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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (38 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Se le ahogó la voz y guardó silencio, encorvado en su asiento y con la mirada perdida en el lejano valle.

-¿Lo apresaron? -insistí suavemente.

-Lo apresaron -repitió el Macabeo, con un áspero tono de amargura en la voz-. Se apoderaron de él y lo hicieron prisionero para cobrar rescate. Vacié mis cofres para pagar lo que pedían; el pueblo contribuyó con todo el oro y todas las joyas que poseía; reunieron espontáneamente hasta los últimos fragmentos de oro y plata que había en el país, para poder rescatar con vida a un hijo de Matatías. Se lo entregamos todo a los griegos, y después de recibirlo mataron a mi hermano...

Lo que antecede es la conversación que mantuve con Simón Macabeo, reproducida con toda la fidelidad que me permite la memoria. Habría que añadir algunos detalles, por ejemplo que en el transcurso de la guerra por la libertad que sostuvieron durante veinte años después de la muerte de Judas Macabeo, libraron, de acuerdo con lo que pude averiguar, doce batallas mayores y trescientos encuentros menores. Considero este hecho de suma importancia, porque en él reside la clave de la victoria. Este país minúsculo y aparentemente indefenso, que tiene una sola ciudad amurallada de algún valor, carece de ejército permanente y se gobierna con la más débil de las administraciones, desangró literalmente hasta destruirlo al imperio sirio de los griegos. Bastaría con recorrer sus archivos calculando el precio de los miles de mercenarios que mataron en los valles y desfiladeros, para obtener una cifra que trastornaría la imaginación. Se comprende entonces el empeño de los reyes sirios que durante las tres últimas décadas se lanzaron en una búsqueda de riquezas aparentemente insana y lujuriosa, saqueando las ciudades de su propio imperio y vendiendo a sus propios ciudadanos libres como esclavos, para reunir dinero y poder proseguir la guerra contra los judíos. Y aquí se impone espontáneamente una pregunta natural y obvia: ¿por qué no abandonaron la empresa y dejaron que los judíos vivieran en paz? Esta pregunta tiene numerosas respuestas, algunas de las cuales considero que han de interesar al Senado lo suficiente como para justificar su inclusión en este informe.

En primer lugar hay que tener en cuenta la antipatía que inspira este pueblo. Su concepto de la libertad, esa noción suya de lo que podría llamarse los derechos individuales, constituye una amenaza para todos los hombres libres y para toda nuestra estructura esclavista. Los habitantes de nuestras provincias reconocen al igual que nosotros que la esclavitud es la base de la libertad, puesto que únicamente en las sociedades de ese tipo, que se basan en los firmes fundamentos de la esclavitud, es donde los ciudadanos libres pueden impulsar el progreso de la civilización. El concepto judío de la libertad como facultad de todos los hombres, incluso de los esclavos, es, cuando se entiende bien, una positiva amenaza. La unión de este factor con el hecho de que exaltan la desobediencia y la rebelión, al convertir en virtud primordial la oposición terca e insensata a arrodillarse ante los hombres o ante Jehová, su Dios, los hace más peligrosos aún. Ellos fueron en un tiempo, sin duda, un pueblo esclavo, al que un tal Moisés libró de la esclavitud, y este hecho les instiló un odio tan intenso e inconmovible a la obediencia natural y al sometimiento que es completamente imposible considerarlos como seres civilizados, si bien es forzoso confesar que poseen ciertas virtudes saludables. Pero aun estas mismas virtudes, como ya he hecho notar anteriormente, pasan por el filtro del peculiar método judío de aplicación. Hay que hacer notar, asimismo, y con relación a la antipatía que les dispensan los demás pueblos, su exaltación de la paz. Son casi serviles en su deseo de paz y amor. Se niegan categóricamente a reconocer que la guerra es una parte integrante del modelo de civilización, y condenan instantáneamente todo acto de fuerza o de hombría como brutalidad. A diferencia de todos los demás pueblos, ellos no emplean mercenarios, y rebajan en cambio su propia ciudadanía libre en guerras que contradicen todo lo que afirman creer; pero en mi opinión este método regular de contradicción es una parte fundamental del judaísmo. No hubo en todo el mundo una guerra tan sangrienta y tan terrible por su tributo de vidas como la de esos treinta años de resistencia judía; y la misma irracionalidad de esa resistencia acrecentó el odio y el empeño de los griegos. Una vez abordé el tema con el etnarca.

-¿No habría sido mejor, para ti y tus hermanos -dije-, desde varios puntos de vista, que buscarais la paz, en homenaje a la ley, al orden y al bienestar general?

-¿Al precio de nuestra libertad? -preguntó.

-Pero tú presentas la libertad como algo abstracto -señalé-. Si es, como tú pareces indicar, una virtud en si misma, ¿qué podemos decir entonces a los esclavos?

