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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (14 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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—¿Qué os parece Azita?

—¿La hija del fabricante de alfombras? —dijo
mammy,
dándose una palmada en la cara con fingida indignación—. ¡Si tiene más bigote que Hakim!

—También está Anahita. Dicen que es la primera de su clase en Zarguna.

—¿Le habéis visto los dientes? Son como lápidas. Esa chica esconde una tumba detrás de los labios.

—¿Y las hermanas Wahidi?

—¿Esas enanas? No, no, no. Oh, no. Ésas no son para mis hijos. No son para mis sultanes. Ellos se merecen algo mejor.

Mientras proseguía la cháchara, Laila dejaba vagar sus pensamientos y, como siempre, acababan en Tariq.

•••

Mammy
había echado las cortinas amarillentas. En la oscuridad, varios olores cohabitaban en la estancia: a sueño, a ropa de cama usada, a sudor, a calcetines sucios, a perfume y a restos del
qurma
de la noche anterior. Y Laila incluso tropezó con prendas de ropa desparramadas por el suelo.

La muchacha descorrió las cortinas. Al pie de la cama había una vieja silla plegable metálica. Laila se sentó y contempló el bulto de su madre, inmóvil y cubierta por las mantas.

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de fotografías de Ahmad y Nur. Allá donde mirara, dos desconocidos le devolvían la sonrisa. Ahí estaba Nur montando en triciclo. Allá estaba Ahmad rezando, o posando junto a un reloj de arena que había hecho con
babi
cuando tenía doce años. Y allá estaban los dos, sus hermanos, sentados espalda contra espalda bajo el viejo peral del patio.

Laila vio una esquina de la caja de zapatos de Ahmad asomar bajo la cama de
mammy.
De vez en cuando,
mammy
le mostraba los viejos y arrugados recortes de periódico que guardaba en ella, y los panfletos que había reunido Ahmad sobre las bases que los grupos insurgentes y las organizaciones de resistencia tenían en Pakistán. Laila recordaba la foto de un hombre con un largo abrigo blanco que ofrecía una piruleta a un niño pequeño sin piernas. El pie de foto rezaba así: «Los niños son el objetivo de la campaña soviética de minas antipersona.» El artículo añadía que a los soviéticos les gustaba ocultar explosivos en juguetes de colores llamativos. El juguete estallaba cuando lo recogía un niño y le arrancaba varios dedos o la mano entera. Así el padre ya no podía unirse a la yihad, porque se veía obligado a quedarse en casa para cuidar a su hijo. En otro artículo de la caja de Ahmad, un joven muyahidín afirmaba que los soviéticos habían arrasado su aldea con un gas que quemaba la piel y dejaba a la gente ciega. Declaraba que había visto a su madre y su hermana corriendo hacia el arroyo, tosiendo sangre.


Mammy.

El bulto se movió ligeramente y emitió un gruñido.

—Levántate,
mammy.
Son las tres.

Otro gruñido. Una mano emergió como un periscopio saliendo a la superficie y luego se desplomó. El bulto se movió un poco más. Luego se oyó el susurro de las mantas cuando se fueron doblando una tras otra. Lentamente, por etapas, apareció
mammy
: primero el pelo enmarañado, luego el rostro pálido y crispado, con los ojos fuertemente cerrados para protegerse de la luz, y una mano que buscaba el cabezal de la cama a tientas; las sábanas se deslizaron hacia abajo cuando por fin se incorporó entre gruñidos.
Mammy
hizo un esfuerzo por alzar la vista, dio un respingo al recibir la luz en los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

—¿Qué tal el colegio? —musitó.

Así empezaban siempre las preguntas obligadas y las respuestas superficiales. Las dos fingían, como una vieja y cansada pareja de baile sin el menor entusiasmo.

—Muy bien.

—¿Has aprendido algo?

—Lo de siempre.

—¿Has comido?

—Sí.

—Bien.

Mammy
volvió a alzar la cabeza hacia la ventana. Esbozó una mueca y parpadeó varias veces. Tenía el lado derecho de la cara rojo y el pelo aplastado.

—Me duele la cabeza.

—¿Te traigo una aspirina?

Mammy
se frotó las sienes.

—No, más tarde. ¿Ha vuelto tu padre?

—Sólo son las tres.

—Oh. Sí. Ya me lo habías dicho. —
Mammy
bostezó—. Ahora mismo estaba soñando. —Su voz era apenas un poco más audible que el frufrú del camisón contra las sábanas—. Justo antes de que entraras. Pero ahora ya no lo recuerdo. ¿A ti también te pasa?

—Le pasa a todo el mundo,
mammy.

—Es muy extraño.

—Deberías saber que mientras estabas soñando, un chico me ha lanzado pipí a la cabeza con una pistola de agua.

—¿Que te ha lanzado qué? ¿Qué has dicho?

—Pipí. Orina.

—Eso es... es terrible. Dios mío. Lo siento. Pobrecita. Tendré que hablar con él mañana sin falta, o quizá con su madre. Sí, creo que será lo mejor.

—Ni siquiera te he dicho quién ha sido.

