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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (21 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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También en el interior de Laila se libraba una batalla: la culpa por un lado, asociada con la vergüenza; por el otro, la convicción de que Tariq y ella no habían cometido ningún pecado, que todo había sido natural, bueno, hermoso, incluso inevitable, alentado por la idea de que tal vez no volvieran a verse nunca más.

Se tumbó de lado y trato de recordar una cosa. En determinado momento, cuando estaban en el suelo, Tariq había apoyado la frente en la de ella y luego había dicho algo entre jadeos, algo como «¿Te hago daño?», o «¿Te hace daño?».

Laila no estaba segura de qué había dicho.

«¿Te hago daño?»

«¿Te hace daño?»

Sólo habían pasado dos semanas desde su marcha y ya estaba ocurriendo. El tiempo embotaba sus recuerdos. Se esforzó al máximo para recordar las palabras exactas. De repente le parecía de vital importancia saberlo.

Cerró los ojos para concentrase mejor.

Con el tiempo, acabaría cansándose de ese ejercicio. Cada vez le resultaría más agotador conjurar, desempolvar, resucitar de nuevo lo que llevaba tanto tiempo muerto. De hecho, llegaría un día, años más tarde, en que Laila ya no lloraría su pérdida. O al menos no estaría siempre llorándolo. Llegaría un día en que los detalles del rostro de Tariq empezarían a borrarse de su memoria, y cuando oyera a una madre en la calle llamando a su hijo por el nombre de Tariq, ya no se sentiría perdida. No lo echaría de menos como entonces, cuando el dolor de su ausencia era su compañero inseparable, como el dolor fantasma de un miembro amputado.

Cuando Laila fuera una mujer adulta, sólo muy de vez en cuando, mientras planchara una camisa o empujara a sus hijos en el columpio, algún detalle trivial, tal vez el calor de una alfombra bajo sus pies en un día de verano o la frente curvada de algún desconocido, despertaría algún recuerdo de aquella tarde. Y entonces lo reviviría todo de golpe. La espontaneidad. Su asombrosa imprudencia. Su torpeza. El dolor, el placer y la tristeza del acto. El calor de sus cuerpos entrelazados. Y la invadiría por completo, dejándola sin aliento.

Pero luego pasaría. El momento se iría, dejándola abatida, sin sentir nada más que una vaga inquietud.

Laila decidió finalmente que Tariq había dicho: «¿Te hago daño?» Sí. Eso era. Se alegró de haberlo recordado.

De pronto oyó a
babi
llamándola desde lo alto de la escalera, pidiéndole que subiera rápidamente.

—¡Ha aceptado! —dijo
babi
con voz trémula por la emoción contenida—. Nos vamos, Laila. Todos juntos. Abandonamos Kabul.

•••

Los tres estaban sentados en la cama de
mammy.
Fuera, los misiles silbaban cruzando el cielo, y las fuerzas de Hekmatyar y Massud seguían combatiendo sin descanso. Laila sabía que en alguna parte de la ciudad acababa de morir alguien, y que una cortina de humo negro se cernía sobre algún edificio derrumbado en medio de una nube de polvo. Al día siguiente, habría cadáveres en la calle y habría que sortearlos. Recogerían algunos. Otros no. Los perros de Kabul, que se habían aficionado a la carne humana, se darían un festín.

Aun así, Laila sentía la necesidad de correr por esas calles, incapaz de contener su felicidad. Tenía que esforzarse por permanecer sentada y no chillar de alegría.
Babi
dijo que primero irían a Pakistán para solicitar los visados. ¡Pakistán, donde estaba Tariq! Sólo hacía diecisiete días que se había ido, calculó con un arrebato de emoción. Si
mammy
se hubiera decidido diecisiete días antes, habrían podido marcharse juntos. ¡Estaría con él en ese preciso instante! Pero eso ya no importaba. Se iban a Peshawar los tres, y allí encontrarían a Tariq y a sus padres. Seguro. Tramitarían juntos los visados. Y luego, ¿quién sabía? ¿Europa? ¿América? Tal vez, como decía siempre
babi,
algún lugar cerca del mar...

Mammy
estaba recostada en la cabecera de la cama. Tenía los ojos hinchados. Se tiraba del pelo.

Tres días antes, Laila había salido a la calle para tomar un poco el aire. Se había quedado apoyada en el portón y de pronto había oído un fuerte chasquido. Algo había pasado silbando junto a su oreja derecha y había hecho volar astillas de madera delante de sus ojos. A pesar de la muerte de Giti, de los miles de disparos y de los numerosos misiles que habían caído sobre Kabul, había tenido que ser la visión de aquel único agujero en el portón, a menos de tres dedos de donde Laila había apoyado la cabeza, lo que despertara por fin a su madre y le hiciera ver que una guerra le había arrebatado ya a dos hijos, y que la siguiente bien podía costarle la única hija que le quedaba.

