Misterio del príncipe desaparecido (2 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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—Bien, ¿y qué? —espetó Pip—. Si crees que a Fatty puede «interesarle» una bobada como ésta, es que te has vuelto tonta del todo. ¿Qué nos importa ese príncipe Bonbangabing o como se llame?

—Bongawah —corrigió Bets—. ¿Dónde está el Estado de Tetarua, Pip?

Pip no lo sabía, ni le interesaba saberlo. Poniéndose boca abajo, el chico masculló:

—Voy a dormir un rato. Hace demasiado calor para hablar. Llevamos cinco semanas de sol tropical y estoy hasta la coronilla de él. Lo malo de nuestro clima es que tiene rachas de frío o de calor.

—El tiempo me tiene sin cuidado —exclamó Bets, alegremente—. ¡Con tal que Fatty y los otros estén aquí lo mismo me da que llueva a que haga sol!

Larry y Daisy fueron los primeros en regresar. Llegaron a su casa a la mañana siguiente y tras ayudar a su madre a deshacer las maletas, les faltó tiempo para ir a saludar a Pip y a Bets.

—¡Larry! ¡Daisy! —gritó Bets, ebria de alegría, al verles entrar en el jardín—. ¡No os esperaba tan pronto! ¡Caramba! ¡Qué morenos estáis!

—Tú tampoco estás pálida, que digamos —comentó Daisy, abrazando a la pequeña Bets—. ¡Parece que hace siglos que no nos vemos! ¡Qué lástima de vacaciones! ¡Si no podemos dedicarlas a desentrañar misterios juntos las doy por perdidas!

—Hola, Bets; hola Pip —saludó Larry—. ¿Alguna novedad? Siento decirte que eres muy perezoso para escribir, Pip. ¡Pensar que te mandé cuatro postales y tú, en cambio, no me has escrito ni una sola vez!

—¿Quién ha dicho que «tú» las mandaste? —protestó Daisy, indignada—. ¡Así se escribe la historia! ¡Las escribí todas yo! ¡Tú ni siquiera te tomaste la molestia de ponerles la dirección!

—¡Pero fui el que las «compré»! —defendióse Larry—. Ea, ¿sabéis algo de Fatty? ¿No ha vuelto todavía?

—Le esperamos hoy —respondió Bets, alborozada—. Estoy atenta al timbre de su bicicleta o a los ladridos de «Buster». ¿No os parecerá maravilloso que nos reunamos los cinco, ¡y «Buster»!, de nuevo?

Todos asintieron. Bets contemplaba al pequeño grupo, feliz de tener a su lado a Larry y Daisy, pero parecíale que faltaba algo sin Fatty, el amigo socarrón, atrevido y talentudo. Sólo de pensar que pronto volverían a disfrutar de su compañía, la chiquilla no cabía en sí de gozo.

—Está sonando el teléfono —observó Pip, al oír un sonoro y estridente timbre procedente de la casa—. Ojalá no sea para mí. Creo no podría levantarme. Estoy pegado a la hierba.

A poco, asomóse a la ventana la señora Hilton, o sea la madre de Pip.

—Ha telefoneado Federico —les gritó—. Ya está de regreso y dice que pasará a veros cuanto antes. Os aconseja que agucéis la vista porque está tan moreno que, a lo mejor, no lo reconocéis. Probablemente, también a él le costará «reconoceros». ¡Parecéis unos gitanillos!

Al oír semejante noticia, todos se incorporaron.

—¡«Ojalá» hubiese contestado yo al teléfono! —lamentóse Bets—. Fatty tiene una voz muy graciosa por teléfono.

—Sí, semejante a un cloqueo —corroboró Larry—. ¡Daría cualquier cosa por estar siempre tan seguro de mí mismo como Fatty! Nunca se altera por nada.

—Y «siempre» sabe lo que conviene hacer, suceda lo que suceda —encomió Bets—. ¿Qué os parece? ¿Vendrá disfrazado para gastarnos una broma?

—Seguramente —murmuró Larry—. Apuesto a que ha vuelto cargado de nuevos trucos y disfraces y no me sorprendería que le faltase tiempo para comprobar el efecto que nos producen. ¡Le conozco!

—En este caso, propongo que nos fijemos en el primer tipo raro que veamos —aconsejó Daisy, excitada—. ¡No debemos «consentir» que nos engañe a las primeras de cambio! ¿No es verdad?

Fatty era un artista en el arte de disfrazarse. Podía incluso conferir un aspecto si cabe más rollizo a sus gordinflonas mejillas metiéndose en la boca unas almohadillas postizas, debidamente colocadas entre las encías y la parte interior de los carrillos. Poseía, además, una serie de dentaduras postizas perfectamente adaptables a la suya propia y profusión de cejas y pelucas.

De hecho, el muchacho se gastaba casi todo el considerable dinero de que disponía para sus gastos en esas bagatelas, y sus múltiples disfraces constituían una fuente inagotable de diversión y regocijo para sus compañeros, ya fueran ellos u otras personas los engañados.

