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Mis creencias
», publicado en 1984, es un libro que recoge múltiples artículos, notas, conferencias, discursos y reflexiones filosóficas de Albert Einstein, que a veces rozan problemas científicos, pero que en su gran mayoría se refieren a tópicos candentes de su época. Estos trabajos, casi todos breves, aunque sustanciosos, unidos por un hilo conductor, el destino del hombre preservado para fines más nobles que la aniquilación mutua, reflejan las profundas e íntimas conmociones que sacudieron el ánimo del científico en sus últimos años, cuando las nubes de otra conflagración, más cruel que cuantas hubiera soportado la humanidad, se cernían sobre el horizonte político mundial: La segunda guerra mundial y su trágico fin que llevó al uso de la bomba atómica, anticipándole el enorme peligro que amenazaba al planeta y el camino tenebroso en que había desembocado la ciencia.
Albert Einstein
Mis creencias
ePUB v1.6
MayenCM03.06.12
Título original:
Meine Überzeugungen
Albert Einstein, escritos de 1939-1952.
Traducción: Alfredo llanos
Editor original: MayenCM (v1.0 a v1.6)
ePub base v2.0
E
n este volumen recogemos múltiples artículos, notas, conferencias, discursos y reflexiones filosóficas de Albert Einstein, que a veces rozan problemas científicos, pero que en su gran mayoría se refieren a tópicos candentes de su época, de la cual la nuestra es una continuación.
En ello reside el valor de estos trabajos, casi todos breves, aunque sustanciosos. El célebre físico, que pasará a la historia como uno de los hombres más importantes de su tiempo, inició un nuevo período en el progreso de la ciencia con sus audaces teorías. Ciertamente, si bien su modestia lo haya negado, suyo es el mérito de haber inaugurado la era nuclear, pues fue el pionero de la fisión del átomo, descubrimiento que ha abierto un mundo fascinante y riesgoso para nuestra civilización.
Este mismo hecho convirtió a Einstein, consciente del tremendo poder destructivo que las nuevas armas representaban para todo el orbe, en un decidido defensor de la paz, el desarrollo de la cultura y la igualdad y seguridad de los pueblos. Aparece así la faz del humanista que ante la presencia de un arsenal de horror se entrega a la tarea de luchar con pasión en favor de un pacifismo activo, detrás del cual se advierten las inquietudes del sociólogo y del pedagogo.
En estos escritos, todos los cuales se hallan unidos por un hilo conductor: el destino del hombre, preservado para fines más nobles que la aniquilación mutua, y su preocupación por la vida comunitaria, se descubren las profundas conmociones que sacudieron el ánimo del científico en sus últimos años, cuando las nubes de otra conflagración, más cruel que cuantas haya soportado la humanidad, se cernían sobre el horizonte político mundial. La segunda guerra mundial y su trágico fin que llevó al uso de la bomba atómica le anticiparon el enorme peligro que amenazaba al planeta y el camino tenebroso en que había desembocado la ciencia. El saber al servicio de la muerte, cuando en realidad se lo había concebido siempre como sostén e impulso de la vida.
Si no se reaccionaba con premura ante la grave situación que ponía en manos de los conductores ambiciosos y de la fuerza bruta un poder siniestro que se le había arrancado a la naturaleza, todo el esfuerzo acumulado durante milenios y la estirpe humana misma, podían ser arrasados por las radiaciones de energía que revelaba el átomo insondable.
De allí surgió, en efecto, la rebelión humanista, «la obstinación de un inconformismo incorregible», que en Einstein posee las más variadas manifestaciones de carácter ético más que intelectual. Sus propuestas para mantener la paz a todo trance, sus discusiones respecto a las condiciones nacidas con motivo de la revolución científica monopolizada por el designio belicista tienen en él, sin excepción, un tono dramático. Nada escapa a su perspicaz mirada, aunque no lo vea todo en su conjunto: la instrucción, la cultura, la religión con sus falsos dioses, la mentalidad militarista tan notoria en los EE. UU. de posguerra, el socialismo y el acierto de su planificación, el derrotero peligroso asumido por la ciencia, y una aguda crítica al capitalismo, cuya "anarquía económica es la verdadera fuente de todos los males». Cabe recordar a este respecto las cartas en que polemizó con un grupo de científicos soviéticos, en las que con mesura y sinceridad por ambas partes se discutió, entre otros temas, el proyecto del «gobierno supranacional», que Einstein propugnaba y consideraba uno de sus esquemas para salvar a la humanidad de la hecatombe, si bien sus interlocutores lo rechazaron de plano. Las partes no se entendieron, por supuesto. Sin embargo, el tono de cada postura sirvió para aclarar posiciones dentro de un nivel intelectual de primer plano.
En otros aspectos de su vehemente defensa de la paz creyó el sabio que era indispensable modificar los sistemas de enseñanza, en una referencia directa a los EE. UU. Resultaba el único medio para que la juventud no se habituara a la voz de mando ni aprendiera sólo a competir por objetivos deleznables ni a completar la «carrera de los honores», según se acostumbra en el mundo burgués. Sostenía que por sobre todas las frivolidades y acechanzas de la educación corriente existía un plano ético insustituible, al que había que llegar con humildad y talento. La palabra viva, el ejemplo, la capacidad pedagógica es en este terreno lo esencial. Los libros, que no pueden desecharse, vienen en segundo término, pues no pueden superar jamás la aptitud y la influencia del educador que ha abrevado en las fuentes de la sabiduría.
