Read Misterio de los anónimos Online
Authors: Enid Blyton
Bets también se echó a reír.
—¡Es curioso! —exclamó—. Pero, Fatty, no es posible que «te» crean capaz de escribir cartas tan horribles.
—El viejo Ahuyentador creería que yo he robado las joyas de la Corona si hubiera alguna sospecha de ello —prosiguió Fatty—. ¡Tiene tan mala opinión de mí! Me cree capaz de cualquier cosa. ¡Cielos... debe estar sobre ascuas preguntándose quién recibirá esa carta mañana por la mañana!
—¡Y nadie la recibirá! —dijo Bets—. Porque no se ha enviado. Será el primer lunes que falle en seis semanas. Quisiera saber por qué.
—Y yo —replicó Fatty—. Claro que... si «se recibiera» eso significaría que el autor vive en Sheepsale a pesar de todo, y que ha echado la carta esta mañana antes de que llegara el autobús. Entonces estamos aviados. ¡No podemos vigilar a todos los habitantes de Sheepsale que echen cartas al correo!
—Tal vez la persona que viene todos los lunes en el autobús a echar las cartas hoy no haya podido venir por alguna razón.
—Ésa es una idea —dijo Fatty—. Cuando volvamos al autobús preguntaremos al conductor si siempre toman el autobús las mismas personas cada lunes, y si alguna de las asiduas no lo ha tomado esta mañana. Podríamos también hacer averiguaciones sobre ellas... y ver si alguna odia a Gladys o a Molly, o a los otros; y demás.
—¿Cuándo regresa el próximo autobús? —preguntó Bets—. Me gustaría que nos pudiésemos quedar aquí todo el día, Fatty. Me encantaría el mercado, pero no hemos traído la comida.
—Podríamos comer en ese pequeño establecimiento de ahí —dijo Fatty señalándoselo—. Mire... dice «Comidas Ligeras». Eso probablemente significa huevos, pan con mantequilla y pasteles. ¿Te gustaría?
—¡Oh, sería «estupendo»! —exclamó Bets—. Tienes muy buenas ideas, Fatty. Pero mamá se preocupará si no regresamos.
—Yo buscaré donde telefonear —dijo Fatty, que nunca se detenía por cosas como ésa. Bets pensó lo parecido que era a una persona mayor, siempre decidiéndolo todo, y lo que es más, siempre con dinero para pagarlo todo.
Fatty dirigióse a la oficina de Correos y entró en la cabina telefónica. Hizo tres llamadas rápidamente y volvió a salir.
—Todo arreglado —dijo—. He telefoneado a tu madre, a la de Larry y a la mía... y todas han dicho: «¡Qué suerte verme libre de vosotros durante todo el día!»
—¡No es cierto, Fatty! —exclamó Bets, que no podía imaginar a su madre diciendo una cosa así.
—Bueno... no han empleado exactamente estas palabras —sonrió Fatty—, pero no puedo decir que hayan sentido el verse libres de nosotros todo el día. Por ejemplo, no creo que a mi madre le guste mucho nuestro nuevo juego.
—Yo no diría tampoco que le agrade mucho, la verdad —repuso Bets recordando los aullidos, gemidos y revolcones que eran parte integrante del nuevo juego de Fatty—. Vamos a decir a los otros que podremos quedarnos a comer aquí. ¡Se van a emocionar!
Y así fue.
—¡Bien por Fatty! —dijo Larry—. Es estupendo poder estar aquí en un día como éste, entre todos los granjeros y sus animales. ¿Qué hora es? Empiezo a sentir apetito.
—Son la una menos cuarto —contestó Fatty—. Voto porque vayamos a comer ahora. Vamos. Hay un sitio muy agradable, mitad lechería y pastelería.
Y sí «era» un lugar agradable... limpio y resplandeciente, con una mujer gorda que llevaba un gran delantal blanco para servirles y atenderles siempre sonriente.
Sí que podía prepararles dos huevos duros por cabeza y algunos platos con pan y mantequilla, y además unas fresas en compota si les gustaban, y una jarra de leche cremosa. Además acababa de hacer bollitos, ¿no les gustaría comer algunos?
