Misterio del príncipe desaparecido (3 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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—¡Y Bets ha hecho varias planchas de las gordas! —explicó Pip—. Ni corta ni perezosa ha abrazado al repartidor de telegramas, dándole un susto mayúsculo.

—Aún tenía cara de asustado cuando nos hemos cruzado en el portillo —comentó Fatty, sonriendo a Bets—. Iba mirando a su alrededor como si temiese que Bets le siguiera para darle más abrazos.

—¡Oh, Fatty, qué dicha volver a verte! —profirió Bets, regocijada—. No sé «cómo» se me ocurrió pensar que podías ser una de las personas que han estado aquí esta mañana... aquella horrible gitana, el carnicero y el repartidor de telegramas.

—Estábamos seguros de que vendrías disfrazado —afirmó Larry—. ¡Cáspita! ¡Qué moreno estás... casi negro! Pareces un extranjero. ¿No te has puesto pintura de ninguna clase? Nunca te había visto tan tostado.

—No, voy al natural —repuso Fatty modestamente—. No llevo polvos, ni afeites, ni cejas postizas, ni nada. La verdad es que vosotros también estáis todos muy morenos.

—¡Guau! —ladró «Buster», tratando de subirse a las rodillas de Bets.

—«Buster» dice que él también está tostado —explicó Bets, siempre capaz de aclarar el significado de los «guaus» de «Buster»—. Lo que pasa es que a él no se le nota. ¡Querido «Buster»! ¡Cuánto te «hemos» echado de menos! .

Todos se dispusieron a saborear la gaseosa fresca que quedaba. Entonces Fatty, mirando a sus amigos con expresión risueña, hizo esta sorprendente declaración:

—Bien, Pesquisidores. ¡No sois tan listos como me figuraba! Habéis perdido vuestra sagacidad. ¡No me reconocisteis esta mañana cuando vine disfrazado!

Todos le miraron desconcertados, depositando sus respectivos vasos en el suelo. ¿Disfrazado? ¿De qué estaba hablando Fatty?

—¿Disfrazado de qué? —interrogó Larry—. Ahora no vas disfrazado. ¿Qué guasa es esta?

—No es ninguna guasa —replicó Fatty tomando un sorbo de gaseosa—. Esta mañana vine acá disfrazado para poner a prueba las facultades de mi fiel tropa de detectives..., pero vosotros no reconocisteis a vuestro jefe. ¿No os da vergüenza? La única que me preocupaba un poco era Bets.

Pip y Bets pasaron revista a las personas que habían acudido a su casa desde la hora del desayuno.

—La señora Lacy... no. El cartero... tampoco. El pizarrero que vino a reparar el tejado... imposible, tenía la boca completamente desdentada. La vieja gitana... no, era demasiado alta, y además echó a correr como una liebre cuando pensó que yo iba a buscar a papá —enumeró Bets.

—El chico del carnicero... tampoco —descartó Larry.

—Y nos consta que no era el chico de los telegramas —concluyó Daisy—. Tenía la cara mucho más pálida y pequeña que la tuya. Nos estás engañando, Fatty. Tú no has estado aquí antes. Vamos, ¡confiesa!

—Nada de engaños —protestó Fatty, tomando otro sorbo de gaseosa—. A propósito, esta gaseosa es el non plus ultra. Pues sí: «estuve» aquí esta mañana y Bets fue la única que por poco me reconoce.

Todos le miraron con incredulidad.

—Bien, ¿y quién eras? —inquirió Larry al fin.

—¡La gitana! —declaró Fatty, sonriente—. Total que os engañé como chinos, ¿eh?

—No lo creo —repuso Daisy—. Nos estás tomando el pelo. Si la hubieses visto, no pretenderías hacerte pasar por ella. ¡Qué mujer más horrible!

Fatty metióse la mano en el bolsillo, y sacando un par de largos pendientes dorados, se los prendió en las orejas. De otro bolsillo sacó una peluca de grasientos bucles negros y se la puso en la cabeza. Por último, mostró una mustia ramita de brezos y, agitándosela a Daisy, profirió con voz ronca, al tiempo que su rostro cobraba la misma expresión que el de la morena gitana:

—¡Cómprame un ramito de brezos blancos!