Ahmad y Nur sonreían desde las paredes de la habitación. Laila vio los ojos de su madre yendo de una fotografía a otra con expresión de culpabilidad, como si solicitara su consentimiento, su bendición. Como si les pidiera perdón.

—Aquí no nos queda nada —dijo
babi
—. Nuestros hijos han muerto, pero aún tenemos a Laila. Aún nos tenemos el uno al otro, Fariba. Podemos empezar una nueva vida.

Babi
alargó la mano sobre la cama, y cuando se inclinó para coger las de su esposa, ella no las apartó. En su rostro se leía la rendición, la resignación. Se cogieron de la mano levemente, y luego se abrazaron, meciéndose en silencio.
Mammy
apoyó el rostro en el cuello de su marido, se aferró a su camisa.

Esa noche, Laila estaba tan nerviosa que no consiguió conciliar el sueño. Desde la cama contempló los estridentes tonos amarillos y anaranjados que iluminaban el horizonte. Sin embargo, en determinado momento, a pesar de la euforia que la embargaba y de los estallidos de la artillería, se quedó dormida.

Y soñó.

Están en una playa, sentados sobre una colcha. El día es frío y nublado, pero se encuentra muy a gusto junto a Tariq bajo la manta que los envuelve. Ve coches aparcados tras una valla baja, blanca y cuarteada, bajo una hilera de palmeras azotadas por el viento. Tiene los ojos llorosos por culpa del viento y los zapatos medio enterrados en la arena. El viento arroja también matojos de hierba seca de las onduladas crestas de una duna a la siguiente. Tariq y ella observan unos veleros que se mecen en el agua a lo lejos. A su alrededor vuelan las gaviotas entre chillidos. El viento arranca una nueva lluvia de arena de las leves pendientes. Se oye entonces un sonido semejante a un cántico, y Laila le cuenta lo que
babi
le enseñó años atrás sobre ese canto.

Tariq le limpia la frente de arena. Laila capta el destello de una alianza en su dedo. Es idéntica a la que lleva ella, de oro y con una especie de dibujo laberíntico en todo su contorno.

«Es verdad —le dice a Tariq—. Es la fricción de los granos entre sí. Escucha.» Él obedece. Frunce el ceño. Vuelven a oír el sonido. Un quejido cuando el viento es suave, un agudo coro de maullidos cuando el viento sopla con fuerza.

•••

Babi
dijo que debían llevarse sólo lo absolutamente necesario. El resto lo venderían.

—Con lo que saquemos podremos vivir en Peshawar hasta que encuentre trabajo.

Durante los dos días siguientes reunieron todo lo que podía ser vendido y formaron grandes montones.

En su habitación, Laila apartó viejos zapatos, blusas, libros y juguetes. Bajo la cama encontró una diminuta vaca de cristal amarillo que Hasina le había dado durante el recreo en quinto curso. También un llavero con una pelota de fútbol en miniatura, regalo de Giti. Una pequeña cebra de madera con ruedas. Un astronauta de cerámica que Tariq y ella habían encontrado un día en una alcantarilla. Ella tenía seis años y él ocho. Laila recordaba que se había producido una pequeña disputa por ver quién de los dos lo había encontrado.

Mammy
también recogió sus pertenencias, con movimientos reticentes y una expresión letárgica y distante en los ojos. Renunció a la vajilla buena, las servilletas y todas las joyas, salvo la alianza, y a la mayor parte de la ropa.

—No irás a vender esto, ¿verdad? —dijo Laila, levantando en alto el vestido de boda de su madre, que se abrió en cascada sobre su regazo. Acarició el encaje y la cinta que bordeaba el escote, y los aljófares cosidos a mano en las mangas.

Su madre se encogió de hombros y cogió el vestido para arrojarlo con brusquedad sobre el montón. Fue como quitarse un esparadrapo de un tirón, pensó Laila.

A
babi
le correspondió la tarea más dolorosa.

Lo encontró de pie en su estudio con expresión compungida, observando sus estantes. Llevaba una camiseta de segunda mano con una imagen del puente rojo de San Francisco. Una densa niebla ascendía de las aguas espumosas y engullía las torres del puente.

—Ya conoces esa vieja historia —dijo él—. Estás en una isla desierta y sólo puedes tener cinco libros. ¿Cuáles escogerías? Nunca pensé que tendría que hacerlo realmente.

—Tendremos que ayudarte a iniciar una nueva colección,
babi.

—Mmm. —Él sonrió con tristeza—. Me cuesta creer que vaya a abandonar Kabul. Fui al colegio aquí, conseguí aquí mi primer trabajo, fui padre en esta ciudad. Resulta extraño pensar que pronto dormiré bajo el cielo de otra ciudad.

—También a mí me lo parece.

—Durante todo el día me ha rondado por la cabeza un poema sobre Kabul. Lo escribió Saib-e-Tabrizi en el siglo diecisiete, creo. Antes me lo sabía entero, pero ahora sólo recuerdo dos versos:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,

o los mil soles espl
é
ndidos que se ocultaban tras sus muros.

Laila alzó la vista. Vio que su padre estaba llorando y le rodeó la cintura con el brazo.