—Ésta es la clase de comida que a mí me gusta —dijo Bets cuando llegaron los huevos, que eran morenos, suaves y calentitos—. Me gustan mucho más que la carne. ¡Oh... esto es compota de fresa, qué estupendo!
—Pensé que les gustaría con el pan y la mantequilla, después de los huevos —dijo la mujer gorda sonriéndoles—. Estas fresas las he cultivado yo misma.
—Yo creo —dijo la pequeña Daisy rebañando su plato— que no puede haber nada mejor que criar gallinas y patos, cultivar hortalizas y frutas, y preparar uno mismo las compotas y mermeladas. Cuando sea mayor no pienso trabajar en una oficina, ni escribir cartas aburridas, ni cosas por el estilo... ¡tendré una casita pequeña con aves y animales y haré toda clase de cosas deliciosas como esta compota!
—En este caso —intervino Larry—, yo me iré a vivir contigo, Daisy... ¡especialmente si haces una compota como ésta!
—Yo también iré —dijeron Fatty y Pip a un tiempo.
—¡Oh... sería magnífico si pudiéramos vivir «todos» juntos, y hacer comidas como ésta, y dedicarnos a resolver misterios durante el resto de nuestras vidas! —dijo Bets con fervor.
Todos se echaron a reír. Bets siempre tomaba en serio las cosas que ellos decían.
—¡Bueno, no puedo decir que hayamos adelantado mucho para resolver éste! —dijo Fatty comenzando el segundo huevo—. Está bien, «Buster», cuando hayamos terminado también comerás tú. ¡Ten paciencia!
Cuando terminaron Fatty pagó a la mujer el importe de la comida. Los otros querían pagar su parte, pero no tenían suficiente dinero.
—Cuando lleguemos a casa lo sacaremos de nuestras huchas —dijo Larry—. Y te lo daremos a ti, Fatty.
—De acuerdo —respondió Fatty—. Ahora vamos a ver cómo recogen el mercado. Luego será mejor que preguntemos a qué hora sale nuestro autobús.
Disfrutaron de lo lindo viendo cómo la gente del mercado empaquetaba el género no vendido, cómo se llevaban las aves y animales comprados y vendidos, entre risas, parloteo y palmaditas en la espalda. La señora Jolly estaba allí hablando con su hermana y les llamó.
—¡No perdáis el autobús de regreso ahora! ¡Hoy sólo hay dos; el otro sale demasiado tarde para vosotros!
—¡Cielos! Nos olvidamos de mirar la hora del autobús —dijo Fatty, corriendo a consultar la tabla del horario—. ¡Sólo tenemos tres minutos! —dijo—. ¡Vamos, hemos de correr!
Cogieron el autobús medio minuto antes de que saliera, pero ante la desilusión de Fatty vieron que el conductor y el cobrador eran otros. Al parecer los empleados del autobús de la mañana no eran los mismos de los de la tarde.
—¡Maldita sea! —exclamó Fatty, sentándose delante—. ¡A esto le llamo yo perder un día!
—¡Oh, «Fatty»!... ¿cómo puedes decir eso? —dijo Daisy, que había disfrutado minuto por minuto—. ¡Vaya, si es el mejor que he pasado durante estas vacaciones!
—Puede ser —respondió Fatty—. Pero no sé si recuerdas que vinimos aquí para tratar de adelantar un poquitín la resolución de nuestro misterio... y todo lo que hemos hecho ha sido pasarlo bien y no descubrir nada en absoluto. ¡Un buen día para cinco niños... pero muy deficiente para los cinco Pesquisidores... y el perro!
Al día siguiente los niños estaban bastante aburridos después de haberlo pasado tan bien en el mercado. Se encontraron en casa de Pip, y Fatty llegó con aire apesadumbrado.
—Ojalá pudiéramos saber si alguien ha recibido un anónimo este «martes» —dijo—. Pero no veo cómo. El viejo Ahuyentador está en una posición superior a la nuestra... ¡en seguida irán a darle parte de una cosa así!
