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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (14 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Pero mi nostalgia era muy grande. El Portuga debía de extrañarme, y si él hubiera sabido realmente dónde vivía hasta habría sido capaz de venir a buscarme. Hacía falta a mi oído, a la ternura de mi oído, aquella manera de hablar medio grave y llena de “tú”. Doña Cecilia Paim me había dicho que para que uno pudiera tratar a otros de “tú” tenía que saber mucha gramática. También le estaba haciendo falta a la nostalgia de mis ojos su rostro moreno, sus ropas oscuras siempre impecables, el cuello de la camisa duro, como si acabara de salir del cajón, su chaleco a cuadros, hasta sus gemelos dorados en forma de ancla.

Pero pronto, pronto estaría bien. Las heridas de los chicos cicatrizan en seguida y mucho antes de lo que decía esa frase que acostumbraban citar: “Cuando se case, sanará”.

Esa noche papá no había salido. No había nadie en casa, salvo Luis, que ya dormía. Mamá debería de estar llegando del centro. Algunas veces hacía guardia en el Molino Inglés y la veíamos los domingos.

Yo había resuelto quedarme cerca de papá porque así no haría ninguna travesura. Él estaba sentado en su sillón hamaca y miraba vagamente la pared. Su cara siempre con barba. Su camisa no siempre muy limpia. Seguro que no había salido a jugar con los amigos porque no tenía dinero. Pobre papá, debía ser triste saber que era mamá la que trabajaba para ayudar a mantener la casa. Lalá ya había entrado a la Fábrica. Debía de ser duro ir a buscar un montón de empleos y volver desanimado siempre por la misma respuesta: “Precisamos una persona más joven”…

Sentado en el umbral de la puerta, yo contaba las lagartijas blancuzcas de la pared y desviaba la vista para mirar a papá.

Solamente en aquella mañana de Navidad lo había visto tan triste. Necesitaba hacer alguna cosa por él. ¿Y si cantara? Podría cantar bien bajito, y eso seguramente que lo iba a mejorar. Repasé en la cabeza mi repertorio y me acordé de la última canción que aprendiera con don Ariovaldo. El tango; el tango era una de las cosas más bonitas que yo escuchara. Comencé bajito:

Yo quiero una mujer desnuda,
Bien desnuda la quiero tener…
De noche al claro de Luna
Quiero el cuerpo de esa mujer…

—¡Zezé!

—Sí, papá.

Me levanté rápidamente. A papá le debía de estar gustando mucho y querría que fuera a cantarla más cerca.

—¿Qué estás cantando?

Repetí.

Yo quiero una mujer desnuda…

—¿Quién te enseñó esa canción?

Sus ojos habían adquirido un brillo pesado, como si fuera a volverse loco.

—Fue don Ariovaldo.

—Ya dije que no quería que anduvieras en su compañía.

Él no me había dicho nada. Creo que ni siquiera sabía que trabajaba de ayudante de cantor.

—Repite de nuevo la canción

—Es un tango de moda.

Yo quiero una mujer desnuda…

Estalló una bofetada en mi cara.

—Canta de nuevo.

Yo quiero una mujer desnuda…

Otra bofetada, otra, y otra más. Las lágrimas, sin querer, saltaban de mis ojos.

—Vamos, continúa cantando.

Yo quiero una mujer desnuda…

Mi rostro casi no se podía mover, era arrojado a uno y otro lado. Mis ojos se abrían y volvían a cerrarse bajo el impacto de las bofetadas. No sabía si tenía que parar o que obedecer… Pero en mi dolor había resuelto una cosa. Sería la última paliza que soportaría; la última, aunque para eso tuviera que morir.

Cuando paró un poco y mandó que cantara, no canté. Lo miré con un desprecio enorme y le dije:

—¡Asesino!… Mátame de una vez. La cárcel está ahí para vengarme.

Loco de furia, entonces se levantó del sillón hamaca. Se desabotonó el cinto. Aquel cinto que tenía dos hebillas de metal y comenzó a insultarme, apoplético; llamándome perro, porquería, inútil, vagabundo, si ésa era la forma de hablarle al padre…

El cinto silbaba con una fuerza terrible sobre mí. Parecía que tenía mil dedos que me acertaban en cualquier parte del cuerpo. Y me fui cayendo, encogiéndome en un rinconcito de la pared. Estaba seguro de que me iba a matar. Aún pude escuchar la voz de Gloria, que entraba para salvarme. Gloria, la única de pelo rubio, como yo. Gloria, a la que nadie tocaba. Sujetó la mano de papá y paró el golpe.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Por amor de Dios, pégame a mí, pero no le pegues más a esta criatura!

Arrojó el cinto sobre la mesa y se pasó las manos por el rostro. Lloraba por él y por mí.

—Perdí la cabeza. Pensé que se estaba burlando de mí, que me faltaba al respeto.

