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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (23 page)

BOOK: Miles de Millones
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Parade
abordó directamente las cuestiones polémicas del texto con esta introducción:

El siguiente artículo, cuya publicación íntegra está también prevista en
Ogonyok,
la revista más popular de la Unión Soviética, trata de las relaciones entre las dos naciones. Es probable que algunos ciudadanos de ambos países encuentren incómodas e incluso provocativas ciertas consideraciones de Cari Sagan, sobre todo porque pone en tela de juicio las visiones populares de la historia de cada nación. La redacción de
Parade
confía en que este análisis, que será leído tanto aquí como en la Unión Soviética, constituya un primer paso hacia la consecución de los mismos objetivos a que hace referencia el autor.

Las cosas, sin embargo, no eran tan sencillas, ni siquiera en la liberalizadora Unión Soviética de 1988. Korotich se había comprometido antes de conocer el texto, y cuando leyó mis comentarios críticos sobre la historia y la política soviéticas se sintió obligado a consultar a una autoridad superior. La responsabilidad del contenido del artículo, tal como apareció en
Ogonyok,
acabó recayendo, al parecer, en el doctor Georgi Arbatov, director del Instituto de Estados Unidos y Canadá de la entonces Academia Soviética de Ciencias, miembro del comité central del Partido Comunista y consejero íntimo de Gorbachov. Arbatov y yo mantuvimos en privado varias conversaciones de carácter político, y me sorprendieron su franqueza y su sinceridad. Aunque en cierto modo resultaba alentador advertir que en su mayor parte el texto no había sido retocado, también resulta instructivo comprobar qué cambios se habían efectuado y qué pensamientos se juzgaban demasiado peligrosos para el ciudadano soviético medio. Así pues, al final del artículo menciono las alteraciones más interesantes, que no dejan de constituir una censura.

El artículo

Si unos extraterrestres estuvieran a punto de invadirnos, dijo el presidente de Estados Unidos al secretario general soviético, nuestros dos países podrían unirse contra el enemigo común. Existen, desde luego, muchos ejemplos de adversarios mortales que, enfrentados durante generaciones, aparcaron sus diferencias para atender una amenaza más apremiante: las ciudades-estado griegas contra los persas; los rusos y los cumanos (que antaño habían saqueado Kiev) contra los mongoles o, de hecho, los norteamericanos y los soviéticos contra los nazis.

Una invasión alienígena es ciertamente improbable, pero hay un amplio abanico de enemigos comunes (algunos de los cuales representan una amenaza sin precedentes, propia, por otra parte, de nuestro tiempo). Proceden de nuestro creciente poder tecnológico y de nuestra resistencia a prescindir de las ventajas a corto plazo en beneficio del bienestar de nuestra especie a más largo plazo.

El inocente acto de quemar carbón y otros combustibles fósiles incrementa el efecto invernadero del dióxido de carbono y eleva la temperatura de la Tierra, de manera que, según algunas previsiones, en menos de un siglo el Medio Oeste estadounidense y la Ucrania soviética —actuales graneros del mundo— podrían convertirse en eriales. Diversos gases inertes y aparentemente inofensivos empleados en la refrigeración debilitan la capa protectora de ozono, con lo que aumenta el volumen de radiación ultravioleta solar que llega a la superficie de la Tierra, destruyéndose así un número enorme de microorganismos en la base de una mal comprendida cadena alimentaria, en cuya cima nos mantenemos de manera precaria. La contaminación industrial de Estados Unidos destruye bosques en Canadá. Un accidente en un reactor nuclear soviético pone en peligro la antigua cultura de Laponia. Terribles enfermedades epidémicas se extienden por todo el mundo aceleradas por la tecnología de los transportes modernos. Es seguro que habrá otros peligros que, por nuestra voluble atención a lo inmediato, todavía no hemos descubierto.

La carrera de las armas nucleares, iniciada conjuntamente por Estados Unidos y la Unión Soviética, ha minado el planeta con unas 60.000 armas atómicas, muchas más de las necesarias para hacer desaparecer ambas naciones, poner en peligro la civilización global y, quizá, acabar incluso con el experimento humano que comenzó hace un millón de años. Pese a las indignadas protestas pacifistas y los compromisos solemnes de los tratados para invertir la carrera nuclear, cada año Estados Unidos y la Unión Soviética se las arreglan para fabricar nuevos artefactos atómicos capaces de destruir todas las ciudades importantes del planeta. Cuando se piden justificaciones, cada parte se apresura a acusar a la otra. Tras los desastres del transbordador espacial
Challenger
y de la central nuclear de Chernobil, tuvimos que recordar que, pese a nuestros mejores esfuerzos, la alta tecnología puede tener fallos catastróficos. En el siglo de Hitler, hemos comprobado que los locos son capaces de hacerse con el control absoluto de estados industriales modernos. Sólo es cuestión de tiempo el que se produzca algún error sutil e imprevisto en la maquinaria de la destrucción masiva, o un fallo crucial de las comunicaciones, o una crisis emocional de algún líder nacional abrumado. En términos generales, la especie humana gasta anualmente cerca de un billón de dólares (casi todo por parte de Estados Unidos y la Unión Soviética) en preparativos para la intimidación y la guerra. Volviendo al principio, es posible que los malévolos extraterrestres apenas tuviesen motivo para atacar la Tierra; después de un examen preliminar, tal vez decidieran tener un poco de paciencia y aguardar a que nosotros mismos nos destruyéramos.