—Bueno... hoy olvidémonos de las cartas —dijo Pip—. Mamá ha salido... de manera que si queremos podemos jugar al Bu-Hu.
—¿No protestará la señora Luna? —preguntó Fatty.
—No creo que lo oiga, estando abajo en la cocina —respondió Pip—. ¡De todas maneras, no necesitamos preocuparnos por ella!
Y acababan de comenzar aquel juego tan regocijante cuando llamaron a la puerta con los nudillos y la señora Luna asomó la cabeza. Los niños la miraron esperando una reprimenda.
Pero no había ido a quejarse.
—Señorito Philip, tengo que irme a comprar —le dijo—. El carnicero no me ha enviado mis riñones esta mañana. ¿Querrá atender al teléfono mientras estoy fuera y esperar al lechero?
—Pero ¿no ha venido la señora Cockles? —preguntó Pip—. Siempre viene los martes, ¿no?
—Acostumbra a venir —dijo la señora Luna—, pero hoy todavía no ha venido, así que he de hacerlo todo yo. No estaré fuera más de diez minutos..., pero debo recoger mis riñones.
Y dicho esto desapareció. Los niños rieron por lo bajo.
—Espero que el carnicero le entregue sus riñones —dijo Larry—. ¡A mí no me gustaría estar sin los míos!
—¡Tonto! —exclamó Daisy—. Adelante... ¡ahora sí que podemos jugar a nuestras anchas estando la casa vacía!
En mitad de aquella algarabía, Pip oyó un ruido, y se sentó tratando de apartar a Fatty.
—Escuchad... ¿no suena el teléfono? —preguntó.
Así era. ¡Dios sabe cuánto tiempo llevaría sonando!
—Iré yo, si quieres —dijo Fatty, sabiendo que a Pip no le gustaba contestar al teléfono—. ¡Probablemente será el carnicero diciendo que envía los riñones de la señora Luna!
Y bajó corriendo, descolgó el auricular y dijo:
—¡Diga!
—¡Oiga! —repuso una voz—. ¿Podría hablar con la señora Hilton, por favor?
—Ha salido —dijo Fatty.
—Oh. Bueno. ¿Está la señora Luna? —dijo la voz—. Soy la señora Cockles.
—Oh, señora Cockles, soy Federico Trotteville, que contesto al teléfono en lugar de Philip Hilton —explicó Fatty—. La señora Luna acaba de marcharse a... er... a buscar sus riñones. ¿Quiere que le dé algún recado cuando vuelva a casa?
—Oh, sí, señorito Federico, hágame ese favor —dijo la señora Cockles—. Dígale que siento no poder ir hoy... pero mi hermana está muy disgustada y he tenido que ir a verla. Dígale a la señora Luna que ha recibido una de esas cartas. Ella ya sabe lo que quiero decir.
Fatty aguzó el oído.
«¡Una de esas cartas!» Aquello sólo podía significar una cosa... que el perverso escritor de anónimos había vuelto a hacer de las suyas, y había enviado otra carta... esta vez a la hermana de la señora Cockles. Su cerebro trabajó activamente.
—Señora Cockles, cuánto lo siento —dijo Fatty en tono de persona mayor—. Lo lamento muchísimo. Esas cartas anónimas son muy desagradables, ¿no es cierto?
—Oh, entonces está enterado —replicó la señora Cockles—. Sí, vaya si son desagradables. Trastorna a quienes las reciben. Y pensar que mi pobre hermana ha recibido una. La señora Luna lo sentirá mucho... no es que conozca a mi pobre hermana, pero la señora Luna sabe cuánto trastorna a la gente recibir una de esas cartas «nónimas», y comprenderá por qué tengo que quedarme hoy con mi hermana en vez de ir a ayudar como tengo por costumbre...
Todo esto lo dijo la señora Cockles sin respirar una sola vez y Fatty estaba un poco desconcertado. Se daba cuenta de que si no la interrumpía, la señora Cockles tal vez siguiese hablando otros diez minutos.