Al levantarme Gloria del suelo, me desmayé. Cuando volví a darme cuenta de las cosas, ardía en fiebre. Mamá y Gloria estaban a mi cabecera y me decían cosas cariñosas. En el comedor se notaba el ir y venir de mucha gente; hasta Dindinha había sido llamada. A cada movimiento me dolía todo. Después supe que querían llamar al médico, pero no se atrevían.

Gloria me trajo un caldo que había hecho y trató de darme algunas cucharadas. Mal podía respirar y menos tragar. Quedaba en una somnolencia endiablada y cuando me despertaba el dolor iba disminuyendo. Pero mamá y Gloria continuaban velándome. Mamá pasó la noche conmigo y solamente bien de madrugada se levantó para prepararse. Tenía que ir a trabajar. Cuando vino a despedirse de mí, me tomé de su cuello.

—No va a ser nada, hijito. Mañana ya estarás bien…

—Mamá…

Le hablé bajito, haciendo la peor acusación de mi vida.

—Mamá, yo no debía de haber nacido. Debía haber sido como mi globo…

Me acarició tristemente la cabeza.

—Todo el mundo debe haber nacido así, como nació. Tú también. Solo que a veces, Zezé, eres demasiado atrevido…

Capítulo 5

Suave y extraño pedido

Se necesitó una semana para que me recuperase del todo. Mi desánimo no provenía de los dolores ni de los golpes. Aunque es verdad que en casa comenzaron a tratarme tan bien que era como para desconfiar. Pero algo faltaba. Algo importante que me hiciese volver a ser el mismo, tal vez a creer en las personas, en la bondad de ellas. Me quedaba quietecito, sin ganas de nada, sentado casi siempre cerca de Minguito, mirando la vida, perdido en un desinterés por todo. Nada de conversar con él ni de escuchar sus historias. Lo más que sucedía era dejar a mi hermanito que se quedara cerca. Hacer trencitos del Pan de Azúcar con los botones, que él adoraba, y dejarlo subir y bajar los cien trencitos todo el día. Lo miraba con una ternura inmensa, porque cuando era criatura como él también me gustaba eso…

Gloria estaba muy preocupada con mi silencio. Ella misma me traía mi montaña de figuritas, mi bolsa con bolitas, y a veces yo ni jugaba. No tenía ganas de ir al cine ni de salir a lustrar zapatos. La verdad es que no conseguía dejar de estirar mi dolor de adentro. De bichito golpeado malvadamente, sin saber por qué…

Gloria preguntaba por mi mundo de fantasías.

—No están; se fueron lejos…

Por supuesto que me refería a Fred Thompson y a los otros amigos.

Pero ella nada sabía de la revolución que se realizaba dentro de mí. Lo que había resuelto. Iba a cambiar de películas. ¡No más películas de cowboys, ni de indios ni de nada! De ahora en adelante solo iría a ver películas de amor, como las llamaban los grandes. Con muchos besos, muchos abrazos y donde todo el mundo se quisiera. Ya que solamente servía para recibir golpes, por lo menos podría ver a otros quererse.

Llegó el día en que ya podía ir a la escuela. Pero no fui a ella. Sabía que el Portuga había pasado una semana esperando con “nuestro” coche, y naturalmente solo volvería a esperarme cuando le avisara. Debía de estar muy preocupado con mi ausencia. Aunque me supiera enfermo no vendría a verme. Nos habíamos dado palabra, habíamos hecho un pacto de muerte con nuestro secreto. Nadie, solo Dios, debería conocer nuestra amistad.

Junto a la confitería, frente a la Estación, estaba el coche, tan lindo, detenido. Nació el primer rayo de sol de alegría. Mi corazón se adelantó a mí cabalgando sobre mi nostalgia. ¡Iba a ver a mi amigo!

Pero en ese momento una fuerte pitada me dejó todo tembloroso, al sonar en la entrada de la Estación. Era el Mangaratiba. Violento, orgulloso, dueño de todos los rieles. Pasó volando, haciendo zangolotear los vagones. Las personas miraban desde las ventanitas. Todos los que viajaban eran felices. Cuando era más chico me gustaba quedarme viendo pasar al Mangaratiba, y decir adiós a los pasajeros hasta no terminar nunca. Hasta que el tren desaparecía en el horizonte. Hoy quien pasaba por algo semejante era Luis.

Lo busqué entre las mesas de la confitería y allí estaba. En la última mesa, para poder ver a los clientes que llegaban. Se hallaba de espaldas, sin saco y con el lindo chaleco de cuadros, dejando escapar las mangas blancas de la camisa limpia.

Me fue dominando una debilidad tan grande que apenas conseguí llegar cerca de sus espaldas. Quien dio la alarma fue don Ladislao:

—¡Portuga, mira quién está ahí!

Se dio vuelta despacio y su rostro se abrió en una sonrisa de felicidad. Abrió los brazos y me apretó largamente.

