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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (18 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Las cosas comenzaban a tomar su ritmo normal en la casa. Ya se escuchaban ruidos por todas partes. Mamá había vuelto a trabajar. El sillón-hamaca retornó a la habitación en donde siempre estuviera. Solamente Gloria permanecía en su puesto. Hasta que no me viese en pie no se alejaría.

—Toma este caldo, Gum. Jandira mató la gallina negra solamente para hacerte este caldito. ¡Mira qué lindo olor tiene!

Y soplaba la cuchara para enfriarlo.

“Si quieres, haz como yo, moja el pan en el café. Pero no hagas ruido al tragar. Es feo.”

—Pero, ¿qué es eso, Gum? No vas a llorar ahora porque mataron la gallina negra. Estaba vieja. Tan vieja que ya no ponía huevos…

“Tanto hiciste que acabaste por descubrir dónde vivo…”

—Yo sé que ella era la pantera negra del Jardín Zoológico, pero compraremos otra pantera negra mucho más salvaje que ésa.

“Entonces, fugitivo, ¿dónde estuviste todo este tiempo?”

—Godóia, ahora no. Si tomo voy a comenzar a vomitar.

—¿Si te lo doy más tarde, lo tomarás?

Y la frase vino a borbotones, sin que pudiera controlarme:

“Prometo que seré bueno, que no pelearé más, que no diré más palabrotas, ni siquiera traste voy a decir… Pero quiero quedarme siempre contigo…”

Me miraron apenados porque creían que estaba hablando de nuevo con Minguito.

***

Al comienzo era apenas un rozar suave en la ventana, pero después se convirtió en golpes. Una voz venía del lado de afuera, bien baja:

—¡Zezé!…

Me levanté y apoyé la cabeza en la madera de ventana.

—¿Quién es?

—Yo. Abre.

Empujé la manija sin hacer ruido para no despertar a Gloria. En la oscuridad, como si fuese un milagro, brillaba todo “enjaezado” Minguito.

—¿Puedo entrar?

—Como poder, puedes. Pero no hagas ruido para que ella no se despierte.

—Te aseguro que no se despertará.

Saltó adentro de la habitación y volví a la cama.

—Mira lo que te traje. Se empeñó en venir también a visitarte.

Adelantó un brazo y vi una especie de pájaro plateado.

—No puedo ver bien, Minguito.

—Mira bien porque vas a tener una sorpresa. Lo adorné todo con plumas de plata. ¿No está lindo?

—¡Luciano! ¡Qué lindo estás! Siempre deberías estar así. Pensé que eras un halcón, ese de la historia del califa Stork.

Acaricié su cabeza, emocionado, y por primera vez sentí que era suave y que hasta a los murciélagos les gustaba la ternura.

—Pero no te diste cuenta de una cosa. Mira bien. Dio una vuelta para exhibirse.

—Estoy con las espuelas de Tom Mix, el sombrero de Ken Maynard, las dos pistolas de Fred Thompson, el cinto y las botas de Richard Talmadge. Y además de todo eso, don Ariovaldo me prestó la camisa a cuadros que tanto te gusta.

—Nunca vi nada más lindo, Minguito. ¿Cómo conseguiste juntar todo esto?

—Bastó con que supieran que estabas enfermo para que me prestaran todo.

—¡Qué lástima que no puedas quedarte vestido así para siempre!

Me quedé mirando a Minguito, preocupado por si él sabría el destino que le esperaba. Pero no dije nada.

Entonces se sentó a la orilla de la cama; sus ojos solo expandían dulzura y preocupación. Aproximó su cara a mis ojos.

—¿Qué pasa, Xururuca?

—Más Xururuca eres tú, Minguito.

—Bueno, entonces eres el Xururuquinha. ¿No puedo quererte con más cariño a veces, como tú haces conmigo?

—No hables así. El médico me prohibió llorar y emocionarme.

—Ni quiero eso. Vine porque sentía nostalgias y quiero verte de nuevo bueno y alegre. En la vida todo pasa. Tanto, que vine para llevarte a pasear. ¿Vamos?

—Estoy muy débil.

—Un poco de aire libre te va a curar. Te ayudo para que saltes por la ventana. Y salimos.

—¿Adonde vamos?

—Vamos a pasear por la parte canalizada.

—Pero no quiero ir por la calle Barón de Capanema. Nunca más voy a pasar por allí.

—Vamos por la calle de las represas, hasta el final.