—Ahora, pongámonos en guardia —propuso Pip—. Pensad que todo aquel que se acerque al portillo, sea hombre mujer o niño, es un sospechoso. ¡«Podría» ser el propio Fatty!

La espera no fue muy larga. A poco, percibieron un rumor de pasos ascendentes por la calzada y, casi simultáneamente, un enorme sombrero de plumas apareció fluctuando sobre el seto que discurría a lo largo del sendero conducente a la puerta de la cocina. Una cara muy morena y gordinflona miróles por encima del seto. De las orejas de su propietaria pendían largos pendientes dorados, y bajo el horrible sombrero asomaban varias hileras de bucles negros.

Los chicos contemplaron a la desconocida de hito en hito.

—¿Queréis comprarme un ramito de brezos blancos? —preguntó la mujer con expresión sonriente—. ¡Os traerán suerte!

Casi sin transición, la desconocida dobló el ángulo formado por el seto. Era una alta y robusta gitana, vestida con una larga falda negra, una sucia blusa rosa y un chal encarnado. Su sombrero de plumas mecíase constantemente sobre sus negros rizos.

—¡Fatty! —exclamó Bets al punto, precipitándose a su encuentro—. ¿Eres Fatty, verdad? ¡He reconocido tu voz! ¡No la has desfigurado bastante!

CAPÍTULO II
FATTY HACE SU APARICIÓN

Los otros tres muchachos no despegaron los labios ni hicieron ademán de acercarse a la desconocida. Ésta parecía demasiado alta para ser Fatty, aunque últimamente el chico había crecido mucho. La gitana retrocedió un poco al ver llegar a la pequeña Bets, chillando de alegría.

—¡«Ea»! —exclamó la mujer con voz ronca—. ¿Quién es ese Fatty? ¿Qué estás diciendo, muchacha?

Bets se detuvo en seco, mirando a la mujer, que, a su vez, mirábala insolentemente, con los ojos entornados. De improviso, la gitana, agitando un ramo de ajados brezos casi en las propias narices de Bets, suplicó:

—Cómprame un ramito de brezos de la suerte, chiquilla. No he vendido ni uno desde ayer.

Bets retrocedió, mirando a los demás, que contemplaban la escena sonrientes al ver el susto que acababa de llevarse la chiquilla. Ésta volvió junto a sus tres compañeros, ruborosa y avergonzada.

La mujer siguióla, agitando los brezos con ademán amenazador.

—Si no quieres mis brezos, déjame leer tu mano —gruñó la desconocida—. Ya sabes que trae mala suerte enojar a una gitana.

—¡Bah, tonterías! —intervino Larry—. Váyase usted de aquí, por favor.

—Por qué me ha llamado Fatty? —protestó la mujer, señalando a la pobre Bets—. ¡No soporto que me insulten las mocosas como ella!

Súbitamente, apareció la cocinera con una bandeja de gaseosas para los muchachos, y al ver a la gitana, le gritó:

—Lárguese usted en seguida. Ya estamos hartos de ver gitanas por aquí en estos últimos días.

—¡Vamos, cómpreme un ramita de brezos! —gimió la mujer, agitándolo materialmente en la cara de la indignada cocinera.

—¡Oye, Bets! —exclamó ésta—. Ve a decirle a tu padre que hay otra gitana por aquí.

Bets corrió a cumplir el encargo y la gitana puso pies en polvorosa por la calzada. A poco, los chicos volvieron a ver su enorme sombrero de plumas asomando a lo largo de la parte superior del seto.

Todos echáronse a reír.

—¡Cáscaras! —comentó Pip—. ¡Ya me extrañaba a mí que Bets no hiciese una plancha de las suyas. ¿A quién se le ocurre pensar que esa horrible vieja era Fatty? De todos modos, reconozco que tenía la voz algo recia para ser una mujer. Probablemente eso fue lo que despistó a Bets.

—Y lo que estuvo a punto de despistarme a mí también confesó Daisy—. ¡Mirad, ahí viene otra persona!

—Es un repartidor de carne —precisó Pip, al tiempo que un muchacho en bicicleta ascendía silbando por la calzada, con una cesta de carne en la parte anterior del vehículo.

—«A lo mejor» es Fatty —murmuró Bets tímidamente—. Pero antes tendremos que cerciorarnos. En todo caso, el disfraz sería estupendo.

Todos se levantaron para examinar al muchacho, que, a la sazón, hallábase ya junto a la puerta de la cocina. El chico lanzó un fuerte silbido y la cocinera respondióle con estas palabras:

—Te reconocería entre cincuenta mil, Tom Lane. Ese silbido tuyo me traspasa los oídos. Pon la carne encima de la mesa, ¿quieres?

Los cuatro amigos contemplaron al chico por detrás. Cabía la posibilidad de que fuera Fatty con una peluca de rizado cabello castaño. Bets estiro el cuello hacia delante para tratar de averiguar si aquel pelo «era» una peluca o no. Por su parte, Pip fijóse en los pies del repartidor a fin de comprobar si éstos correspondían al tamaño de los de Fatty.

