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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (17 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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El cielo aparecía inmaculado, de un azul perfecto.

—Qué silencio —comentó ella en voz baja. Veía ovejas y caballos diminutos, pero no oía sus balidos ni sus relinchos.

—Es lo que más me impresiona de este lugar —dijo
babi
—. El silencio. La paz. Quería que vosotros también lo experimentarais. Y también quería que vierais la herencia cultural de vuestro país, niños, para que aprendáis de su rico pasado. Mirad, algunos temas puedo enseñároslos yo. Otros los aprendéis de los libros. Pero hay cosas que, bueno, hay que verlas y sentirlas.

—Mirad —indicó Tariq.

Vieron a un halcón que sobrevolaba el pueblo en círculos.

—¿Alguna vez has traído a
mammy
aquí arriba? —preguntó Laila.

—Claro, muchas veces. Antes de que nacieran los chicos. Y después también. Tu madre era muy aventurera por entonces y... muy vivaz. Era la persona más alegre y feliz que he conocido jamás. —Sonrió al evocarlo—. Tenía una risa muy especial. Te juro que me casé con ella por esa risa, Laila. Te avasallaba. Te dejaba sin defensas.

La niña experimentó una oleada de afecto. A partir de entonces, recordaría siempre a su padre de aquella manera: recordando a
mammy,
acodado en el saliente, con el mentón apoyado en las manos, el viento alborotándole el pelo y los ojos entrecerrados para protegerse del sol.

—Voy a echar un vistazo a esas cuevas —dijo Tariq.

—Ten cuidado —advirtió
babi.

—Sí,
Kaka yan
—respondió el eco de la voz de Tariq.

Laila contempló a tres hombres que en lo hondo del valle charlaban cerca de una vaca atada a una cerca. A su alrededor, los árboles habían empezado a adquirir una tonalidad ocre, anaranjada y rojo escarlata.

—Yo también echo de menos a los chicos, ¿sabes? —dijo
babi.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al tiempo que le temblaba la barbilla—. Puede que yo no... Tu madre sólo conoce la alegría o la tristeza más extremas, y no sabe disimular. Nunca ha sabido. Supongo que yo soy diferente. Tiendo más a... Pero a mí también me ha destrozado la muerte de los chicos. Yo también los echo de menos. No pasa un día sin que... Es muy duro, hija. Muy, muy duro. —Se apretó los ojos con el pulgar y el índice. Cuando trató de seguir hablando, se le quebró la voz. Se mordió el labio y esperó. Respiró despacio y profundamente antes de mirarla—. Pero me alegro de tenerte a ti. Todos los días doy las gracias a Dios por tenerte a ti. Todos los días. A veces, cuando tu madre está en sus horas bajas, me siento como si fueras lo único que me queda, Laila.

Ella estrechó a su padre y apoyó la mejilla en su pecho. Él pareció sobresaltarse un poco, pues, al contrario que la madre, raras veces expresaba su afecto físicamente. Por eso le plantó un rápido beso en la coronilla y le devolvió el abrazo torpemente. Estuvieron así un rato, contemplando el valle de Bamiyán.

—A pesar de lo mucho que amo este país, algunos días pienso en abandonarlo —dijo
babi.

—¿Y adonde irías?

—A cualquier sitio donde sea fácil olvidar. Supongo que primero a Pakistán, durante un par de años, hasta tener listos los papeles.

—¿Y luego?

—Y luego, bueno, el mundo es muy grande. Tal vez a Estados Unidos. A algún sitio cerca del mar. Como California.

Su padre dijo que los americanos eran un pueblo generoso, que los ayudarían con dinero y comida durante un tiempo, hasta que pudieran mantenerse por sí mismos.

—Yo encontraría trabajo y en unos años, cuando ahorráramos lo suficiente, abriríamos un pequeño restaurante afgano. Nada demasiado lujoso, sólo un rincón modesto, con unas cuantas mesas y alfombras. Tal vez colgaríamos algunas fotografías de Kabul. Daríamos a probar a los americanos la comida afgana. Y con tu madre de cocinera, harían cola en la puerta.

»Y tú seguirías yendo al colegio, por supuesto. Ya sabes lo que pienso sobre el tema. Eso sería lo primero: que tú recibieras una buena educación, en el instituto y luego en la universidad. Pero en tu tiempo libre, si quisieras, podrías ayudarnos, anotar los pedidos, llenar las jarras de agua, esa clase de cosas.

Dijo que en el restaurante celebrarían fiestas de cumpleaños, banquetes de boda y fiestas de Año Nuevo. Se convertiría en un punto de encuentro para los afganos que, como él, hubieran huido de la guerra. Y por la noche, cuando el restaurante quedara vacío y estuviera limpio, se sentarían los tres a tomar un té entre las mesas vacías, cansados pero agradecidos por su buena suerte.

Cuando
babi
terminó de hablar, los dos se quedaron muy callados. Sabían que
mammy
se negaría a ir a ninguna parte. Abandonar el país había sido algo impensable mientras Ahmad y Nur estaban vivos. Pero desde que se habían convertido en
shahid,
hacer las maletas y salir corriendo sería una afrenta aún peor, una traición, como renegar del sacrificio que habían hecho.