—Oh. Bueno, ¿quién ha sido?

—Da igual.

—Estás enfadada.

—Se suponía que tenías que ir a recogerme.

—Sí —dijo su madre con voz ronca. Laila no alcanzó a discernir si era una afirmación o una pregunta.
Mammy
empezó a tirarse del pelo. Se trataba de uno de los grandes misterios de la vida para Laila: que su madre no se hubiera quedado calva de tanto tirarse del pelo—. ¿Y qué hay de...? ¿Cómo se llama tu amigo? ¿Tariq? Sí, ¿qué hay de Tariq?

—Hace una semana que se fue.

—Oh. —
Mammy
exhaló aire por la nariz—. ¿Te has lavado?

—Sí.

—Entonces ya estás limpia. —Desvió su mirada cansina hacia la ventana—. Estás limpia y todo en orden.

Laila se levantó.

—Tengo deberes.

—Por supuesto. Echa las cortinas antes de salir, cariño —dijo
mammy,
con voz cada vez más apagada, hundiéndose ya entre las sábanas.

Cuando Laila fue a cerrar las cortinas, vio pasar un coche que levantaba una nube de polvo. Era el Benz azul con la matrícula de Herat, que por fin se marchaba. Laila lo siguió con la mirada hasta que desapareció por una esquina, lanzando los últimos destellos de sol reflejados en la luna trasera.

—Mañana no me olvidaré —dijo
mammy
a su espalda—. Te lo prometo.

—Eso mismo dijiste ayer.

—Tú no sabes, Laila.

—¿No sé qué? —Se volvió en redondo para encararse con su madre—. ¿Qué es lo que no sé?

La mano de su madre subió flotando hasta el pecho y dio unos golpecitos.

—Aquí. No sabes lo que hay aquí dentro. —La mano cayó flácida—. Tú no lo sabes.

18

Transcurrió una semana, pero Tariq seguía sin dar señales de vida. Luego transcurrió otra.

Para aliviar la espera, Laila arregló la puerta mosquitera que
babi
aún no había tocado. Bajó los libros de su padre, les quitó el polvo y los ordenó alfabéticamente. Fue a la calle del Pollo con Hasina, Giti y la madre de ésta, Nila, que era costurera y a veces trabajaba con la madre de Laila. Durante esa semana, Laila llegó a un convencimiento: de todas las penalidades que debía arrostrar una persona, la más dura era la espera.

Transcurrieron otros siete días.

Horribles pensamientos atormentaban a Laila.

Tariq jamás volvería. Sus padres se habían mudado para siempre; el viaje a Gazni era una argucia, un plan de los adultos para ahorrarles a los dos una amarga despedida.

Una mina antipersona había vuelto a estallarle, igual que en 1981, cuando Tariq tenía cinco años, la última vez que sus padres lo habían llevado al sur, a Gazni, poco después del tercer cumpleaños de Laila. Tariq había tenido la suerte de perder sólo una pierna; la suerte de haber sobrevivido.

Laila no hacía más que darle vueltas y más vueltas a todas las posibilidades.

Hasta que una noche distinguió el diminuto haz de una linterna que llegaba desde el otro lado de la calle. De sus labios brotó una especie de chillido ahogado. Rápidamente sacó su linterna de debajo de la cama, pero no funcionaba. Le dio unos golpes contra la palma de la mano, maldiciendo las pilas. Pero le daba igual, porque Tariq había vuelto. Laila se sentó en el borde de la cama, aturdida de alivio, y contempló la bonita luz amarilla que se encendía y se apagaba como un intermitente.

De camino a casa de Tariq al día siguiente, Laila vio a Jadim y un grupo de amigos suyos al otro lado de la calle. Jadim estaba en cuclillas y hacía un dibujo en la tierra con un palo. Al ver a Laila, dejó caer el palo, agitó los dedos y al mismo tiempo dijo algo que provocó las risas de sus amigos. Laila agachó la cabeza y pasó deprisa por su lado.

—¿Qué te has hecho? —exclamó Laila cuando Tariq le abrió la puerta. Sólo entonces recordó que el tío de Tariq era barbero.

Tariq se pasó la mano por el cráneo afeitado y sonrió, mostrando unos dientes blancos y algo irregulares.

—¿Te gusta?

—Parece que vayas a alistarte en el ejército.

—¿Quieres tocarlo? —Bajó la cabeza.

El diminuto vello produjo un agradable cosquilleo en la mano de Laila. Tariq no era como otros niños, cuyos cabellos ocultaban cráneos cónicos y abultados. Su cabeza describía una curva perfecta y no mostraba defecto alguno.

Cuando él levantó de nuevo la cabeza, Laila vio que tenía las mejillas y la frente quemadas por el sol.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.

—Mi tío estaba enfermo. Ven, entra.

La condujo por el pasillo hasta la habitación de la familia. A Laila le gustaba todo lo de aquella casa. Le gustaba la vieja alfombra raída dala sala de estar, la colcha de retales que cubría el sofá, el revoltijo de arreos que formaban parte de la vida diaria de Tariq: los rollos de tela de su madre, sus agujas de coser clavadas en carretes de hilo, las revistas atrasadas, el estuche del acordeón en el rincón esperando a ser abierto.

