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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (42 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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—¿Has oído lo que decían los talibanes sobre Bin Laden? —pregunta Tariq.

Aziza está sentada en la cama frente a él, observando el tablero con aire pensativo. Tariq le ha enseñado a jugar al ajedrez. La pequeña frunce el ceño y se da golpecitos en el labio inferior, imitando el lenguaje corporal de su padre cuando está decidiendo su siguiente movimiento.

Zalmai se encuentra un poco mejor del resfriado. Duerme, y Laila le frota el pecho con Vicks.

—Lo he oído —asiente.

Los talibanes han anunciado que no entregarán a Bin Laden porque es un
mehman,
un huésped, al que han dado refugio en Afganistán, y que va en contra del código ético
Pashtunwali
entregar a un huésped. Tariq ríe amargamente y Laila comprende que le repugna que tergiversen así una honorable tradición pastún, que falseen de tal forma las costumbres de su pueblo.

Unos cuantos días después del ataque, Laila y Tariq están de nuevo en el vestíbulo del hotel. En la pantalla del televisor, habla George W. Bush. A su espalda hay una gran bandera americana. En cierto momento, se le quiebra la voz y Laila cree que va a echarse a llorar.

Sayid, que sabe inglés, les explica que Bush acaba de declarar la guerra.

—¿Contra quién? —pregunta Tariq.

—Contra tu país, para empezar.

—Puede que no sea tan malo —dice él.

Acaban de hacer el amor. Tariq está tumbado junto a ella con la cabeza apoyada en su pecho y el brazo rodeándole el vientre. Las primeras veces que lo intentaban, tenían problemas. Él no hacía más que disculparse y Laila no hacía más que tranquilizarlo. Aún tienen problemas, pero no son físicos, sino logísticos. La casita que comparten con los niños es pequeña. Los pequeños duermen en catres, justo al lado, de modo que el matrimonio no disfruta de mucha intimidad. La mayoría de las veces, Laila y Tariq hacen el amor en silencio, con pasión muda, controlada, completamente vestidos bajo la manta por si los interrumpen los niños. Siempre se preocupan por el ruido de las sábanas y el crujido de los muelles. Pero ella sobrelleva de buen grado todos esos temores, con tal de estar junto a Tariq. Cuando hacen el amor, Laila se siente apoyada, protegida. Se disipan sus temores de que esa nueva vida sea sólo una bendición temporal, de que pronto se haga nuevamente pedazos. Desaparece el miedo a la separación.

—¿A qué te refieres? —pregunta.

—A lo que ocurre en Afganistán. Tal vez no resulte tan malo, después de todo.

En su tierra vuelven a caer las bombas, esta vez americanas. Todos los días Laila ve imágenes de guerra en la televisión, mientras cambia las sábanas y pasa la aspiradora. Los americanos han armado a los cabecillas militares una vez más y han conseguido ayuda de la OTAN para expulsar a los talibanes y encontrar a Bin Laden.

Pero las palabras de Tariq hieren a Laila, y le aparta la cabeza del pecho bruscamente.

—¿Que no será tan malo? ¿La muerte de mujeres, niños y ancianos? ¿La destrucción de sus hogares, de nuevo? ¿Que no será tan malo?

—Shhh. Despertarás a los niños.

—¿Cómo puedes decir eso después del supuesto error de Karam? —le espeta ella—. ¡Un centenar de inocentes! ¡Tú mismo viste los cadáveres!

—No —aduce Tariq. Se incorpora, apoyándose en un codo, y mira a Laila—. Me has entendido mal. Lo que quería decir...

—Tú no sabes lo que es —insiste Laila. Se percata de que está alzando la voz, de que están teniendo su primera riña conyugal—. Tú te fuiste cuando los muyahidines empezaron a luchar entre ellos, ¿recuerdas? Yo me quedé. Yo conozco la guerra. Perdí a mis padres por culpa de la guerra. Mis padres, Tariq. ¿Y ahora tengo que oírte decir que la guerra no es tan mala?

—Lo siento, Laila. Lo siento. —Tariq le toma la cara entre las manos—. Tienes razón. Perdóname. Lo que quería decir es que al final de la guerra quizá haya una esperanza, que quizá por primera vez en mucho tiempo...

—No quiero seguir hablando de esto —lo interrumpe Laila, sorprendida por cómo ha arremetido contra su marido.

Sabe que no ha sido justa con él —¿acaso la guerra no se llevó también a sus padres?—, y su encendida reacción empieza ya a apagarse. Tariq sigue hablando dulcemente, y cuando intenta atraerla hacia sí, ella se lo permite. Tariq le besa la mano y luego la frente, sin hallar resistencia. Laila sabe que seguramente tiene razón. Sabe a qué se refería. Tal vez todo esto sea necesario. Tal vez sea cierto que habrá una esperanza cuando las bombas de Bush dejen de caer. Pero no puede decirlo en voz alta, porque la tragedia de sus padres se está repitiendo para otras personas en Afganistán, porque algún niño desprevenido que volvía a casa acaba de quedarse huérfano por culpa de un misil, igual que le ocurrió a ella. No, Laila no puede expresarlo en voz alta. Es difícil alegrarse de eso. Le parece hipócrita, perverso.

