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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (8 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Sus lágrimas estaban bajando.

—Yo no quería que usted llorara, señorita. Le prometo no robar más flores y voy a ser cada día más aplicado.

—No se trata de eso, Zezé. Ven aquí. Tomó mis manos entre las suyas.

—Vas a prometerme una cosa, porque tienes un corazón maravilloso, Zezé.

—Se lo prometo, pero no quiero engañarla, señorita. No tengo un corazón maravilloso. Usted dice eso porque no sabe cómo soy en casa.

—No tiene importancia. Para mí tienes un corazón maravilloso. De ahora en adelante no quiero que me traigas más flores. Solamente si te regalan alguna. ¿Me lo prometes?

—Lo prometo, sí, señorita. Pero ¿y el florero? ¿Va a quedar siempre vacío?

—Nunca más estará vacío. Cada vez que lo mire veré en él, siempre, la flor más linda del mundo. Y voy a pensar: el que me regaló esa flor fue mi mejor alumno. ¿Está bien?

Ahora se reía. Soltó mis manos y habló con dulzura:

—Ahora te puedes ir, corazón de oro…

Capítulo 5

En una celda he de verte morir

Lo primero y más útil que uno aprende en la escuela son los días de la semana. Y ya dueño de los días de la semana, yo sabía que “él” venía el martes. Después descubrí también que un martes iba hacia las calles del otro lado de la Estación y otro hacia nuestro lado.

Por ello ese martes me hice la “rabona”. No quería que ni siquiera Totoca lo supiera; si no tendría que pagarle algunas bolitas para que no contase nada en casa. Como era temprano y él debía aparecer cuando el reloj de la iglesia diera las nueve, fui a dar unas vueltas por las calles. Las que no eran peligrosas, claro. Primero me detuve en la iglesia y eché una mirada a los santos. Me daba cierto miedo ver las imágenes quietas, llenas de velas. Las velas, pestañeando, hacían que también el santo pestañeara. Todavía no estaba muy seguro de que fuese bueno ser santo y estar todo el tiempo quieto, quieto. Di una vuelta por la sacristía, donde don Zacarías se hallaba sacando las velas viejas de los candelabros y colocando otras nuevas. Estaba haciendo un montoncito de cabos encima de la mesa.

Se detuvo, colocose los anteojos en la punta de la nariz, resopló, se dio vuelta y respondió:

—Buen día, muchacho.

—¿No quiere que lo ayude?

Mis ojos devoraban los cabitos de vela.

—Solamente si quieres molestar. ¿No fuiste a clase hoy?

—Sí, fui. Pero la profesora no vino. Estaba con dolor de dientes.

—¡Ah!

Nuevamente se dio vuelta y se colocó otra vez los anteojos sobre la punta de la nariz.

—¿Qué edad tienes, muchacho?

—Cinco; no, seis años. Seis no, en realidad cinco.

—¿En qué quedamos, cinco o seis? Pensé en la escuela y mentí.

—Seis.

—Pues con seis años ya estás en buena edad para comenzar el Catecismo.

—¿Yo puedo?

—¿Por qué no? Solamente tienes que venir todos los jueves a las tres de la tarde. ¿Quieres venir?

—Depende. Si usted me da los cabitos de vela, vengo.

—¿Y para qué los quieres?

El diablo me había musitado una cosa. Nuevamente mentí.

—Es para encerar el hilo de mi barrilete para que quede más fuerte.

—Entonces llévalos.

Reuní los pedacitos y los metí en medio de la bolsa, junto con los cuadernos y las bolitas. Deliraba de alegría.

—Muchas gracias, don Zacarías.

—Escucha bien, ¿eh? El jueves.

Salí volando. Como era temprano me daba tiempo para hacer aquello. Corrí hacia enfrente del Casino y, cuando no venía nadie, crucé la calle y pasé lo más rápidamente posible los pedacitos de cera por la calzada. Después volví corriendo y me quedé esperando, sentado en el umbral de una de las cuatro puertas cerradas del Casino. Quería ver de lejos quién iba a resbalar primero.

Ya estaba casi desanimado de tanto esperar. De pronto, ¡plaff! Mi corazón dio un salto; doña Corina, la madre de Nanzeazena, asomó con un pañuelo y un libro en el portal y comenzó a encaminarse hacia la iglesia.

—¡Virgen María!

Ella era amiga de mi madre, y Nanzeazena amiga íntima de Gloria. No quería ver nada. Me lancé a la carrera hasta la esquina y allí me paré a mirar. La mujer estaba desparramada en el suelo diciendo malas palabras.

Se juntó gente para ver si se había golpeado, pero por la manera en que ella insultaba solamente debía haberse hecho algunos rasguños.

—¡Son esos mocosos sinvergüenzas que andan por ahí!

Respiré aliviado. Pero no tanto como para dejar de darme cuenta de que por detrás una mano me había sujetado la bolsa.