-No lo sé -respondió, visiblemente perturbado.

-¿Tú admites -insistí- que la esclavitud es la base de la libertad?

-¿Cómo puedo admitir eso?

-Sin embargo, tenéis esclavos.

-Tuvimos, pero en el transcurso de la guerra los esclavos desaparecieron.

-¿De qué modo?

-Los libertamos para que pudieran luchar a nuestro lado.

-¿Y lo hicieron?

-Sí. Y también murieron a nuestro lado.

Puede ver claramente el noble Senado la clase de amenaza que representa la manera de vivir y de pensar de este pueblo. Sin duda alguna, este hecho fue uno de los factores que determinaron los ataques de los griegos; pero hay otros que deben ser señalados igualmente. Durante los primeros años del levantamiento de los Macabeos, las pérdidas sufridas por el imperio sirio fueron de tal magnitud que únicamente habrían podido resarcirse conquistando Judea y procediendo a su saqueo. Con este punto se encontraba estrechamente ligado el problema de los judíos ricos, un grupo más bien reducido de personas cultas, que residían en su mayor parte en la ciudad de Jerusalén. Eran blanco del anatema de los demás judíos, que reprochaban enconadamente a los judíos cultos el que se hubiesen librado de la bárbara y despreciable señal de su judaísmo, que hubiesen adoptado las costumbres griegas y los vestidos griegos, y que hablasen en griego en lugar de hablar en hebreo o arameo. Al comienzo de la rebelión, aquellos judíos hicieron prudentemente un pacto con los griegos, emplearon mercenarios y se encerraron en una fortaleza, dentro de la ciudad de Jerusalén; allí se mantuvieron durante más de dos décadas, hasta que Simón puso sitio a la plaza, la tomó y la arrasó hasta los cimientos.

Cada vez que el ardor de los griegos se enfriaba y proyectaban retirarse completamente de Judea, los judíos helenizados hacían todos los esfuerzos posibles y empleaban todos los recursos estratégicos de que podían echar mano para impedir esa retirada y para reavivar las llamas de la guerra. No es de extrañar, por lo tanto, que el odio entre esos pocos judíos helenizados y los judíos de las aldeas fuese más profundo que el odio entre griegos y judíos; los judíos de la ciudadela sólo podían recuperar su posición y sus propiedades con la completa destrucción de los Macabeos, y se comprende que su causa atraiga fácilmente nuestras simpatías. Debo advertir que cuando cayó finalmente la ciudadela, Simón no mató a los mencionados judíos, y les permitió que se trasladaran a Antioquía y Damasco.

Recomiendo muy especialmente al Senado que establezca contacto con ellos en esas ciudades y los conserve para el momento en que sus servicios puedan ser útiles al progreso y la prosperidad de Roma.

Otro factor que ocasionó la prolongación de la guerra fue el deseo de venganza. Judas Macabeo mató con sus propias manos a dos de los comandantes griegos más populares y meritorios, Apolonio y Nicanor. Hay otros factores, pero estos tres, la antipatía, la necesidad de dinero y la venganza son las principales razones de la extensa lucha, en la que el imperio sirio-griego fue desangrado hasta la última gota.

Es difícil de creer que un país tan pequeño como Judea, con una población tan insignificante, haya podido sostener esa guerra tan larga. Si los judíos vivieran como otros pueblos, en ciudades, y llevasen una existencia civilizada basada en la esclavitud, habrían sido indefectiblemente derrotados.

Pero el hecho de que sean un pueblo agrario, arraigado en la tierra que cultivan con sus propias manos, les da la posibilidad de desplegar una extraordinaria tenacidad en sus determinaciones.

Si se combina esta circunstancia con sus métodos bárbaros de guerra, su absoluta resistencia a trabarse en lucha abierta o cotejo de fuerzas, su táctica de trampas y celadas y, finalmente, el favorable terreno que ocupan, se verá que es difícil concebir algún método para conquistarlos que no sea desde el interior.

Éstas son mis recomendaciones, con las que me propongo concluir el informe, en cuya redacción y en cuyos detalles de preparación he tratado de ser completamente objetivo, considerando que esa objetividad es el deber supremo de un legado del Senado.

Me he tomado todo el tiempo necesario para estudiar a este pueblo, y he trabado contacto y conversado con todos los miembros de su sociedad, los agricultores, los vinateros, los artesanos, el clero y hasta los pocos comerciantes que hay entre ellos. He tratado, quizá sin lograrlo, de no consentirme odiar a los judíos. He tratado de mirar el mundo como lo hacen ellos, y debo confesar que para un romano es punto menos que imposible.

He tratado de pasar por alto su desprecio y sus insultos, estimando que mi misión está por encima de esas costumbres mundanas. He tratado, incluso, de simpatizar con ellos.