Esa noche Zalmai se despierta tosiendo. Antes de que Laila pueda moverse, Tariq se levanta. Se coloca la prótesis, se acerca al niño y lo toma en brazos. Desde la cama, Laila observa la forma de Tariq moviéndose en la oscuridad, meciendo al pequeño. Ve el contorno de la cabeza de Zalmai sobre su hombro, las manos del niño enlazadas en el cuello de Tariq y los piececitos colgando junto a su cadera.

Cuando el niño vuelve a la cama, ninguno de los dos dice nada. Laila le toca la cara. Él tiene las mejillas húmedas.

50

La vida en Murri transcurre cómoda y tranquila para Laila. El trabajo no es pesado, y en los días libres, Tariq y ella llevan a los niños a montar en el telesilla hasta lo alto de la colina Patriata, o a Pindi Point, desde donde se divisa Islamabad y, los días especialmente despejados, incluso el centro de Rawalpindi. Allí, extienden una manta sobre la hierba, comen bocadillos de albóndigas con pepinos y beben ginger ale frío.

Es una buena vida, se dice Laila, por la que ha de estar agradecida. Es, de hecho, la clase de vida con la que soñaba cuando padecía los peores momentos con Rashid. Todos los días Laila se lo recuerda a sí misma.

Una cálida noche de julio de 2002, Tariq y ella están tumbados en la cama, hablando en voz baja sobre todos los cambios que se han producido en Afganistán. Han sido muchos. Las fuerzas de la coalición han expulsado a los talibanes de todas las ciudades importantes, obligándolos a cruzar la frontera con Pakistán y a refugiarse en las montañas del sur y el este de Afganistán. Se ha enviado a Kabul la ISAF, una fuerza internacional de pacificación. El país tiene ahora un presidente interino, Hamid Karzai.

Laila decide que ha llegado el momento de decírselo a Tariq.

Hace un año, no habría vacilado en dar un brazo por salir de Kabul. Pero en los últimos meses ha empezado a echar de menos la ciudad de su infancia. Añora el bullicio del bazar Shor, los jardines de Babur, la voz de los aguadores que acarrean sus pellejos de piel de cabra. Se acuerda de los vendedores de ropa de la calle del Pollo y sus regateos, y los vendedores ambulantes de melones de Karté Parwan.

Pero no es sólo la nostalgia del hogar lo que le trae el recuerdo de Kabul. Es la inquietud lo que la consume. Oye decir que se están construyendo escuelas, se están reparando las carreteras, que las mujeres vuelven al trabajo, y a pesar de que su vida en Murri es muy agradable y de que se siente muy agradecida por ella, le parece... insuficiente. Intrascendente. Peor aún, desperdiciada. Últimamente, ha empezado a oír la voz de
babi
resonando en su cabeza. «Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila —dice—. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará.»

Laila oye asimismo la voz de
mammy,
recuerda aquella frase suya tan significativa: «Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos.» Ahora Laila desea regresar a Kabul por sus padres, para que ellos lo vean a través de sus ojos.

Pero sobre todo, lo que mueve a Laila es el recuerdo de Mariam. ¿Para esto murió?, se pregunta. ¿Se sacrificó para que Laila fuera camarera de un hotel en un país extranjero? Tal vez a Mariam no le importaría mientras ella y los niños fueran felices y estuvieran a salvo, pero a Laila sí que le importa. De repente, le importa muchísimo.

—Quiero volver —dice.

Tariq se incorpora en la cama y la mira.

Laila se sorprende de nuevo de lo atractivo que es, de la curva perfecta de su frente, de los esbeltos músculos de sus brazos, de sus ojos reflexivos e inteligentes. Ha transcurrido un año y todavía hay ocasiones en las que Laila apenas puede creer que hayan vuelto a encontrarse, que él esté realmente a su lado, que sea su marido.

—¿Volver? ¿A Kabul?

—Sólo si tú también lo deseas.

—¿No eres feliz aquí? Pareces contenta. Los niños también.

Laila se incorpora. Tariq se mueve para hacerle sitio.

—Soy feliz —afirma Laila—. Por supuesto que sí. Pero... ¿adónde nos conducirá esto, Tariq? ¿Cuánto tiempo nos quedaremos? Éste no es nuestro hogar. Nuestro hogar está en Kabul, y allí están ocurriendo muchas cosas buenas. Me gustaría formar parte de todo eso, hacer algo, contribuir. ¿Lo entiendes?

Él asiente despacio.

—¿Es eso lo que quieres, pues? ¿Estás convencida?

—Sí, estoy segura. Pero hay algo más. Siento que he de volver. Ya no me parece bien seguir aquí.

Tariq se contempla las manos y luego vuelve a mirarla.

—Pero sólo si tú también lo deseas, sólo así —repite Laila.

