inocencia de Sasha en un alfiler para conservarla muerta y seca en su álbum de poesías. El fugaz encanto de su juventud —un encanto que no se podía reproducir, y menos aún fotografiar— se le escaparía como el polen de una flor. La propia muchacha, engañada y utilizada, se liberaría de él y huiría, pero tardaría mucho tiempo en dejarlo atrás y en olvidar la traición de aquel cachorro de Satán.

Entonces, ¿por qué la había dejado marchar?

Por cobardía. Porque Homero no sólo había evitado toda discusión con Hunter, sino que tampoco se había visto capaz de plantearle las cuestiones que de verdad lo inquietaban. Sasha estaba enamorada, y por ello su atrevimiento y su insensatez eran disculpables. Pero ¿era de esperar que Hunter tratara al viejo con la misma indulgencia?

Homero aún lo llamaba «brigadier», por costumbre, pero también porque esa denominación lo tranquilizaba: le servía para anular lo que había de temible y extraordinario en él. Al fin y al cabo, no era más que el suboficial del puesto de vigilancia septentrional de la Sevastopolskaya… pero ¡no! El hombre que caminaba junto a Homero por el túnel no era el mismo mercenario misántropo de antes. El viejo empezaba a entender que su compañero estaba experimentando una transformación. Le sucedía algo terrible. Habría sido estúpido no querer verlo, y tampoco habría tenido ningún sentido tratar de convencerse de lo contrario.

Una vez más, Hunter se llevaba consigo al viejo. ¿Quizá para mostrarle el sangriento final del drama? No iba a aniquilar tan sólo a la Tulskaya, sino también a los sectarios que se escondían en el túnel, y también a la Serpukhovskaya, tanto a sus habitantes como a los soldados de la Hansa que estaban estacionados allí. Y todo ello porque tal vez unos pocos se hubieran contagiado.

Yquizá le aguardara el mismo destino a la Sevastopolskaya.

El brigadier no necesitaba ya ningún motivo para matar. Le bastaba con encontrar una ocasión.

Homero no se hallaba en posición de hacer nada más que correr detrás de Hunter y, como en una pesadilla, contemplar todos sus crímenes y consignarlos. Se justificaba a sí mismo con el pensamiento de que lo hacía por la salvación de todos los demás. Trataba de convencerse de que era un mal menor. Pero el implacable brigadier le parecía un Moloc, y el desaliento de Homero era demasiado grande para luchar contra el destino.

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