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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Miguel Strogoff

BOOK: Miguel Strogoff
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El protagonista de esta novela, Miguel Strogoff, es realmente un agente secreto del zar de Rusia y, como tal, un hombre de acción. Ha de actuar de incógnito y vencer todas las dificultades que surjan a su paso. Su misión es llevar un importante mensaje al otro extremo del imperio, sacudido en esa época por levantamientos y guerras, plagado de espías y amenazas.

Julio Verne

Miguel Strogoff

ePUB v1.2

Perseo
26.05.12

Título original:
Michel Strogoff

Julio Verne, 1876

Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.2)

Corrección de erratas: Ichirikki

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE
1
Una fiesta en el palacio nuevo

—Señor, un nuevo mensaje.

—¿De dónde viene?

—De Tomsk.

—¿Está cortada la comunicación más allá de esta ciudad?

—Sí, señor; desde ayer.

—General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.

—A sus órdenes, señor —respondió el general Kissoff.

Este diálogo tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su esplendor.

Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre lo mejor de sus repertorios.

Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de Piedra», donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema a los corrillos.

El Gran Mariscal de la Corte estaba, por otra parte, bien secundado en sus delicadas funciones, ya que los grandes duques y sus edecanes, los chambelanes de servicio y los oficiales de Palacio, cuidaban personalmente de animar los bailes. Las grandes duquesas, cubiertas de diamantes y las damas de la Corte, con sus vestidos de gala, rivalizaban con las señoras de los altos funcionarios, civiles y militares de la «antigua ciudad de las blancas piedras». Así, cuando sonó la señal del comienzo de la polonesa, todos los invitados de alto rango tomaron parte en el paseo cadencioso que, en este tipo de solemnidades, adquiere el rango de una danza nacional; la mezcla de los largos vestidos llenos de encajes y de los uniformes cuajados de condecoraciones ofrecía un aspecto indescriptible bajo la luz de cien candelabros, cuyo resplandor quedaba multiplicado por el reflejo de los espejos.

El aspecto era deslumbrante.

Por otra parte, el Gran Salón, el más bello de todos los que poseía el Palacio Nuevo, era, para este cortejo de altos personajes y damas espléndidamente ataviadas, un marco digno de la magnificencia. La rica bóveda, con sus dorados bruñidos por la pátina del tiempo, era como un firmamento estrellado. Los brocados de los cortinajes y visillos, llenos de soberbios pliegues, empurpurábanse con los tonos cálidos que se quebraban centelleantes en los ángulos de las pesadas telas.

A través de los cristales de las vastas vidrieras que rodeaban la bóveda, la luz que iluminaba los salones, tamizada por un ligero vaho, se proyectaba en el exterior como un incendio rasgando bruscamente la noche que, desde hacía varias horas, envolvía el fastuoso palacio.

Este contraste atraía la atención de los invitados que sin estar absortos por el baile se acercaban a los alféizares de las ventanas, desde donde se apreciaban algunos campanarios, confusamente difuminados en la sombra, pero que perfilaban, aquí y allá, sus enormes siluetas. Por debajo de los contorneados balcones se veía también a numerosos centinelas marcar el paso rítmicamente, con el fusil sobre el hombro y cuyo puntiagudo casco parecía culminar en un penacho de llamas bajo los efectos del chorro de fuego recibido del interior. Oíanse también las patrullas que marcaban el paso sobre la grava, con mayor ritmo que los propios danzarines sobre el encerado de los salones. De vez en cuando, el alerta de los centinelas se repetía de puesto en puesto, y un toque de trompeta, mezclándose con los acordes de las bandas, lanzaba sus claras notas en medio de la armonía general.

Más lejos todavía, frente a la fachada y sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas de Palacio, las masas sombrías de algunas embarcaciones se deslizaban por el curso del río cuyas aguas, iluminadas a trechos por la luz de algunos faroles, bañaban los primeros asientos de las terrazas. El principal personaje del baile, anfitrión de la fiesta y con el cual el general Kissoff había tenido atenciones reservadas únicamente a los soberanos, iba vestido con el uniforme de simple oficial de la guardia de cazadores. Esto no constituía afectación por su parte, antes reflejaba la habitud de un hombre poco sensible a las exigencias del boato. Su vestimenta contrastaba con los soberbios trajes que se entrecruzaban a su alrededor y era esa misma la que lucía la mayoría de las veces entre su escolta de georgianos, cosacos y lesghienos, deslumbrantes escuadrones espléndidamente ataviados con los brillantes uniformes del
Cáucaso
.

Este personaje, de elevada estatura, afable apariencia y fisonomía apacible, pero con aspecto de preocupación en aquellos momentos, iba de un grupo a otro, pero hablando poco y no parecía prestar más que una vaga atención tanto a las alegres conversaciones de los jóvenes invitados como a las frases graves de los altos funcionarios o de los miembros del cuerpo diplomático, que representaban a los principales gobiernos de Europa. Dos o tres de estos perspicaces políticos —psicólogos por naturaleza— habían observado en el rostro de su anfitrión una sombra de inquietud, cuyo motivo se les escapaba, pero que ninguno de ellos se permitió interrogarle al respecto. En cualquier caso, la intención del oficial de la guardia de cazadores era, sin lugar a dudas, la de no turbar con su secreta preocupación aquella fiesta en ningún momento y como era uno de esos raros soberanos de los que casi todo el mundo acostumbra acatar hasta sus pensamientos, el esplendor del baile no decayó ni un solo instante.