Estamos en peligro. No necesitamos invasores alienígenas. Ya hemos generado riesgos suficientes por nuestra cuenta, pero se trata de peligros invisibles, en apariencia muy alejados de la vida cotidiana, cuya comprensión requiere una reflexión atenta y que se refieren a gases transparentes, radiaciones invisibles y armas nucleares de cuyo empleo casi nadie ha sido testigo. No hay un ejército extranjero dispuesto a saquear, subyugar, violar y asesinar.

Nuestros enemigos comunes son de personificación más laboriosa, más difíciles de odiar que un Shahanshah, un Kan o un Führer. La integración de fuerzas contra estos nuevos adversarios nos obliga a realizar un decidido esfuerzo de autorreconocimiento, porque nosotros mismos —todas las naciones de la Tierra, pero en especial Estados Unidos y la Unión Soviética— somos responsables de los peligros que ahora afrontamos.

Nuestras dos naciones son tapices tejidos por una rica diversidad de fibras étnicas y culturales. Militarmente, somos los países más poderosos de la Tierra. Defendemos la idea de que la ciencia y la tecnología pueden construir una vida mejor para todos. Compartimos una fe manifiesta en el derecho de los pueblos a regirse por sí mismos. Nuestros sistemas de gobierno fueron fruto de revoluciones históricas contra la injusticia, el despotismo, la incompetencia y la superstición. Venimos de revolucionarios que consiguieron lo imposible: librarnos de tiranías arraigadas durante siglos y supuestamente sancionadas por la divinidad. ¿Qué nos costará escapar de la trampa que nosotros mismos nos hemos tendido?

Cada bando guarda celosamente en su memoria una larga lista de abusos cometidos por el otro, algunos imaginarios, pero la mayoría auténticos en mayor o menor grado. Cada vez que una parte comete un atropello, podemos tener la seguridad de que la otra le pagará con la misma moneda. Ambas naciones rebosan de orgullo herido y profesión de rectitud moral. Cada una conoce hasta el mínimo detalle las fechorías de la otra, pero apenas repara en los pecados propios y los sufrimientos causados por su política. En cada bando hay, desde luego, personas bondadosas y honestas que perciben los peligros creados por sus políticas nacionales, gentes para las que enderezar las cosas es una cuestión de decencia elemental y de simple supervivencia. Sin embargo, hay también, en uno y otro bando, personas poseídas por un odio y un miedo avivados por las respectivas agencias propagandísticas nacionales, gentes que creen que sus adversarios son irredimibles y buscan el enfrentamiento. Los duros de cada bando
azuzan
a los del bando contrario. Se deben mutuamente su crédito y su fuerza. Se necesitan los unos a los otros. Están trabados en un abrazo mortal.

Si nadie más, alienígena o humano, puede librarnos de este abrazo mortal, sólo nos resta una alternativa: por doloroso que resulte, tendremos que lograrlo nosotros mismos. Un buen comienzo consiste en examinar los hechos históricos tal como los vería la otra parte (o la posteridad, si hay alguna). Imaginemos primero cómo consideraría un observador soviético algunos de los acontecimientos de la historia de Estados Unidos: este país, fundado en el principio de la libertad, fue la última gran nación en poner fin a la esclavitud; muchos de sus fundadores —George Washington y Thomas Jefferson entre ellos— fueron propietarios de esclavos; y el racismo estuvo legalmente sancionado durante un siglo tras la liberación de los esclavos. Estados Unidos ha violado de manera sistemática más de 300 tratados firmados para garantizar algunos de los derechos de los habitantes originarios de aquellas tierras. En 1899, dos años antes de ser elegido presidente, Theodore Roosevelt, en un discurso que fue muy aplaudido, defendió la «guerra justa» como único medio de alcanzar la «grandeza nacional». En 1918, Estados Unidos invadió la Unión Soviética en un frustrado intento por acabar con la revolución bolchevique. Estados Unidos inventó las armas nucleares y fue la primera y única nación que las utilizó contra la población civil, matando en ese proceso centenares de miles de hombres, mujeres y niños. Estados Unidos albergaba planes operativos para el aniquilamiento nuclear de la Unión Soviética aun antes de que ésta dispusiera de un arma atómica, y fue el principal innovador en la continuada carrera de armas nucleares. De las numerosas contradicciones recientes entre teoría y práctica por parte de Estados Unidos cabe citar la advertencia, imbuida de indignación moral, de la administración actual [Reagan] a sus aliados para que no vendieran armas a los terroristas de Irán mientras, bajo cuerda, hacía precisamente eso; la maquinación de guerras soterradas por todo el mundo en nombre de la democracia, en tanto se oponía a sanciones económicas efectivas contra un régimen surafricano que priva a la inmensa mayoría de ciudadanos de cualquier derecho político; la indignación ante el hecho de que, violando la legislación internacional, Irán minase el Golfo Pérsico, al tiempo que esa misma administración hacía lo propio con puertos nicaragüenses y después eludía la jurisdicción del Tribunal Internacional; la acusación sobre Libia de matar niños y el asesinato de niños en represalia, y la denuncia del trato de las minorías en la Unión Soviética, cuando en Estados Unidos hay más jóvenes negros en las cárceles que en las universidades. No se trata sólo de maligna propaganda soviética. Incluso las personas en buena disposición hacia Estados Unidos podrían tener grandes reservas acerca de las verdaderas intenciones de este país, sobre todo cuando los norteamericanos se resisten a reconocer los hechos incómodos de su historia.