Los otros le miraron en silencio, realmente sobrecogidos. ¡Aun sin el gran sombrero de plumas, ni el chal, ni la cesta, ni la larga falda negra, saltaba a la vista que Fatty era la gitana!

—¡Eres terrible! —farfulló Daisy, apartando los brezos con la mano—. A veces me das miedo. Tan pronto eres Fatty, como te conviertes en una auténtica gitana. ¡Vamos! ¡Quítate esa horrible peluca!

Fatty obedeció, sonriendo.

—¿Y ahora me creéis? —preguntó—. ¡Cáscaras! ¡Por poco me torcí el tobillo cuando eché a correr por el sendero! ¡Temí que la pequeña Bets fuese a buscar a su padre! Llevaba unos zapatos de tacón muy alto y apenas podía correr.

—Ahora comprendo por qué parecías tan alto —coligió Pip—. ¡Claro! ¡Aquella falda larga te ocultaba los pies! Bien, chico, reconozco que nos engañaste con todas las de la ley. ¡Qué listo eres, Fatty!... ¡Brindemos a su salud, Pesquisidores!

Mientras bebían todos solemnemente a su salud con la última reserva de gaseosa, apareció la señora Hilton. Habíase enterado de la llegada de Fatty y deseaba darle la bienvenida. Fatty se puso en pie cortésmente, haciendo honor a sus excelentes modales.

Al tenderle la mano, la señora Hilton miróle asombrada.

—La verdad, Federico, es que no apruebo esa bisutería —dijo.

Bets lanzó un grito regocijado.

—¡Fatty! ¡Pero si no te has quitado los pendientes!

El pobre Fatty despojóse de ellos al punto, tratando de murmurar algo cortés al tiempo que estrechaba la mano de la señora. Bets le miró complacida. ¡Buen amigo Fatty! ¡Qué dicha tenerle de nuevo a su lado! ¡Cuando Fatty estaba presente «siempre» ocurrían cosas graciosas e inesperadas!

CAPÍTULO III
DISFRACES

Bets esperaba que con el regreso de Fatty surgiría inmediatamente alguna aventura o misterio y, a la mañana siguiente, despertóse con la agradable sensación de que iba a ocurrir algo.

Aquella mañana debían reunirse todos en el cuarto de jugar de Fatty, situado al fondo del jardín, donde el chico guardaba muchos de sus disfraces y afeites, y ponía a prueba la eficacia de sus nuevas ideas.

Muchas veces, al llegar ante el cobertizo, sus amigos habían visto aparecer en el marco de la puerta a un feísimo vagabundo, o a un sonriente muchacho repartidor, todo dientes y carrillo, e incluso a una vieja cargada de enaguas, con las mejillas arrugadas y la dentadura incompleta.

En efecto, Fatty podía dar la impresión de que le faltaban algunos dientes pintándoselos de negro, de forma que cuando sonreía apareciesen negros huecos a lo largo de su dentadura. La primera vez que Bets le vio con, al parecer, tres dientes menos, quedóse paralizada de espanto.

Pero aquella mañana abrió la puerta el propio Fatty. Esparcidos por el suelo veíanse varios libros abiertos. Los cuatro chicos inclináronse a examinarlos, tras sortear al bullicioso «Buster».

—¡Huellas dactilares! ¡Interpelación de testigos! ¡Disfraces! —exclamó Bets, leyendo los títulos de varios de los libros—. ¡Oh, Fatty! ¿Hay algún otro misterio por desentrañar?

—No —replicó Fatty, cerrando los libros y colocándolos cuidadosamente en la librería dispuesta en un extremo de la estancia—. Pero, al parecer, ando un poco desentrenado con lo de mi ausencia y estaba despejando la sesera. ¿Alguno de vosotros ha visto al viejo Goon recientemente?