Mientras tanto, el general Kissoff esperaba a que aquel oficial, al que acababa de comunicar el mensaje transmitido desde Tomsk, le diera orden de retirarse; pero éste permanecía silencioso… Había cogido el telegrama y, al leerlo, su rostro se ensombreció todavía más. Su mano se deslizó involuntariamente hasta apoyarse en la empuñadura de su espada, para elevarse a continuación, a la altura de los ojos, cubriéndoselos. Se hubiera dicho que le hería la luz y buscaba la oscuridad para concentrarse mejor en sí mismo.

—¿Así que, desde ayer, estamos incomunicados con mi hermano, el Gran Duque? —dijo el oficial, después de atraer al general Kissoff junto a una ventana.

—Incomunicados, señor; y es de temer que los despachos no puedan atravesar la frontera siberiana.

—Pero, las tropas de las provincias de Amur, Yakutsk y Transballkalia, ¿habrán recibido la orden de partir inmediatamente hacia Irkutsk?

—Esta orden ha sido transmitida en el último mensaje que ha podido llegar más allá del lago Baikal.

—¿Estamos en comunicación constante con los gobiernos de Yeniseisk Omsk, Semipalatinsk y Tobolsk desde el comienzo de la invasión?

—Sí, señor; nuestros despachos llegan hasta ellos y tenemos la certeza de que, en estos momentos, los tártaros no han avanzado más allá del Irtiche y del Obi.

—¿No se tiene ninguna noticia del traidor Ivan Ogareff?

—Ninguna —respondió el general Kissoff—. El jefe de policía no está seguro de si ha atravesado o no la frontera.

—¡Que se transmitan inmediatamente sus señas a Nijni-Novgorod, Perm, Ekaterinburgo, Kassimow, Tiumen, Ichim, Omsk, Elamsk, Kolivan, Tomsk y a todas las estaciones telegráficas con las que todavía mantenemos comunicación!

—Las órdenes de Vuestra Majestad serán ejecutadas al instante —respondió el general Kissoff.

—No digas una palabra de todo esto.

El general hizo un gesto de respetuosa adhesión y, después de una profunda reverencia, se confundió entre el gentío y abandonó el Palacio sin que nadie reparase en su partida.

En cuanto al oficial, permaneció pensativo durante algunos instantes, pero cuando decidió mezclarse entre los militares y políticos que formaban grupos en varios puntos de los salones, su rostro había recuperado el aspecto habitual.

Sin embargo, los graves acontecimientos que habían motivado la conversación anterior no eran tan secretos como el oficial de la guardia de cazadores y el general Kissoff creían. Si bien es verdad que no se hablaba de ello ni oficialmente, ya que las lenguas, siguiendo «órdenes oficiales» no podían desatarse, algunos altos personajes habían sido informados más o menos extensamente sobre los acontecimientos que se desarrollaban más allá de la frontera. Pero lo que ignoraban era que, cerca de ellos, dos personajes desconocidos hasta para los miembros del cuerpo diplomático, y que no lucían uniforme ni condecoración alguna que les distinguiera entre los invitados a aquella recepción del Palacio Nuevo, conversaban en voz baja y parecían haber recibido información muy precisa.

¿Cómo? ¿Por qué medio? ¿Gracias a qué estratagemas sabían estos dos simples mortales lo que tantos altos personajes apenas sospechaban? No era tan fácil de precisar. ¿Poseían el don de adivinar o de prevenir? ¿Tenían un sexto sentido que les permitía ver más allá de los estrechos horizontes a los que está limitada la mirada humana? ¿Tenían un olfato particular para captar las noticias más secretas? ¿Se había transformado su naturaleza gracias a ese hábito que era ya connatural en ellos? Casi podía afirmarse.

Estos dos hombres, inglés uno y francés el otro, eran ambos altos y delgados. Éste, moreno como un provenzal. Aquél, rubio como un caballero de Lancashire. El inglés, calmoso, frío, flemático, parco en sus gestos y en sus palabras, parecía no hablar ni gesticular sino a impulsos de un estímulo que operaba a intervalos regulares. El galo, por el contrario, vivo, petulante, expresándose a la vez con los labios, ojos y manos, tenía mil maneras de hacerse entender, mientras que su interlocutor no parecía poseer más que una, inmutable y estereotipada, postura.

Lo contradictorio entre estas dos personalidades habría sorprendido hasta al menos observador de los hombres; pero un fisonomista, observando un poco a estos dos extranjeros, habría determinado rápidamente la particularidad fisiológica que caracterizaba a cada uno de ellos diciendo que el francés era «todo ojos» y el inglés «todo oídos».

En efecto; el hábito de la observación había agudizado singularmente su vista. La sensibilidad de su retina era tan fulminante como la de los prestidigitadores, que reconocen una carta nada más que con un rápido movimiento en un corte de baraja, o por cualquier marca, imperceptible para otra persona. Este francés poseía, pues, en el más alto grado, lo que se llama «memoria visual.»

El inglés, por el contrario, estaba especialmente preparado para oír y captar cualquier sonido. Cuando su aparato auditivo había percibido el tono de una voz, no lo olvidaba jamás y, al cabo de diez o veinte años, lo podía reconocer entre mil. Sus orejas no tenían, ciertamente, la facultad de orientarse como las de los animales dotados de grandes pabellones auditivos; pero, ya que los sabios han dejado constancia de que las orejas humanas no son totalmente inmóviles, se hubiera podido decir que las del referido inglés se enderezaban, torcían o inclinaban en busca de sonidos, de manera poco ostensible para un naturalista.

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