—Eso fue obra tuya, ¿no, Zezé?

Don Orlando Pelo-de-Fuego. Nada menos que él, que durante tanto tiempo había sido nuestro vecino.

Perdí el habla.

—¿Fue así, o no?

—Usted no va a contar nada allá en casa, ¿verdad?

—No voy a contar, no. Pero ven acá, Zezé. Esta vez pasa, porque esa vieja es muy lengualarga. Pero no vuelvas a hacer esto, que alguien puede quebrarse una pierna.

Puse la cara más obediente del mundo y me soltó.

Volví a rondar por el mercado, esperando que él llegara. Antes pasé por la confitería de don Rozemberg, sonreí y hablé con él:

—Buen día, don Rozemberg.

Me dio un “buen día” seco y ni una galleta. ¡Hijo de puta! Me daba alguna solamente cuando estaba con Lalá.

En ese momento el reloj dio las campanadas de las nueve. Él nunca fallaba. Fui siguiendo sus pasos a distancia. Entró en la calle del Progreso y se paró casi en la esquina. Depositó la bolsa en el suelo y se echó el saco sobre el hombro izquierdo. ¡Ah, qué linda camisa a cuadros! Cuando sea hombre solamente voy a usar camisas así. Y además tenía un pañuelo rojo en el cuello y el sombrero caído hacia atrás. Hizo sonar una bocina fuerte, que llenó la calle de alegría.

—¡Acérquense! ¡Aquí están las novedades del día! También su voz de bahiano era linda.

—Los sucesos de la semana. ¡Claudionor!… Perdón… La última música de Chico Viola. El último éxito de Vicente Celestino. ¡Aprendan, amigos, que es la última moda!

Esa manera tan linda de pronunciar las palabras, casi cantando, me dejaba fascinado.

Lo que quería que cantase era “Fanny”. Siempre lo hacía y yo quería aprenderla. Cuando llegaba a esa parte la que decía “En una celda he de verte morir”, yo temblaba ante tanta belleza… Lanzó su vozarrón y cantó “Claudionor”:

Fui a un baile en el “morro”
[ 8 ]
da Mangueira
Una mulata me llamó de tal manera…
No vuelvo más allá, tengo miedo de “cobrar”.

Su marido es muy fuerte. Y capaz de matar…
No voy a hacer como hizo Claudionor,
Para mantener la familia fue a hacerse el estibador.

Se detenía y anunciaba:

—Folletos de todos los precios, desde centavos hasta cuatrocientos “réis”
[ 9 ]
. ¡Sesenta canciones nuevas! Los últimos tangos.

Ahí llegó mi felicidad, “Fanny”.
Aprovechaste que ella estaba sólita
Y sin tiempo de llamar a una vecina…
La apuñalaste sin dolor ni compasión.

Su voz volvíase suave, dulce, tierna, como para destrozar el corazón más duro.)

A la pobre, pobre Fanny, que tenía buen corazón.
Por Dios te juro que también has de sufrir…
En una CELDA HE DE VERTE MORIR
La apuñalaste sin dolor ni compasión
A la pobre, pobre Fanny, que tenía buen corazón.

La gente salía de las casas y compraba un folleto, no sin antes mirar cuál era el que más le agradaba. Y así es como yo estaba pegado a él, por causa de “Fanny”.

Se volvió hacia mí con una sonrisa enorme.

—¿Quieres uno, muchacho?

—No, señor, no tengo dinero.

—Ya me parecía.

Agarró su bolsa y continuó gritando por la calle.

—El vals “Perdón”, “Fumando espero” y “Adiós Muchachos”, los tangos aun más cantados que “Noche de Reyes”. En el centro se cantan solamente estos tangos… “Luz celestial”, una belleza. ¡Vean qué letra!

Y parecía abrir el pecho:

Tienes en tu mirada una luz celestial que me hace creer…
Ver una irradiación de estrellas brillando en el espacio sideral.
Juro hasta por Dios que ni siquiera allá en los cielos
puede haber
Ojos que seduzcan tanto como los tuyos…
¡Oh! Deja que tus ojos miren bien los míos para recordar
La historia triste de un amor nacido en ola
lunar…
Ojos que bien dicen y sin poder hablar qué desdichado es amar…

Anunció varias otras cosas, vendió algunos folletos y tropezó conmigo. Se detuvo y me llamó haciendo chasquear los dedos.,

—Ven acá, pajarito.

Obedecí, riendo.

—¿Vas o no vas a dejar de seguirme?

—No, señor. ¡Nadie en el mundo canta tan lindo como usted!

Se sintió medio lisonjeado y un tanto desarmado. Vi que comenzaba a ganar la partida.

—Ya me estás pareciendo piojo de cobra.

—Es que quería ver si usted cantaba mejor que Vicente Celestino y Chico Viola. ¡Y sí que canta mejor! Una amplia sonrisa se dibujó en su cara.