Todos asintieron, pues habían tropezado con él aquella mañana mientras se dirigían a casa de Fatty en sus bicicletas. Como de costumbre, el policía había tocado tan fuerte el timbre de la suya que no oyó el de los vehículos de los chicos y encontróse en medio de ellos sin darse cuenta.

—Y se cayó —declaró Daisy—. No me explico por qué, pues fue el «único» en hacerlo. Se dio un buen batacazo, pero, como estaba tan encolerizado, no nos atrevimos a detenernos para ayudarle a levantarse, y le dejamos sentado en el suelo, vociferando.

—Eso es lo que le gusta —masculló Fatty—. Ojalá se quedase allí sentado, gritando. ¡Así no se metería con «nosotros»!

—¡Guau! —convino «Buster».

—¿Qué haremos el resto de estas vacaciones si no surge ningún misterio? —inquirió Pip—. Supongo que todos estamos hartos de excursiones, meriendas y demás zarandajas. Para colmo, Peterswood resulta siempre muy aburrido en verano. No ofrece ningún aliciente.

—No tendremos más remedio que emprenderlas con el viejo Goon —suspiró Fatty con gran regocijo por parte de sus amigos—. O eso o telefonear al inspector Jenks preguntándole si necesita alguna ayuda en sus investigaciones.

—¿Tú crees? —exclamó Bets, sabedora de que Fatty era capaz de todo si se lo proponía.

El inspector Jenks era muy buen amigo de los muchachos. En muchas ocasiones habíase mostrado profundamente satisfecho de su colaboración en el desentrañamiento de complicados misterios. Pero el señor Goon no compartía ese entusiasmo. El irascible policía del pueblo había deseado infinidad de veces que los cinco chicos y su perro viviesen a cien millas de distancia.

—Bien, quizá será mejor no molestar aún al inspector —decidió Fatty—, al menos hasta que oigamos algo concreto. No obstante, he pensado que deberíamos ejercitarnos un poco en algo, como por ejemplo, en los disfraces. Llevamos semanas sin hacer nada y, si surgiese algún misterio, cometeríamos una porción de torpezas por falta de entrenamiento.

—¡«Sí»! —instó Bets—. ¡Hagamos práctica de disfraces! ¿Todos nosotros, Fatty?

—Por supuesto. Tengo una serie de disfraces nuevos que tumban de espaldas. Los adquirí durante mi travesía.

Fatty había efectuado un largo viaje por mar y visitado muchos lugares exóticos y excitantes. Abriendo un baúl, mostró a sus cuatro amigos un montón de vistosas prendas de vestir.

—Lo compré todo en Marruecos —explicó—. Fui solo de compras a varios bazares indígenas y, como todo resultaba tan barato, compré vestidos para todos nosotros diciéndome que podríamos utilizarlos para disfrazarnos.

—¡Oh, Fatty! —exclamó Daisy, emocionada—. ¿Por qué no nos los probamos?

Al tiempo que hablaba, la muchacha eligió una llamativa falda de seda roja con franjas blancas.

—Esta falda va con una blusa blanca —dijo Fatty, sacando esta última del baúl—. Fíjate, está toda bordada de rosas rojas. Te sentará maravillosamente, Daisy.

—¿Y a mí qué me has traído, Fatty? —preguntó Bets, sacando más prendas del baúl—. Eres una persona sorprendente. A nadie se le ocurre lo que a ti. Estoy segura de que Pip nunca se traería un vestido como éstos si fuese a Marruecos.

—¡Ni pensarlo! —ratificó Pip, sonriendo—. Por otra parte, no soy un millonario como el amigo Fatty.

Efectivamente, Fatty disponía siempre de mucho dinero. Bets decíase que, en este aspecto, el muchacho parecía una persona mayor. Por lo visto, tenía infinidad de parientes ricos que le regalaban dinero a manos llenas. Sin embargo, el chico mostrábase siempre generoso y dispuesto a compartir su efectivo con el resto de sus amigos.

A Bets habíale traído una curiosa túnica larga hasta los tobillos que se ceñía con una faja. La niña se la puso y todos la miraron maravillados.