—¿Quién es? —Era la madre de Tariq, que preguntaba desde la cocina.

—Laila —respondió él.

Acercó una silla a Laila. La habitación familiar tenía mucha luz y una ventana doble que daba al patio. En el alféizar había tarros vacíos en los que la madre de Tariq guardaba la berenjena en vinagre y la mermelada de zanahoria que preparaba ella misma.

—Te refieres a nuestra
arus,
nuestra nuera —anunció su padre, entrando en la habitación. Era carpintero, un hombre enjuto de pelo blanco, de sesenta y pocos años. Le faltaban algunos dientes de delante, y tenía los ojos llenos de arrugas y un poco achinados de las personas que pasan la mayor parte de su vida al aire libre. Abrió los brazos y Laila, al echarse en ellos, inspiró el agradable y familiar olor del serrín. Se besaron en las mejillas tres veces.

—Tú sigue llamándola así y dejará de venir a esta casa —advirtió su mujer al pasar por su lado. Llevaba una bandeja con un cuenco grande, un cucharón y cuatro escudillas. Depositó la bandeja sobre la mesa—. No hagas caso a este viejo. —Le cogió la cara entre las manos—. Me alegro de verte, cariño. Ven, siéntate. He traído fruta en remojo.

La mesa era grande y estaba hecha de una madera ligera y sin pulir. La había fabricado el padre de Tariq, igual que las sillas. Estaba cubierta por un mantel de vinilo verde con pequeñas lunas y estrellas magenta. Había una pared llena de fotografías de Tariq a distintas edades. En las más antiguas tenía las dos piernas.

—Me ha dicho Tariq que su hermano está enfermo —comentó Laila al padre de su amigo, hundiendo la cuchara en su cuenco de uvas, pistachos y albaricoques en remojo.

—Sí —dijo él mientras encendía un cigarrillo—, pero ahora ya está bien,
shokr e Joda,
gracias a Dios.

—Tuvo un ataque al corazón, el segundo —intervino la madre, lanzando a su marido una mirada reprobatoria.

Él lanzó una bocanada de humo mientras guiñaba un ojo a Laila, y ella volvió a pensar, como en tantas otras ocasiones, que los padres de Tariq podían pasar fácilmente por sus abuelos, ya que el niño había nacido cuando su madre pasaba ya de los cuarenta.

—¿Cómo está tu padre, cariño? —preguntó la madre, mirándola por encima de su cuenco.

Desde que Laila la conocía, la madre de Tariq siempre había llevado peluca. Una peluca que se estaba volviendo de un apagado color violáceo con los años. Ese día la llevaba inclinada sobre la frente y Laila veía asomar el pelo gris de las patillas. Algunos días la llevaba mucho más arriba. Sin embargo, nunca le había parecido que tuviera un aspecto ridículo. Lo que veía era el rostro sereno y seguro de sí mismo que había bajo la peluca, con sus ojos inteligentes y sus modales agradables y temperados.

—Está bien —contestó—. Sigue en Silo, por supuesto. Está bien.

—¿Y tu madre?

—Tiene días buenos. Y otros malos. Lo de siempre.

—Sí —convino la madre de Tariq pensativamente, dejando la cuchara en el recipiente—. Debe de ser muy duro, terriblemente duro para una madre, verse separada de sus hijos.

—¿Te quedas a comer? —preguntó Tariq.

—Tienes que quedarte —dijo la madre—. Habrá
shorwa.

—No quiero ser una
mozahem.

—¿Molestia tú? —dijo la madre—. ¿Estamos sólo un par de semanas fuera y te vuelves tan formal con nosotros?

—De acuerdo, me quedaré —accedió Laila sonriente, ruborizándose.

—Decidido, entonces.

Lo cierto era que a Laila le gustaba tanto comer en casa de Tariq como le desagradaba ir a la suya. En casa de Tariq nadie comía solo, siempre se hacía en familia. A Laila le gustaban los vasos de plástico violeta que usaban y el gajo de limón que siempre flotaba en la jarra de agua. Le gustaba que todas las comidas empezaran con un cuenco de yogur fresco y que le echaran zumo de naranjas amargas a todo, incluso al yogur, y que se lanzaran pullas inofensivas unos a otros.

Durante las comidas la conversación siempre era fluida. A pesar de que Tariq y sus padres eran de la etnia pastún, hablaban en farsi cuando Laila estaba con ellos, aunque ella entendía bastante bien el pastún, ya que lo había aprendido en el colegio.
Babi
decía que había tensiones entre su gente, los tayikos, que eran una minoría, y la gente de Tariq, los pastunes, que eran el grupo étnico más numeroso de Afganistán.

—Los tayikos siempre se han sentido despreciados —le había explicado
babi
—. Los reyes pastunes han gobernado este país durante cerca de doscientos cincuenta años, Laila, y los tayikos sólo durante nueve meses en mil novecientos veintinueve.

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