—Mi corazón estaba diciéndome que vendrías hoy.

Después me miró un cierto tiempo.

—Entonces, fugitivo, ¿dónde estuviste todo este tiempo?

—Estuve muy enfermo.

Empujó una silla.

—Siéntate.

Chasqueó con los dedos, llamando al mozo, que ya sabía lo que me gustaba. Pero cuando trajo el refresco y las galletas, ni los toqué. Apoyé la cabeza sobre los brazos y así me quedé, sintiéndome débil y triste.

—¿No quieres?

Como no respondiera, el Portuga levantó mi cara. Me mordía los labios con fuerza y mis ojos estaban inundados.

—Pero ¿qué es eso, muchacho? Cuéntale a tu amigo…

—No puedo. Aquí no puedo…

Don Ladislao estaba balanceando la cabeza negativamente, como si no comprendiera nada. Resolví decir algo:

—Portuga, ¿es verdad que el coche todavía es “nuestro” coche?

—Sí, ¿todavía tienes dudas?

—¿Serías capaz de llevarme a dar un paseo? Se asustó con el pedido.

—Si quieres, vamos ya.

Como viese que mis ojos estaban todavía más mojados, me tomó por el brazo, me llevó hasta el auto y me sentó sin necesitar abrir la puerta.

Volvió para pagar el gasto y escuché que conversaba con don Ladislao y otros.

—Nadie entiende a esta criatura en su casa. Nunca vi un niño con tanta sensibilidad.

—Cuenta la verdad, Portuga. A ti te gusta mucho este diablillo.

—Mucho más de lo que te imaginas. Es un chiquilín maravilloso e inteligente.

Fue hasta el coche y se sentó.

—¿Adonde quieres ir?

—Solamente salir de aquí. Podríamos ir hasta el camino de Murundu. Es cerca y no se gasta mucha gasolina.

Se rió.

—¿No eres demasiado niño para entender esos problemas de los grandes?

Allá en casa la pobreza era tanta que desde muy temprano uno aprendía eso de no gastar en cualquier cosa. Todo costaba dinero. Todo era caro.

Durante el pequeño viaje, no dijo nada. Dejaba que recuperara. Pero cuando todo se fue perdiendo y el camino iba trasformándose en una maravilla de verdes pastos, paró el coche, me miró y sonrió con esa bondad que colmaba lo que faltaba de bondad en el resto del mundo.

—Portuga, mírame la cara. Cara no, hocico. En casa dicen que yo tengo hocico, porque no soy gente sino bicho; soy indio Pinagé e hijo del diablo.

—Prefiero mirar tu cara.

—Pero mírame bien. Mira cómo todavía estoy hinchado de tantas palizas.

Los ojos del portugués adquirieron una expresión de inquietud y de pena.

—Pero, ¿por qué te hicieron eso?

Le fui contando todo, todo, sin exagerar una palabra. Cuando terminé, sus ojos estaban húmedos y no sabía qué hacer.

—Pero no pueden pegarle tanto a una criatura como tú. Aún no cumpliste los seis años. ¡Virgen mía de Fátima!

—Yo sé por qué. No sirvo para nada. Soy tan malo que cuando llega la Navidad sucede que, en vez de nacer el Niño Jesús, ¡nace el Niño-Diablo!…

—Esas son tonterías. Todavía eres un angelito. Puedes ser un poco travieso…

Aquella idea fija volvió a atormentar mi mente.

—Soy tan malo que ni debería haber nacido. Le dije eso a mamá el otro día.

Por primera vez, él tartamudeó.

—No debías haber dicho eso.

—Te dije que quería hablar contigo porque lo necesitaba mucho. Yo sé que es una desgracia que papá, a su edad, no pueda conseguir trabajo; sé que eso debe doler mucho. Mamá tiene que salir de madrugada a trabajar para ayudar a mantener la casa; trabaja en los telares del Molino Inglés. Ella usa una faja porque fue a levantar una caja pesada y se le hizo una hernia. Lalá es una muchacha que hasta estudió mucho, pero tuvo que emplearse como obrera en la Fábrica… Todo eso es malo. Pero no por ello papá tenía que pegarme así. En Navidad le dije que podía pegarme tanto como quisiera, pero esta vez fue demasiado.

Me miraba a la cara, atónito.

—¡Virgen mía de Fátima! ¿Cómo una criatura así puede entender y sufrir los problemas de la gente grande? ¡Nunca vi una cosa igual!

Tragó un poco de saliva por la emoción.

—Somos amigos, ¿no es cierto? ¿Vamos a conversar de hombre a hombre? Aunque a veces me da escalofríos hablar de ciertas cosas contigo. Pues bien, creo que no debieras haberle dicho esas palabrotas a tu hermana. Por otra parte, nunca deberías decir palabrotas, ¿no?

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