Einstein fue el auténtico hombre de ciencia que no desdeñaba la fe, mas ésta no se vinculaba con ningún dogma. Una fibra humanista, que recorre como un hálito los diversos escritos aquí ofrecidos, sostenía sus ideas generosas y constructivas, las que por propia confesión, surgían espontáneamente ante el espectáculo de una sociedad —la americana— que parecía empeñarse en destruirlo todo para asegurar el dominio de unos pocos a través del terror. Aceptaba, no obstante, que sus postulados en disciplinas en las que no era especialista —y creyó siempre que el especialista es un ser escindido— eran el producto de un sano empirismo, que nada tenía que ver con ese vocablo como aparece en distintas escuelas filosóficas.
Sin embargo, hay que destacar que el espíritu de este insigne físico mostró preferencia, y ello se comprueba por la lectura de algunas de estas notas, por algunas figuras eminentes del pensamiento y la sabiduría universales. Guardó un profundo afecto por un filósofo de su propia raza, cuyo influjo se hizo notar en su tiempo y mucho después: Spinoza, tan apreciado entre los grandes pensadores alemanes de los siglos XVIII y XIX. Este judío, que se rebeló contra su comunidad, ha dejado una impronta imborrable en las tendencias espiritualistas einstenianas, la que puede rastrearse sin esfuerzo en el artículo en que se ocupa de la religión. Einstein fue un espíritu piadoso si se entiende por religión una fuerza ética, que participa del panteísmo del maestro, y que se opone a la Biblia y a la teología. Quizá el físico se colocó más allá de la ciencia en la búsqueda de la fuente en que se asientan el espíritu, el sentimiento, la emoción que alienta al hombre a esclarecer los dilemas que le plantea la vida individual y el contorno social. Todo ello no significa que haya aceptado la concepción de un dios personal, a través del cual, de acuerdo con su opinión, los sacerdotes han impuesto el miedo y la superstición.
También expresó el científico su simpatía por el Mahatma Gandhi, cuya lucha por el pacifismo de la no violencia le sirvió de paradigma.
Aquí se unían dos actitudes similares fundadas en principios morales que se atrevían a desafiar al mundo de la fuerza ciega y la prepotencia. Esta hermandad en el esfuerzo sigue siendo el signo de nuestra época, sobre la que pende tal vez con mayor intensidad, el peligro denunciado en su momento y la voz de alerta de los cruzados de la paz, que los intereses creados disimulan y disfrazan con el pretexto de la seguridad nacional.
Colocado más allá de lo trivial y de las convenciones que obnubilan la mente de los hombres, Einstein fue la conciencia viva que clamó en el desierto del egoísmo, de la turbia maleza de la diplomacia secreta y los propósitos dominadores de la política mundial. Y asimismo tuvo el coraje civil de acusar a su país de adopción de practicar la doblez y la moderna inquisición y la caza de brujas en la vida interna de la nación y en las relaciones internacionales con su descarada infiltración policial.
Unas líneas que escribió sobre el socialismo ético —que figuran en este volumen— prueban su convicción humanista y la necesidad de ordenar la sociedad dentro de los más rigurosos cánones de justicia e igualdad.
Fue un rebelde convencido de su verdad, aunque esta verdad fuera un anhelo lejano. Su luz espiritual no ha de apagarse porque su bandera no ha sido arriada ni lo será jamás, puesto que hoy es más claro que nunca que la reflexión y la filosofía, como quería Spinoza, son el impulso de la vida y la esperanza.
Recordemos, al pasar, que Einstein había nacido en Ulm, Alemania, en 1879, es decir, durante el primer centenario de la Revolución francesa. Además dicha ciudad es conocida en la historia de la filosofía, pues se halla asociada al nombre de Descartes, quién pasó en ella una temporada. Allí una noche de noviembre de 1629, según la tradición, tuvo éste tres sueños misteriosos, que según algunos intérpretes preanunciaban la unidad de la ciencia sobre una base espiritual. Un hecho fortuito, carente en efecto de explicación plausible, une a dos hombres ilustres en el campo del pensamiento y de la ciencia. Sacar conclusiones sería aventurado. Sólo nos limitamos a subrayar una coincidencia.
A. LLANOS
V
ivimos una época rica en inteligencias creadoras, cuyas expresiones han de acrecentar considerablemente nuestras vidas. Hoy cruzamos los mares merced a la fuerza desarrollada por el hombre, y empleamos también esa energía para aliviar a la humanidad del trabajo muscular agotador. Aprendimos a volar y somos capaces de enviar mensajes y noticias sin dificultad alguna a los más remotos lugares del mundo, por medio de ondas eléctricas.
No obstante, la producción y distribución de bienes se halla por completo desorganizada, de manera que la mayoría ha de vivir temerosa ante la posibilidad de verse eliminada del ciclo económico, y sufrir así la falta de lo necesario. Además, los habitantes de las distintas naciones se matan entre sí a intervalos regulares, por lo que también, debido a esta causa debe sentir miedo y terror todo el que piense en el futuro. Esta anomalía se debe al hecho de que la inteligencia y el carácter de las masas son muy inferiores a la inteligencia y al carácter de los pocos que producen algo valioso para la comunidad. Confío en que la posteridad lea estas afirmaciones con un sentido de justicia y la necesidad de un cambio en la situación.
(1939)
E
n el instante en que el compilador de este volumen me solicitó que escribiese algo sobre Bertrand Russell, mi admiración y respeto por este autor me impulsaron a decir que sí sin vacilación. Debo innumerables horas de satisfacción a la lectura de las obras de Russell, tributo que no puedo rendir a ningún otro escritor científico contemporáneo, con la excepción de Thorstein Veblen. Descubrí pronto, empero, que era más fácil formular la promesa que cumplirla. Había prometido decir algo sobre Russell como filósofo y epistemólogo. Después de empezar a hacerlo muy confiado, advertí en seguida que me había aventurado en un tembladeral, pues hasta entonces me había limitado, de manera cautelosa, por falta de experiencia, al campo de la física.