—¿Y tú ya los escuchaste, pajarito?

—Sí, señor. En el gramófono que hay en la casa del hijo del doctor Adauto Luz.

—Entonces es porque el gramófono era viejo o la aguja estaba arruinada.

—No, señor. Era nuevecita, acababa de llegar. ¡De verdad que usted canta mucho mejor, eso es lo que pasa! Estuve pensando una cosa.

—A ver.

—Yo lo sigo todo el rato. Bien. Usted me enseña cuánto cuesta cada folleto; entonces usted canta y yo vendo el folleto. A todo el mundo le gusta comprarle a un chico.

—No es mala idea, pajarito. Pero dime una cosa: vas porque quieres. Yo no puedo pagarte nada.

—¡Pero si yo no quiero nada!

—Entonces, ¿por qué?

—Porque me gusta cantar. Me gusta aprender. Y me parece que “Fanny” es lo más lindo del mundo. Y si al final usted vende mucho, mucho, entonces me da un folleto viejo que nadie quiera comprar, y se lo llevo a mi hermana.

Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, en la cual los cabellos le raleaban.

—Tengo una hermana muy joven llamada Gloria y se lo llevaría a ella. Solamente para eso.

—Entonces vamos.

Y nos fuimos cantando y vendiendo. Él cantaba y yo iba aprendiendo.

Cuando llegó el mediodía, me miró medio desconfiado.

—¿Y no vas a tu casa para almorzar?

—Solamente cuando terminemos nuestro trabajo. Se rascó de nuevo la cabeza.

—Ven conmigo.

Nos sentamos en un banco de la calle Ceres y él sacó del fondo de su gran bolsa un enorme sandwich. De la cintura extrajo un cuchillo; era un cuchillo como para meter miedo. Cortó un pedazo del sandwich y me lo dio. Después bebió un trago de “cacica”
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y pidió dos refrescos de limón para acompañar la merienda. Él decía “merienda”. Mientras se llevaba la comida a la boca me examinaba atentamente y sus ojos estaban muy contentos.

—¡Sabes, pajarito, me estás dando suerte! Tengo una fila de chicos panzudos y nunca se me ocurrió la idea de aprovechar a uno de ellos para que me ayudara.

Tomó un gran trago de limonada.

—¿Cuántos años tienes?

—Cinco. Seis… Cinco.

—¿Cinco o seis?

—Todavía no cumplí seis.

—Pues eres un chico muy inteligente y bueno.

—¿Eso quiere decir que el martes que viene nos volveremos a encontrar?

Se rió.

—Si tú quieres.

—Sí que quiero. Pero voy a tener que combinar con mi hermana. Ella va a comprender. Hasta es conveniente porque nunca fui hasta el otro lado de la estación.

—¿cómo sabes que voy para allá?

—Porque todos los martes lo espero. Una vez usted viene y la otra no. Entonces pensé que usted iría al otro.

—¡Mira que eres vivo! ¿Como te llamas?

—Zezé.

—Y yo, Ariovaldo. ¡Choque!— Tomó mi mano entre las suyas callosas para sellar “la amistad hasta la muerte”.

No fue muy difícil convencer a Gloria.

—Pero Zezé, ¿una vez por semana? ¿Y las clases?

Le mostré mi cuaderno y todos mis deberes, que estaban bien hechos y limpios. Las notas eran espléndidas. E hice lo mismo con el cuaderno de aritmética.

—Y en la lectura yo soy el mejor, Godóia. Pero ella no se decidía.

—Lo que estamos estudiando todavía va a repetirse durante varios meses. Hasta que esa caterva de burros aprenda, correrá el tiempo.

Se rió.

—¡Qué expresión, Zezé!

—Pero si es así, Gloria, aprendo mucho más cantando. ¿Quieres ver cuántas cosas nuevas aprendí? Tío Edmundo me enseñó. Mira: estibador, celestial, sideral y desdichado. Y encima de eso te traigo un folleto por semana, y te enseño las cosas más lindas del mundo.

—Bueno. Pero, eso sí, ¿qué le diremos a papá cuando note que todos los martes faltas a almorzar?

—No se dará cuenta. Cuando él pregunte, le mientes, diciéndole que fui a almorzar con Dindinha. Que fui a llevarle un recado a Nanzeazena y que me quedé allá para almorzar.

¡Virgen María! ¡Menos mal que aquella vieja no sabía lo que yo había hecho!…

Acabó estando de acuerdo, convencida de que era una manera de que no inventara travesuras y, por lo mismo, no me llevase muchas zurras. Además, sería lindo quedarnos debajo de los naranjos, los miércoles, enseñándole a cantar.

No veía la hora de que llegara el martes. Ya iba a esperar a don Ariovaldo a la Estación. Si no perdía el tren, llegaría a las ocho y media.

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