—Señora Cockles, ¿usted cree que su hermana me dejaría ver la carta? —preguntó—. A mí... bueno... a mí me interesan mucho estas cosas... y como tal vez usted ya sepa... soy bastante bueno resolviendo misterios y...
—Sí, ya me enteré de cómo encontró el gato de lady Candling y descubrió al verdadero culpable —dijo la señora Cockles—. Venga a casa de mi hermana si quiere, y ella le enseñará la carta. Vive en la calle del Sauce, número nueve. Yo estaré allí. Y dígale a la señora Luna que lo siento, y que el martes que viene iré seguro.
Fatty dejó el teléfono y corrió al piso de arriba presa de gran excitación. Irrumpió en el cuarto de jugar deteniéndose en la entrada con gesto teatral.
—¿Qué os «imagináis»? —dijo—. Se ha recibido otra carta de ésas; esta vez se la han enviado a la hermana de la señora Cockles. La recibió esta mañana y por eso esta tarde no ha venido la señora Cockles a ayudar a la señora Luna. Y la señora Cockles dice que si voy a ver a su hermana me enseñará la carta. Y así podré averiguar cuándo y dónde la echaron al correo.
—¡Caracoles! —exclamaron todos.
—Deja que vaya yo también —dijo Pip.
—No. Es mejor que vaya sólo uno de nosotros —respondió Fatty—. Dale el recado a la señora Luna cuando vuelva, Pip... dile que la señora Cockles ha telefoneado diciendo que tenía que ir a casa de su hermana, quien está muy trastornada porque ha recibido una carta desagradable. No le des a entender que sabes más que esto.
—Bien —replicó Pip—. Bueno, vete ya, Fatty, antes de que el viejo Goon intervenga. No tardará en acudir a casa de la hermana de la señora Cockles en cuanto se entere de lo de la carta.
Fatty salió disparado. Sabía muy bien dónde estaba la calle del Sauce. Buscó el número nueve y se acercó a la puerta. Era una casita sucia y abandonada. Llamó a la puerta de madera.
—¡Adelante! —dijo la voz de la señora Cockles—. Oh, es usted, señorito Federico. Bueno, mi hermana dice que no quiere enseñarle la carta. Ella dice que no debe leerla nadie más que yo y la policía. Y no niego que tiene razón ahora que la he leído.
Fatty tuvo una amarga desilusión.
—¡Oh, caramba! —exclamó—. Debieran dejarme echarle un vistazo. He visto todas las demás. Vamos, sea buena y déjemela ver.
La hermana de la señora Cockles era una mujer gorda y desaliñada, que respiraba trabajosamente por la boca y hablaba con la nariz.
—No es lectura apropiada para un niño —dijo—. ¡Es una carta llena de odio, y sin una palabra de verdad!
—¡No soy un niño! —exclamó Fatty irguiéndose cuanto pudo—. Puede usted confiarme la carta y no diré una palabra a nadie. Yo... er... estoy investigando el caso, ¿comprende?
La señora Cockles estaba muy impresionada, pero seguía de acuerdo con su hermana en que no debía leer la carta. Naturalmente que a Fatty no le interesaba su contenido... pero deseaba ardientemente ver la letra y, claro está, el sobre.
—Bueno... ¿No podría enseñarme el sobre? —preguntó—. Con eso me basta.
Ni la señora Cockles ni su hermana encontraron razón para que no viera el sobre y se lo entregaron. Fatty lo examinó cuidadosamente para ver el matasellos.
¡Pero no lo había! ¡No llevaba sello, ni matasellos! Fatty estaba sorprendido.
—Pero... ¡si no ha venido por correo! —exclamó.
—Yo nunca lo dije —replicó la señora Lamb—. Llegó esta mañana muy temprano... a eso de las seis y media, según creo. Oí que echaban algo por debajo de la puerta, pero tenía mucho sueño para levantarme. Así que no la cogí hasta las ocho y media... y me trastorné tanto que envié a buscar a la señora Cockles. Y tú viniste en seguida, ¿no es verdad, Kate?
—Pues claro —dijo la señora Cockles—. Sólo me detuve para decírselo al señor Goon. No tardará en venir para echar también un vistazo a la carta.