Al notar que le miraban, el chico volvióse hacia ellos y, haciéndoles unas burlonas muecas, espetó:

—¿Qué os pasa? ¿Es la primera vez que veis un repartidor de carne? »

Y girando sobre sus talones, con pose de modelo, añadió concisamente:

—Fijaos bien. ¡Soy un magnífico ejemplar de carnicero! ¿Ya estáis listos? ¿Os habéis convencido?

Los muchachos observábanle desconcertados. Por su contextura aquel chico «podía» ser Fatty, pero sus dientes resultaban muy conejunos. ¿Eran propios o postizos?

Pip avanzó un paso con ánimo de comprobarlo. Entonces el repartidor retrocedió, sintiéndose de pronto algo asustado ante la curiosa mirada de los cuatro chicos.

—¿Qué os pasa? —farfulló el muchacho, mirándose a sí mismo—. ¿Tengo monos en la cara?

—¿Es tuyo ese pelo? —inquirió Bets, casi convencida de que se trataba de una peluca, y de que, por tanto, se las habían con Fatty.

El repartidor no contestó. Con expresión realmente desconcertada, levantó la mano para palparse el cabello. Luego, muy alarmado ante los graves rostros de sus interlocutores, saltó a su bicicleta y alejóse por la calzada como alma que lleva el diablo, sin acordarse ya de silbar.

Los cuatro muchachos le siguieron con la mirada.

—Bien —aventuró Larry al fin—, si «no era» Fatty, era uno muy parecido a él. No sé qué pensar.

—Vayamos a echar una ojeada a la carne que ha dejado encima de la mesa —propuso Pip—. No creo que Fatty llevase carne de verdad aunque tratara de hacerse pasar por un repartidor. Las salchichas resultan mucho más baratas.

Todos se acercaron a examinar la carne dispuesta sobre la mesa. Naturalmente, la cocinera llevóse una sorpresa al entrar y verles inclinados sobre la vianda.

—¿Tanta hambre tenéis? —exclamó, ahuyentándoles—. ¿Serías capaz de hincar el diente en esa carne cruda, Pip?

Parecía, en efecto, que Pip se dispusiera a morderla, tan de cerca la miraba en su intento por averiguar si era carne de verdad o simplemente uno de los numerosos «accesorios» que completaban los varios disfraces de Fatty. Pero no cabía duda: era carne comestible.

De pronto, oyeron que alguien llamaba a la puerta anterior de la casa, y apresurándose a salir de nuevo al jardín.

—¡Es Fatty! —gritó Bets, precipitándose por el sendero en dirección a la puerta principal.

Junto a ésta había un muchacho con un telegrama en la mano.

—¡Fatty! —repitió Bets, sabedora de que su amigo habíase disfrazado muchas veces de repartidor de telegramas, con excelentes resultados.

Y abalanzándose hacia él, rodeóle con sus brazos.

¡Qué chasco! Apenas el chico dio media vuelta, la pequeña Bets comprobó que no era Fatty, sino un muchacho de cara pálida y menuda, y ojos de pulga. A pesar de la pericia de Fatty en el arte de la caracterización, habríale resultado imposible adoptar aquel semblante. Bets se puso como la grana.

—Lo siento mucho —disculpóse la chiquilla, retrocediendo—. Creí... que era usted un amigo mío.

La señora Hilton contemplaba la escena, asombrada, de pie ante la puerta abierta. ¿Qué hacía Bets abrazando a aquel muchacho? Éste entregó el telegrama a la dueña de la casa sin pronunciar una palabra, tan aturdido como la propia Bets.

—Repórtate, Bets —reprendió la señora Hilton severamente—. Me sorprende que te conduzcas así. Haz el favor de no gastar estas bromas.

Bets alejóse, avergonzada. El chico repartidor siguióla con la mirada, sin salir de su asombro. Larry, Pip y Daisy echáronse a reír a mandíbula batiente.

—Vosotros todo lo arregláis riendo —lamentóse Bets, resentida—. Ahora mamá me pondrá como un trapo sucio. ¿Verdad que era exactamente igual que Fatty?

—Si por el mero hecho de que Fatty posea un uniforme de repartidor de telegramas vas a tomarle por todos los repartidores que veas, tenemos diversión para rato —bromeó Pip—. ¡Cáscaras! Estoy deseando que Fatty se presente de una vez—. Hace siglos que telefoneó. Apuesto a que la primera persona que aparezca ahora «será» él.

Así fue, en efecto. Fatty apareció en la calzada, montado en su bicicleta, rollizo como siempre y esbozando una amplia sonrisa, en tanto «Buster» corría violentamente junto a los pedales.

—¡Fatty, FATTY! —chillaron todos a una.

Y antes de darle tiempo a dejar su bicicleta junto al seto, los cuatro le rodearon. «Buster» brincaba a su alrededor, ladrando sin cesar y loco de contento. Todos saludaron a Fatty, dándole palmadas en la espalda, y Bets pudo abrazarle al fin.

—¡Cuánto has tardado en venir, Fatty! —exclamó la niña—. Supusimos que vendrías disfrazado y hemos estado todo el tiempo al acecho.

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