Ahora Minguito se había trasformado en un caballo que volaba. En mi hombro, Luciano se equilibraba, feliz.

En el sector canalizado, Minguito me dio la mano para que mantuviera el equilibrio en los gruesos caños. Era lindo cuando había un agujero y el agua salpicaba como una fuentecita, mojándome y haciendo cosquillas en la planta de los pies. Me sentía un poco mareado, pero la alegría que Minguito me estaba proporcionando era el indicio de que ya estaba sano. Por lo menos mi corazón latía suavemente.

De repente, a lo lejos pitó un tren.

—¿Oíste, Minguito?

—Es el pito de un tren a lo lejos.

Pero un extraño ruido vino acercándose, y nuevas pitadas cortaban la soledad.

El horror me dominó por completo.

—Es él, Minguito. El Mangaratiba. El asesino. Y el ruido de las ruedas sobre las vías crecía terriblemente.

—Súbete aquí, Minguito. ¡Rápido, Minguito! Pero Minguito no conseguía guardar el equilibro sobre el caño, a causa de las brillantes espuelas.

—Súbete, Minguito, dame la mano. Quiere matarte. Quiere destrozarte. Quiere cortarte en pedazos.

Apenas Minguito se trepó en el caño, el tren malvado pasó sobre nosotros pitando y lanzando humo.

—¡Asesino!… ¡Asesino!…

Mientras tanto, el tren continuaba su marcha sobre las vías. Su voz llegaba, entrecortada de carcajadas.

—No soy culpable… No soy culpable… No soy culpable…

Todas las luces de la casa se encendieron y mi habitación fue invadida por caras semiadormecidas.

—Fue una pesadilla.

Mamá me tomó en los brazos, intentando aplastar contra su pecho mis sollozos.

—Fue un sueño, hijo… Una pesadilla.

Volví a vomitar, mientras Gloria le contaba a Lalá.

—Me desperté cuando él gritaba “asesino”… Hablaba de matar, destrozar, cortar… Mi Dios, ¿cuándo acabará todo esto?

Pero unos pocos días después acabó. Estaba condenado a vivir, vivir. Una mañana, Gloria entró, radiante. Estaba sentado en la cama y miraba la vida con una tristeza que dolía.

—Mira, Zezé.

En sus manos había una florcita blanca.

—La primera flor de Minguito. Pronto será un naranjo adulto y comenzará a dar naranjas.

Me quedé acariciando entre mis dedos la flor blanquita. No lloraría más por cualquier cosa. Aunque Minguito estuviera intentando decirme adiós con aquella flor; partía del mundo de mis sueños hacia el mundo de mi realidad y mi dolor.

—Ahora vamos a tomar un “mingauzinho”
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y dar unas vueltas por la casa, como hiciste ayer. ¡Vamos!

Entonces el rey Luis se subió a mi cama. Ahora siempre dejaban que estuviese cerca de mí. Al comienzo no querían que se impresionara.

—¡Zezé!…

—¿Qué, mi reyecito?

Y en verdad, él era el único rey. Los otros, los de oro, de copas, bastos o espadas eran apenas figuras sucias por los dedos de quienes jugaban. Y el otro, él, ni siquiera había llegado a ser realmente un rey.

—Zezé, te quiero mucho.

—Yo también quiero a mi hermanito.

—¿Quieres hoy jugar conmigo?

—Hoy juego contigo, sí. ¿Qué quieres hacer?

—Quiero ir al Jardín Zoológico, después a Europa. Después quiero ir a las selvas del Amazonas y jugar con Minguito.

—Si no estoy muy cansado haremos todo eso.

Después del café, bajo la mirada feliz de Gloria, fuimos hacia el fondo, tomados de la mano. Gloria se recostó sobre la puerta, aliviada. Antes de llegar al gallinero me di vuelta y le dije adiós con la mano. En sus ojos brillaba la felicidad, en mi extraña precocidad, adivinaba lo que pasaba en su corazón: “¡Ha vuelto a sus sueños, gracias a Dios!”.

—Zezé…

—Hum…

—¿Dónde está la pantera negra?

Era difícil recomenzar todo sin creer en nada. Tenía deseos de contarle lo que en realidad sucedía. “Tontito, nunca existió esa pantera negra. Apenas era una gallina negra y vieja, que me comí en un caldo”.

—Solo quedaron las dos leonas, Luis. La pantera negra se fue de vacaciones a la selva del Amazonas.

Era mejor conservar su ilusión lo más posible. Cuando yo era una criaturita también creía en esas cosas.