—¡Parece una princesita extranjera! —ensalzó Larry—. Tiene la cara tan tostada por el sol que parece una india. ¡Podría «pasar» por india! ¡Qué estupendo disfraz!

Bets paseóse pomposamente por la estancia, gozando de lo lindo. Al verse en el grande y claro espejo que Fatty tenía en aquel cuarto, la chiquilla se sobresaltó. ¡Parecía realmente una pequeña extranjera! Poniéndose la capucha del traje, dio una mirada circular con los ojos entornados.

—¡Magnífico! —celebró Fatty, aplaudiendo—. ¡Una princesa india de carne y hueso! Toma, Larry, ponte esto. Y esto es para ti, Pip.

Los chicos pusiéronse sendos trajes orientales y Fatty les enseñó a arrollarse unas tiras de tela en la cabeza hasta formar vistosos turbantes. Todos estaban tan morenos que en un abrir y cerrar de ojos quedaron convertidos en seres de otra raza. Nadie les hubiese tomado por ingleses.

Fatty contemplóles sonriente mientras desfilaban por el cobertizo. Por entonces, el chico procedía ya a darle vueltas al magín tratando de idear un plan para sacar partido de aquellos llamativos disfraces. ¿Una princesa de viaje por el país? ¿Una visita a Goon con cualquier pretexto? El chico devanábase los sesos en busca de una buena idea.

—Podríamos hacernos pasar por parientes del pequeño príncipe Bongawah, del Estado de Tetarua —propuso Bets súbitamente—. ¡Estoy segura de que tenemos el mismo aspecto!

—¿Y quién es ese Bongawah? —inquirió Larry.

—Es un principito extranjero que se hospeda en uno de los Campamentos Escolares de las montañas entre Peterswood y Marlow —explicó Bets—. Leímos la noticia en el periódico. El príncipe trajo consigo una Sombrilla de Ceremonial, pero, según el periódico, sólo la usó una vez.

—Ya me lo figuro —sonrió Larry—. ¿Tienes tú una de esas sombrillas, Fatty?

—No —repuso Fatty, contrariado.

Y mirándolos alternativamente con admiración, exclamó seguidamente:

—¡Estáis francamente despampanantes! Con esas caras tan morenas y esos trajes, «cualquiera» os tomaría por gente de color. ¡Ojalá pudierais pasearos por el pueblo!

—¡Vístete tú también, Fatty, y salgamos a la calle! —propuso Bets.

Pero Fatty no pudo contestar a esta petición porque en aquel momento «Buster» se puso a ladrar sonoramente y salió por la puerta abierta a sesenta millas por hora.

—¿Qué «le» pasa a ese chucho? —farfulló Fatty, sorprendido—. ¿No será que el viejo Goon anda por estos alrededores?

Bets atisbo el sendero del jardín por la puerta abierta.

—Son tres chicos —declaró la chiquilla—. ¡Cielos! ¡Ya conozco a uno de ellos! ¡Es ERN!

—¿Ern? —repitieron los demás, precipitándose a la puerta.

Tres muchachos avanzaban por el sendero en dirección al cobertizo, en tanto «Buster» retozaba en torno a los tobillos de Ern, ladrando bulliciosamente.

Fatty cerró la puerta de la estancia y, encarándose con los demás, dijo con ojos centelleantes:

—¡Es Ern Goon! ¡El sobrino del viejo Goon! Fingiremos que sois personajes reales de un país exótico y que habéis venido a visitarme. Si habláis en inglés, hacedlo todo lo mal que podáis. Y si os hablo en un idioma imaginario, contestadme de igual modo. ¡Veremos si conseguimos engañar al amigo Ern!

Ern era, como acababa de decir Fatty, sobrino del señor Goon, el policía. En cierta ocasión habíase pasado una temporada con su tío y vióse complicado en un misterio. El señor Goon mostróse muy poco benévolo con él, pero los Cinco Pesquisidores extremaron su amabilidad con el muchacho y éste profesaba profunda admiración por Fatty. Al presente venía con otros dos chicos a visitar a su admirado amigo. ¡Qué magnífica oportunidad para comprobar la eficacia de los «disfraces» exóticos.

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