—Oh,
babi.
Volveremos. Cuando termine esta guerra, volveremos a Kabul,
inshal
á
.
Ya lo verás.

En la tercera mañana, Laila empezó a trasladar las pilas de bártulos al patio para depositarlos junto al portón. Buscarían un taxi y lo llevarían todo a una casa de empeños.

Laila se pasó la mañana yendo de casa al patio y viceversa, acarreando gran cantidad de ropa y discos, e innumerables cajas con los libros de su padre. Debería haberse sentido extenuada al mediodía, cuando la pila de objetos que había junto al portón le llegaba a la cintura. Pero sabía que, con cada viaje, se acercaba el momento de volver a ver a Tariq, y con cada viaje sus piernas se volvían más ágiles y sus brazos más incansables.

—Vamos a necesitar un taxi muy grande.

La joven alzó la vista. Era su madre, que le hablaba desde el dormitorio. Estaba asomada a la ventana con los codos apoyados en el alféizar. El sol, cálido y espléndido, se reflejaba en sus grises cabellos, iluminando su rostro demacrado.
Mammy
llevaba el mismo vestido azul cobalto que se había puesto para la fiesta celebrada cuatro meses antes, un vestido desenfadado pensado para una mujer joven, pero, por un momento, a Laila le pareció estar ante una anciana. Una anciana de brazos nervudos, sienes hundidas y ojos cansados con oscuras ojeras, una criatura completamente distinta de la mujer regordeta de cara redonda que exhibía una sonrisa radiante en sus viejas fotos de boda.

—Dos taxis grandes —puntualizó ella.

También veía a su padre en la sala de estar, apilando cajas de libros.

—Sube aquí cuando termines con eso —le indicó su madre—. Nos sentaremos a comer huevos duros y judías que sobraron.

—Mi plato favorito —declaró la muchacha.

Pensó de repente en su sueño. En Tariq y ella sobre una colcha. Con el océano, el viento, las dunas.

¿Cómo sonaban las dunas al cantar?, se preguntó.

Laila se detuvo. Vio una lagartija gris que salía reptando de una grieta en el suelo. La lagartija movió la cabeza de un lado a otro. Parpadeó. Se metió como una flecha bajo una roca.

Ella volvió a imaginar la playa. Sólo que ahora se oía el canto por todas partes, e iba en aumento. Cada vez era más estridente, más agudo, y le llenaba la cabeza, ahogando todo lo demás. Las gaviotas no eran más que mimos con plumas, abriendo y cerrando el pico sin que de él saliera sonido alguno, y las olas rompían en la arena con espuma, pero en silencio. La arena seguía cantando. Chillaba. Sonaba como... ¿un tintineo?

Un tintineo no. No. Un silbido.

Laila dejó caer los libros. Alzó los ojos hacia el cielo, haciendo pantalla con una mano.

Entonces se produjo un espantoso estallido.

Y a su espalda hubo un destello blanco.

El suelo se movió bajo sus pies.

Algo cálido y potente la golpeó por detrás y la levantó por los aires. Y Laila voló, retorciéndose, dando vueltas en el aire, viendo el cielo, luego la tierra, luego el cielo, luego la tierra. Un gran pedazo de madera en llamas pasó velozmente por su lado. También pasaron mil pedazos de cristal, y a ella le pareció que los veía todos individualmente volando a su alrededor, girando lentamente, reflejando la luz del sol por un lado y por otro, con preciosos arco iris diminutos.

Luego se estrelló contra la pared y se desplomó. Sobre su rostro y sus brazos cayó una lluvia de polvo, piedras y cristales. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un objeto que caía pesadamente al suelo cerca de ella, un trozo sanguinolento de alguna cosa. Encima asomaba el extremo de un puente rojo a través de una densa niebla.

Formas que se mueven alrededor. Fluorescentes que brillan en el techo. El rostro de una mujer aparece sobre ella.

Laila vuelve a sumirse en la oscuridad.

Otro rostro. Esta vez de un hombre. Sus rasgos parecen grandes y flácidos. Sus labios se mueven, pero no producen ningún sonido. Laila sólo oye un pitido.

El hombre agita la mano delante de sus ojos. Pone mala cara. Sus labios vuelven a moverse.

Le duele. Le duele respirar. Le duele todo.

Un vaso de agua. Una píldora rosa.

De vuelta a la oscuridad.

La mujer otra vez. Rostro alargado, ojos juntos. Dice algo. Laila no oye nada más que el pitido. Pero ve las palabras, brotando de la boca de la mujer como espeso jarabe negro.

Le duele el pecho. Le duelen los brazos y las piernas.

Formas moviéndose a su alrededor.

¿Adónde ha ido Tariq?

¿Por qué no está aquí con ella?

Oscuridad. Una constelación de estrellas.

Babi
y ella de pie en un lugar muy alto. Él señala un campo de cebada. Un generador cobra vida.

La mujer de rostro alargado se inclina sobre ella y la mira.

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