Imaginemos ahora cómo consideraría un observador occidental algunos de los acontecimientos de la historia soviética. En su orden de ataque del 2 de julio de 1920, el mariscal Tujachevsky dijo: «Con nuestras bayonetas llevaremos la paz y la felicidad a la humanidad trabajadora ¡Hacia el Oeste!» Poco después, Lenin, en una conversación con delegados franceses, observó: «Sí, las tropas soviéticas están en Varsovia. Pronto Alemania será nuestra. Reconquistaremos Hungría. Los Balcanes se alzarán contra el capitalismo. Italia temblará. En esta tormenta estallarán todas las costuras de la Europa burguesa.» Evoquemos luego los millones de ciudadanos soviéticos muertos por obra de la política premeditada de Stalin en los años que median entre 1919 y la Segunda Guerra Mundial: la colectivización forzada, las deportaciones en masa de campesinos, la consecuente hambruna de 1932-1933 y las grandes purgas, en la que fueron detenidos y ejecutados casi todos los jerarcas del Partido Comunista mayores de 35 años mientras era proclamada con ufanía una nueva constitución que supuestamente garantizaba los derechos de los ciudadanos soviéticos. Consideremos asimismo la decapitación del Ejército Rojo por orden de Stalin, el protocolo secreto de su pacto de no agresión con Hitler y su negativa a creer en una invasión nazi de la URSS incluso después de comenzada, y los millones de muertos por esa causa. Pensemos a continuación en las restricciones soviéticas de los derechos civiles, la libertad de expresión y la emigración, el antisemitismo continuo y endémico y la persecución religiosa. Si poco después del establecimiento de una nación sus más altos dirigentes militares y civiles se jactan de sus intenciones de invadir estados vecinos, si el líder absoluto durante casi la mitad de su historia es alguien que sistemáticamente mató a millones de compatriotas, si todavía hoy figura en sus monedas el símbolo nacional blasonado sobre el mundo entero, es comprensible que ciudadanos de otras naciones, incluso aquellos de disposición más pacífica o crédula, se muestren escépticos ante sus buenas intenciones, por sinceras y auténticas que éstas sean. No se trata sólo de maligna propaganda norteamericana. El problema se complicará si se pretende que tales hechos jamás existieron.

«Ninguna nación puede ser libre si oprime a otras naciones», escribió Friedrich Engels. En la conferencia de Londres de 1903, Lenin postuló «el completo derecho de todas las naciones a la autodeterminación». Los mismos principios fueron formulados con casi idéntico lenguaje por Woodrow Wilson y muchos otros políticos estadounidenses. Sin embargo, y para ambas naciones, los hechos hablan de otra manera.

La Unión Soviética se anexionó por la fuerza Letonia, Lituania, Estonia y partes de Finlandia, Polonia y Rumania; ocupó y sometió a un régimen comunista a Polonia, Rumania, Hungría, Mongolia, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania oriental y Afganistán, y sofocó el alzamiento de los obreros de Alemania oriental en 1953, la revolución húngara de 1956 y la tentativa checa de introducir en 1968 el
glasnost y la perestroika.
Dejando aparte las guerras mundiales y las expediciones para combatir la piratería o el tráfico de esclavos, Estados Unidos ha perpetrado invasiones e intervenciones armadas en otros países en más de 130 ocasiones
[12]
, incluyendo China (18 veces), México (13), Nicaragua y Panamá (9 cada uno), Honduras (7), Colombia y Turquía (6 en cada país), República Dominicana, Corea y Japón (5 cada uno), Argentina, Cuba, Haití, el reino de Hawai y Samoa (4 cada uno), Uruguay y Fiji (3 cada uno), Granada, Puerto Rico, Brasil, Chile, Marruecos, Egipto, Costa de Marfil, Siria, Irak, Perú, Formosa, Filipinas, Camboya, Laos y Vietnam. La mayoría de estas incursiones han sido escaramuzas para mantener gobiernos sumisos o proteger propiedades e intereses de empresas estadounidenses, pero algunas han sido mucho más importantes, prolongadas y cruentas.

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