Laila ya se imaginaba el comentario de su madre: «¿Cómo podéis pensarlo siquiera? ¿Su muerte no significa nada para ti, primo? Mi único consuelo es saber que piso el mismo suelo que han regado con su sangre. No. Jamás.»

Y
babi
no se iría sin ella, de eso Laila estaba segura, aunque
mammy
no fuera ya ni una esposa para él ni una madre para ella. Su padre se sacudiría de encima sus sueños, igual que se sacudía la harina de la chaqueta cuando volvía a casa del trabajo, y todo por su mujer.

La muchacha recordaba que en una ocasión su madre había dicho a su padre que se había casado con un hombre sin convicciones.
Mammy
no lo entendía. No entendía que, si se mirara a un espejo, no descubriera en su propia imagen la única convicción inquebrantable de la vida de su marido.

Más tarde, después de comer huevos duros y patatas hervidas con pan, Tariq echó una cabezada bajo un árbol a orillas de un arroyo que gorgoteaba. Durmió con la chaqueta pulcramente doblada a modo de almohada y las manos cruzadas sobre el pecho. El taxista se fue al pueblo a comprar almendras.
Babi
se sentó bajo una acacia de grueso tronco para leer un libro. Laila sabía cuál era; él mismo se lo había leído. Contaba la historia de un viejo pescador llamado Santiago que atrapaba un enorme pez. Pero cuando volvía a la orilla con su bote, no quedaba nada del pez capturado, pues se lo habían comido los tiburones.

La niña se sentó al borde del arroyo y metió los pies en el agua. Los mosquitos zumbaban sobre su cabeza y en el aire danzaba el polen de los álamos. Cerca de allí se oía el sonoro vuelo de una libélula. Vio los destellos del sol reflejado en sus alas mientras el insecto volaba de una brizna de hierba a otra, fulgores violáceos, verdes y anaranjados. Al otro lado del arroyo, un grupo de chicos hazaras recogían boñigas secas de vaca y las echaban en unos sacos que llevaban a la espalda. Un burro rebuznó. Un generador se puso en marcha con un petardeo.

La muchacha volvió a pensar en el sueño de su padre. «Algún sitio cerca del mar.»

Cuando estaban en lo alto de las efigies de Buda, Laila había ocultado algo a su padre: que se alegraba de que no pudieran irse, por un motivo importante: habría echado de menos a Giti y su rostro serio, sí, y también a Hasina, con su sonrisa maliciosa y sus payasadas. Pero, sobre todo, Laila tenía demasiado presente el tedio insoportable de aquellas cuatro semanas que Tariq había pasado en Gazni. Recordaba con excesiva viveza que el tiempo discurría infinitamente despacio, que ella se había arrastrado por los rincones sintiéndose perdida, sin rumbo. ¿Cómo iba a soportar una ausencia permanente?

Tal vez era absurdo desear tanto la compañía de una persona determinada en un país donde las balas habían abatido a sus propios hermanos. Pero no tenía más que recordar a Tariq abalanzándose sobre Jadim con su pierna ortopédica para que nada en el mundo le pareciera más sensato.

Seis meses más tarde, en abril de 1988,
babi
volvió a casa con una gran noticia.

—¡Han firmado un tratado! —exclamó—. En Ginebra. ¡Es oficial! Se van. ¡Dentro de nueve meses ya no habrá soviéticos en Afganistán!

Mammy,
que estaba sentada en la cama, se encogió de hombros.

—Pero el régimen comunista seguirá —objetó—. Nayibulá es una marioneta de los soviéticos. No se irá a ninguna parte. No, la guerra continuará. Esto no es el final.

—Nayibulá no durará mucho —aseguró
babi.

—¡Se van,
mammy
! ¡Se van de verdad!

—Celebradlo vosotros si queréis. Pero yo no descansaré hasta que los muyahidines organicen un desfile de la victoria aquí mismo, en Kabul.

Y con estas palabras, volvió a tumbarse y se tapó con la manta.

22

Enero de 1989

En un día frío y nublado de enero de 1989, tres meses antes de que Laila cumpliera once años, sus padres, Hasina y ella fueron a ver uno de los últimos convoyes soviéticos que abandonaban la ciudad. Los espectadores se habían concentrado a ambos lados de la carretera frente al Club Militar, cerca de Wazir Akbar Jan. Rodeados de nieve fangosa, contemplaron la hilera de tanques, camiones blindados y
jeeps
cuyos faros iluminaban los ligeros copos de nieve. Se oían insultos y abucheos. Soldados afganos mantenían a raya a la multitud. De vez en cuando, lanzaban al aire un disparo de advertencia.

Mammy
sostenía una foto de Ahmad y Nur por encima de la cabeza. Era la imagen en la que aparecían sentados bajo el peral, espalda contra espalda. Había otras mujeres como ella, mujeres que mostraban en alto fotografías de maridos, hermanos, hijos
shahid.