Su marido sonríe. Se borran las arrugas de su frente y, por un momento, vuelve a ser el Tariq de antaño, el que no padecía migrañas y que en una ocasión había dicho que en Siberia los mocos se helaban antes de caer al suelo. Tal vez son imaginaciones suyas, pero Laila diría que últimamente cada vez son más frecuentes esas reapariciones del antiguo Tariq.

—¿Yo? —replica él—. Te seguiría al fin del mundo, Laila.

Ella lo atrae hacia sí y lo besa en los labios. Tiene la impresión de que jamás lo ha amado tanto como en ese momento.

—Gracias —murmura, con la frente apoyada en la de Tariq.

—Regresemos a casa.

—Pero primero, quiero ir a Herat —añade ella.

—¿A Herat?

Laila se explica.

Los niños necesitan que los tranquilicen, cada uno a su manera. Laila tiene que sentarse junto a una alterada Aziza, que aún sufre pesadillas, que se echó a llorar del susto hace una semana, cuando alguien disparó al aire en una celebración de boda cercana. La madre tiene que explicar a la niña que, cuando regresen a Kabul, los talibanes ya no estarán allí, que no habrá combates, y que no la enviarán de vuelta al orfanato.

—Viviremos todos juntos. Tu padre, Zalmai y yo, y tú también, Aziza. Nunca más tendrás que separarte de mí, te lo prometo. —Laila sonríe a su hija—. Hasta el día que tú quieras, claro está. Cuando te enamores de algún joven y quieras casarte con él.

El día que abandonan Murri, Zalmai está inconsolable. Se aferra al cuello de
Alyona
y se niega a soltarla.

—No consigo separarlo de ella,
mammy
—se lamenta Aziza.

—Zalmai, no podemos llevar una cabra en el autobús —vuelve a explicarle Laila.

Pero el niño sigue agarrándola, hasta que Tariq se arrodilla a su lado y le promete que en Kabul le comprará una cabra igualita que
Alyona.

Hay lágrimas también en la despedida de Sayid. Para darles buena suerte, Sayid sujeta el Corán en el umbral para que Tariq, Laila y los niños lo besen tres veces, y luego lo sostiene en alto para que pasen por debajo. Sayid ayuda a Tariq a cargar las dos maletas en el portaequipajes del coche y luego los acompaña a la estación, donde se queda agitando la mano cuando el autobús se aleja con un petardeo.

Laila se recuesta en el asiento y observa la figura de Sayid, cada vez más lejana, por la ventanilla posterior. En su cabeza resuena una vocecita que expresa sus dudas y recelos. Se pregunta si no estarán cometiendo una locura al abandonar la seguridad de Murri para volver al país donde han perecido sus padres y hermanos, y donde el humo de las bombas apenas se ha disipado.

Y luego, de los oscuros recovecos de su memoria, surge el recuerdo de dos versos, la oda de despedida de
babi
dedicada a Kabul:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,

o los mil soles espl
é
ndidos que se ocultaban tras sus muros.

Laila parpadea para contener las lágrimas. Kabul los aguarda. Los necesita. Al volver a casa, están haciendo lo correcto. Pero primero tiene por delante una última despedida.

Las guerras de Afganistán han destruido las carreteras que conectan Kabul, Herat y Kandahar. Ahora la forma más sencilla de llegar a Herat es a través de Mashad, en Irán. Laila y su familia pasan la noche en un hotel de esa ciudad iraní, y por la mañana se suben a otro autobús.

Mashad es una ciudad llena de gente, ruidosa. Laila contempla los parques, mezquitas y restaurantes
chelo kebab
que el autobús va dejando atrás. Cuando pasan por delante del santuario consagrado al imán Reza, el octavo imán chií, Laila estira el cuello para ver mejor los azulejos relucientes, los minaretes, la magnífica cúpula dorada, todo ello cuidado con esmero y amor. Piensa entonces en los budas de su país, convertidos ahora en polvo que el viento lleva por el valle Bamiyán.

El viaje en autobús hasta la frontera dura casi diez horas. El terreno se vuelve más desolado, más árido, a medida que se acercan a Afganistán. Poco antes de cruzar, pasan junto a un campamento de refugiados afganos. Para Laila, no es más que un borrón de polvo amarillo, tiendas negras y alguna que otra estructura hecha de chapas de acero. Ella alarga la mano para apretar la de Tariq.

En Herat, la mayoría de las calles están asfaltadas y flanqueadas de pinos fragantes. Hay parques municipales, bibliotecas en construcción, jardines bien cuidados y edificios recién pintados. Los semáforos funcionan, y lo que más sorprende a Laila es que haya luz eléctrica de forma regular. Ha oído decir que el cabecilla militar de Herat, Ismail Jan, un señor feudal, ha ayudado a reconstruir la ciudad con las considerables tasas aduaneras que recauda en la frontera con Irán, dinero que Kabul afirma que no le pertenece a él, sino al Gobierno central. La voz del taxista que los lleva al hotel Muwaffaq tiene un tono reverente y temeroso cuando pronuncia el nombre de Ismail Jan.

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