Con todo ello he llegado necesariamente a las conclusiones precedentes, que en general pueden ser enunciadas del siguiente modo:

No se puede confiar en los judíos; el pensamiento occidental no encuentra base de entendimiento. Todos nuestros conceptos de libertad, dignidad y responsabilidad les son extraños.

Los judíos son, por naturaleza, inferiores, puesto que rechazan lo mejor de la civilización y parecen incapaces de encarar los aspectos más elevados de la vida.

Los judíos son los enemigos de la humanidad, puesto que rechazan, desprecian y calumnian todo lo que es valioso para el género humano, los dioses de los hombres, las creencias de los hombres y las costumbres de los hombres.

Los judíos constituyen una amenaza fundamental para Roma misma, porque se oponen a la libertad de esclavitud, base de la cultura occidental.

Los judíos son los enemigos del orden, porque veneran el desorden y la desobediencia y rinden culto a la resistencia.

Por todas las precedentes razones y otras que han figurado en el presente informe, recomiendo decididamente al noble Senado que estudie todos los medios posibles para lograr el sometimiento de este pueblo y su posterior eliminación. Aunque es pequeño y se encuentra confinado en los límites de su minúsculo país, debe ser, no obstante, interpretado y considerado como una amenaza. En mi opinión de humilde legado, no creo que Roma y Judea puedan coexistir en un mismo mundo. Nunca hubo dos sistemas tan contradictorios, tan incapaces de encontrar una base común de asociación o de sumisión.

No obstante, no me opongo a una alianza entre Roma y Judea.

Si se considera la parte del mundo que se extiende entre Egipto y Persia, es forzoso admitir que Judea, situada como una joya entre trece reinos castrados y dos imperios moribundos, constituye un factor de equilibrio y de decisión del poder. Una alianza con Judea, aunque temporaria, nos pondría en condiciones de manejar ese equilibrio del poder y lograr con poco gasto lo que de otro modo nos costaría innumerables legiones. Además, en estos momentos, una guerra no seria de ningún modo decisiva. Tiemblo al pensar que nuestras legiones pesadas deban marchar por los desfiladeros de Judea. El Macabeo, que se encuentra ahora en el pináculo del poder y de la gloria, podría convocar de la noche a la mañana de cincuenta a setenta y cinco mil hombres armados, veteranos respaldados por años de lucha, y no creo que contra su firme oposición haya en el mundo ninguna fuerza capaz de penetrar en Judea.

Y el etnarca, por lo que he podido apreciar, tampoco es contrario a una alianza. Hace tres días le apremié para que me diera una respuesta categórica.

-Mi misión no puede prolongarse indefinidamente -le dije-. Por más que me agrade Judea, debo regresar a Roma.

-No quiero detenerte contra tu voluntad, Léntulo Silanio, por más que me haya sido grato recibir tu visita y conversar contigo; aunque supongo que para ti mis charlas deben de haber sido tediosas divagaciones de un viejo parlanchín. ¿Qué puedo hacer?

-Envía embajadores a Roma, conmigo, para concluir la alianza.

-Si fuera tan sencillo...

-Es sencillo -le aseguré-. Nosotros no somos griegos, sino romanos. Al darte mi mano, te doy con ella la solemne garantía del Senado, una palabra que jamás se viola. Y luego, ¿qué rey, caudillo, rey de reyes o emperador se animaría a enviar a sus mercenarios contra un país que hizo un pacto solemne con Roma?

-Y Roma ¿qué beneficios obtendría?

-Ganaría un aliado firme; un buen amigo en la paz y una afilada espada en la guerra. La estrella de Grecia declina, como declinaron la de Cartago, la de Egipto y la de Babilonia, y la de todos los poderosos imperios de la antigüedad; pero ahora brilla en el horizonte una nueva estrella, el nuevo y pujante poder de Roma, un poder tan fuerte, tan seguro, tan constante, que durará eternamente.

-Nada dura eternamente -dijo, pensativo, el Macabeo.

-Como quiera que sea, Simón, ¿enviarás a los embajadores?

-Si tú quieres, enviaré a dos hombres a hablar con el Senado.

-O mejor aún, ve tú mismo.

-No, Léntulo Silanio, no. Yo soy viejo y sólo conozco Judea y a los judíos. ¿Qué haría yo en Roma, donde me mirarían como a una rareza, como a un campesino tonto?

Aunque insistí en que fuera personalmente, no se dejó convencer; pero convino en enviar a dos embajadores en su representación.

No puedo hacer más que informar y aconsejar, presentando esta comunicación al noble Senado. Que viváis largos años y que aumenten vuestras fortunas. Os saludo.

LÉNTULO SILANIO, LEGADO

Epilogo

En el que yo, Simón, refiero un sueño

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