Alguien dio unos golpecitos en el hombro de Laila y de Hasina. Era Tariq.

—¿De dónde has sacado eso? —exclamó Hasina.

—Quería vestirme adecuadamente para la ocasión —explicó él. Llevaba un enorme gorro ruso de pieles con orejeras, que se había bajado—. ¿Qué tal estoy?

—Ridículo —dijo Laila entre risas.

—De eso se trata.

—¿Y tus padres han venido contigo y te han dejado llevar eso?

—Están en casa —contestó Tariq.

En otoño, el tío de Tariq que vivía en Gazni había muerto de un ataque al corazón, y unas semanas más tarde, el padre también había sufrido un infarto, a resultas del cual se hallaba débil y sin fuerza, propenso a padecer ansiedad y ataques depresivos que le duraban semanas. Laila se alegraba de ver a Tariq recuperado después de haberlo visto alicaído y malhumorado durante semanas, desde la enfermedad de su padre.

Los tres niños se escabulleron mientras
mammy
y
babi
se quedaban viendo partir a los soviéticos. Tariq compró un plato de judías hervidas con espeso chutney de cilantro para cada uno a un vendedor ambulante. Comieron bajo el toldo de una tienda de alfombras cerrada, y luego Hasina se fue en busca de su familia.

En el autobús de vuelta a casa, Tariq y Laila se sentaron detrás de los padres de ella.
Mammy
iba junto a la ventana, con la mirada fija en el exterior y la fotografía de sus hijos apretada contra el pecho. Junto a ella,
babi
escuchaba impasible los argumentos de un hombre, según el cual los soviéticos se iban, sí, pero enviarían armas a Nayibulá.

—Es su marioneta. Seguirán con la guerra a través de él, no le quepa duda.

En el otro lado del autobús, alguien se manifestó de acuerdo con lo dicho.

Mammy
musitaba para sí largas plegarias, que se alargaban de forma interminable hasta que se quedaba sin aliento y tenía que pronunciar las últimas palabras con un débil y agudo chillido.

Por la tarde, Laila y Tariq fueron al Cinema Park y tuvieron que ver una película soviética doblada al farsi, que resultaba cómica sin pretenderlo. Trataba de un barco mercante y de un primer oficial enamorado de la hija del capitán, llamada Alyona. Se producía una gran tempestad que hacía zozobrar el barco. Uno de los angustiados marineros gritaba algo. Una voz afgana que mantenía una calma absurda, lo traducía como: «Señor mío, ¿sería usted tan amable de pasarme la cuerda?»

Tariq prorrumpió en carcajadas y muy pronto los dos sufrieron un irremediable ataque de risa. Cuando uno se cansaba, el otro soltaba un bufido, y vuelta a empezar. Un hombre sentado dos filas por delante se dio la vuelta y les mandó callar.

Hacia el final había una escena de boda. Finalmente el capitán había acabado cediendo y permitía que Alyona se casara con el primer oficial. Los novios se sonreían. Todos bebían vodka.

—Yo nunca me casaré —susurró Tariq.

—Yo tampoco —dijo Laila tras una breve y nerviosa vacilación. No quería que su voz delatara la decepción que habían supuesto las palabras de Tariq. Con el corazón desbocado, añadió, más decidida esta vez—: Nunca.

—Las bodas son una estupidez.

—Con tanto barullo.

—Y el dinero que cuestan.

—¿Todo para qué?

—Para ponerse una ropa que nunca más vuelve a llevarse.

—¡Ja!

—Y si algún día me casara —añadió Tariq—, tendrán que hacer sitio para tres. La novia, yo y el tipo que me apunte a la cabeza con una pistola.

El hombre de la fila de delante volvió a fulminarlo con la mirada.

En la pantalla, Alyona y su marido juntaron los labios.

Al contemplar el beso, Laila se sintió de pronto extrañamente expuesta. Notó con alarmante intensidad los latidos de su corazón, la sangre que se le agolpaba en las sienes, y el cuerpo de Tariq a su lado, tensándose, inmóvil. El beso se prolongaba. De repente a Laila le pareció absolutamente necesario no moverse ni hacer ruido alguno. Percibía que Tariq la estaba observando, con un ojo puesto en el beso y otro en ella, igual que ella lo observaba a él. ¿Escuchaba también el aire que entraba y salía silbando por su nariz, esperando detectar algún cambio sutil, una irregularidad reveladora que delatara sus pensamientos?

¿Y cómo sería besarlo a él, que el vello que tenía sobre el labio le hiciera cosquillas?

Entonces Tariq se agitó en su asiento.

—¿Sabías que si lanzas mocos al aire en Siberia, se convierten en carámbanos verdes antes de tocar el suelo? —dijo con voz tensa.

Los dos se echaron a reír, pero fue una risa corta, nerviosa. Cuando terminó la película y salieron a la calle, a ella le alivió ver que había oscurecido y que no tendría que mirar a Tariq a los ojos a la luz del día.

23

Abril de 1992

Transcurrieron tres años.

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