El reyecito agrandó los ojos.

—¿Allí, en esa selva?

—No tengas miedo. Se fue tan lejos que nunca más acertará el camino de vuelta.

Sonreí con amargura. La selva del Amazonas era apenas una media docena de naranjos espinosos y hostiles.

—Sabes, Luis, Zezé está muy débil; necesita regresar. Mañana jugaremos más. Al trencito del Pan de Azúcar y a todo lo que quieras.

Accedió e iniciamos lentamente el regreso. Todavía era muy pequeño para adivinar la verdad. Yo no quería llegar cerca del zanjón o del río Amazonas. No quería encontrarme con el desencanto de Minguito. Luis no sabía que aquella flor blanquita había sido nuestro adiós.

Capítulo 8

Son tantos los viejos árboles

Aún no había anochecido y la noticia había sido confirmada. Parecía que una nube de paz volvería a reinar sobre la casa y la familia.

Papá me tomó de la mano, y delante de todos me sentó en sus rodillas. Se balanceó lentamente en el sillón para que no me mareara.

—Ya pasó todo, hijo. Todo. Un día también vas a ser padre y descubrirás qué difíciles son ciertos momentos en la vida de un hombre. Parece que nada sale bien, provocando una interminable desesperación. Pero ahora, no. Papá fue nombrado gerente de la Fábrica de Santo Aleixo. Ya nunca faltará nada en tus zapatitos en la noche de Navidad.

Hizo una pausa… Tampoco él se olvidaría de aquello por el resto de su vida.

—Vamos a viajar mucho, mamá no tendrá que trabajar más, ni tus hermanos. ¿Todavía tienes la medalla del indio?

Revolví en mis bolsillos y la encontré.

—Bueno, compraré nuevamente un reloj para colocar la medalla. Un día será tuyo…

“¿Portuga, sabes lo que es carborundum?”. Y papá hablaba y hablaba siempre. Me hacía daño su rostro con barba al rozar mi cara. El olor que se escapaba de su camisa muy usada me daba escalofríos. Me fui resbalando de sus rodillas y caminé hacia la puerta de la cocina. Me senté en los escalones y contemplé el fondo, cuando morían todas las luces. Mi corazón se rebelaba sin rabia. “¿Qué quiere ese hombre que me sienta en sus rodillas?” Él no era mi padre. Mi padre había muerto. El Mangaratiba lo mató.

Papá me había seguido y vio que mis ojos se encontraban nuevamente húmedos.

Casi se arrodilló para hablar conmigo.

—No llores, hijo. Vamos a tener una casa muy grande. Un río de verdad pasa por detrás. Hay grandes árboles, y tantos, que serán todos tuyos. Podrás hacer lo que quieras, armar redes-hamacas.

No entendía. ¡No entendía! Ningún árbol podría ser tan lindo en la vida como la Reina Carlota.

—Serás el primero que elija árboles.

Miré sus pies, con los dedos que salían de sus zuecos.

Era un viejo árbol de raíces oscuras. Era un padre-árbol. Pero un árbol que yo casi no conocía.

—Y hay más. Tan pronto no van a cortar tu planta de naranja-lima. Cuando la corten estarás lejos y no sentirás nada.

Sollozando me abracé a sus rodillas.

—Ya no me interesa, papá. No me interesa… Y mirando su rostro, que también se encontraba lleno de lágrimas, murmuré como un muerto:

—Ya la cortaron, papá, hace más de una semana que cortaron mi planta de naranja-lima.

Capítulo 9

La confesión final

Los años pasaron, mi querido Manuel Valadares. Hoy tengo cuarenta y ocho años y, a veces, en mi nostalgia, siento la impresión de que continúo siendo una criatura. Que en cualquier momento vas a aparecer trayéndome fotos de artistas de cine o más bolitas. Tú fuiste quien me enseñó la ternura de la vida, mi Portuga querido. Hoy soy yo el que tiene que distribuir las bolitas y las figuritas, porque la vida sin ternura no vale gran cosa. A veces soy feliz en mi ternura, a veces me engaño, lo que es más común.

En aquel tiempo… En el tiempo de nuestro tiempo, no sabía que muchos años antes un Príncipe Idiota, arrodillado frente a un altar, preguntaba a los iconos, con los ojos llenos de lágrimas:

¿POR QUE LES CUENTAN COSAS A LAS CRIATURITAS?

Y la verdad es, mi querido Portuga, que a mí me contaron las cosas demasiado pronto. ¡Adiós!

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