Moby Dick (50 page)

Read Moby Dick Online

Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
8.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No he sido yo —gritó Dough-Boy—: fue tía Caridad quien trajo a bordo el jengibre, y me pidió que nunca diera licores a los arponeros, sino sólo su tisana de jengibre, como la llamaba.

—¡Tisana de jengibre! ¡Bribón jengibrado!, ¡toma eso! Y corre allá a los armarios y trae algo mejor. Espero no hacer mal, señor Starbuck. Son las órdenes del capitán: grog para el arponero que ha estado en la ballena.

—Basta —contestó Starbuck—: pero no le vuelvas a pegar, sino que...

—Ah, nunca hago daño cuando pego, sino cuando pego a una ballena o algo así, y este tipo es una comadreja. ¿Qué iba a decir, señor Starbuck?

—Sólo esto; baja con él, y trae tú mismo lo que quieras.

Cuando reapareció Stubb, venía con un frasco oscuro en una mano y una especie de bote de té en la otra. El primero contenía un licor fuerte, y fue entregado a Queequeg; el segundo era el regalo de tía Caridad, y fue dado liberalmente a las olas.

LXXIII
 
Stubb y Flask matan una ballena, y luego tienen una conversación sobre ella

No debe olvidarse que durante todo este tiempo tenemos una monstruosa cabeza de cachalote colgando en el costado del Pequod. pero hemos de dejarla colgando algún tiempo, hasta que podamos obtener una ocasión de hacerle caso. Por el momento, otros asuntos apremian, y lo mejor que podemos hacer ahora por la cabeza es rogar al Cielo que los aparejos aguanten.

Ahora, durante la pasada noche y tarde, el Pequod había derivado poco a poco a un mar que, por sus intermitentes zonas de brit, daba insólitas señales de la cercanía de ballenas francas, una especie del leviatán que pocos suponían que en ese determinado momento anduviese por ningún lugar cercano. Y aunque todos los marineros solían desdeñar la captura de esas criaturas inferiores, y aunque el Pequod no estaba enviado para perseguirlas en absoluto, y aunque había pasado junto a muchas de ellas junto a las islas Crozetts sin arriar una lancha, sin embargo, ahora que habían acercado al costado y decapitado un cachalote, se anunció que se capturaría ese día una ballena franca, si se ofrecía oportunidad.

Y no faltó mucho tiempo. Se vieron altos chorros a sotavento, y se destacaron en su persecución dos lanchas, las de Stubb y Flask. Remaron alejándose cada vez más, hasta que por fin fueron casi invisibles para los vigías en el mastelero. Pero de repente, a lo lejos, vieron un gran montón de agua blanca en tumulto, y poco después llegaron noticias desde lo alto de que una lancha, o las dos, debían haber hecho presa.

Al cabo de un intervalo, las lanchas quedaron claramente a la vista, arrastradas derechas hacia el barco, a remolque de la ballena. Tanto se acercó el monstruo al casco, que al principio pareció que traía malas intenciones, pero de repente se sumergió en un torbellino, a tres varas de las tablas, y desapareció por entero de la vista, como si se zambullera por debajo de la quilla.

¡Cortad, cortad! —fue el grito desde el barco a las lanchas, que, por un momento, parecieron a punto de ser llevadas a un choque mortal contra el costado del navío. Pero como tenían todavía mucha estacha en los barriles, y la ballena no se sumergía muy deprisa, soltaron abundante cable, y al mismo tiempo remaron con todas sus fuerzas para pasar por delante del barco. Durante unos minutos, la batalla fue intensamente crítica, pues mientras ellos aflojaban en un sentido la estacha atirantada, y a la vez remaban en otro sentido, la tensión contrastada amenazaba hundirles. Pero ellos sólo trataban de obtener unos pocos pies de ventaja. Y se pusieron a ello hasta que lo consiguieron, y en ese mismo instante se sintió un rápido rumor a lo largo de la quilla, cuando la tensa estacha, rascando el barco por debajo, surgió de pronto a la vista bajo la proa, con chasquido y temblor, sacudiendo el agua en gotas que cayeron al mar como trozos de cristal roto, mientras la ballena, más allá, surgía también a la vista, y otra vez las lanchas quedaban libres para volar. Pero el animal, agotado, disminuyó su velocidad, y, alterando ciegamente su rumbo, dio vuelta a la popa del barco remolcando detrás de sí a las dos lanchas, de modo que realizaron un circuito completo.

Mientras tanto, ellos halaban cada vez los cabos, hasta que, flanqueando de cerca a la ballena por los dos lados, Stubb respondió a Flask con lanza por lanza; y así continuó la batalla en torno al Pequod, mientras que las multitudes de tiburones que antes habían nadado en torno al cuerpo del cachalote muerto, se precipitaron a la sangre fresca que se vertía, bebiendo con sed a cada nueva herida, igual que los ávidos israelitas en las nuevas fuentes desbordadas que manaron de la roca golpeada.

Por fin, el chorro se puso espeso, y con una sacudida y un vómito espantosos, la ballena se volvió de espalda, cadáver. Mientras los dos jefes se ocupaban en sujetar cables a la cola y preparar por otras medias aquellas moles en disposición para remolcar, tuvo lugar entre ellos alguna conversación.

—No sé qué quiere el viejo con este montón de tocino rancio —dijo Stubb, no sin cierto disgusto al pensar en tener que ver con un leviatán tan innoble.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo Flask, enrollando cable sobrante a la proa de la lancha—. ¿Nunca ha oído decir que el barco que lleva por una sola vez izada una cabeza de cachalote a estribor, y al mismo tiempo una cabeza de ballena fresca a babor, no ha oído decir, Stubb, que ese barco jamás podrá zozobrar después?

—¿Por qué no podrá?

—No sé, pero he oído decir que ese espectro de gutapercha de Fedallah lo dice así, y parece saberlo todo sobre encantamiento de barcos. Pero a veces pienso que acabará por encantar el barco para mal. No me gusta ni pizca este tipo, Stubb. ¿Se ha dado cuenta alguna vez de que tiene un colmillo tallado en cabeza de serpiente, Stubb?

—¡Que se hunda! Nunca le miro en absoluto, pero si alguna vez encuentro una ocasión en una noche oscura, en que él esté cerca de las batayolas, y nadie por allí; mire, Flask... —y señaló al mar con un movimiento peculiar de ambas manos—: ¡Sí que lo haré! Flask, estoy seguro de que ese Fedallah es el diablo disfrazado. ¿Cree esa historia absurda de que había estado escondido a bordo del barco? Es el demonio, digo yo. La razón por la que no se le ve la cola, es porque la enrolla para esconderla; supongo que la lleva adujada en el bolsillo. ¡Maldito sea! Ahora que lo pienso; siempre le hace falta estopa para rellenar las punteras de las botas.

—Duerme con las botas puestas, ¿no? No tiene hamaca, pero le he visto tumbado por la noche en una aduja de cabo.

—Sin duda, y es por su condenado rabo; lo mete enrollado, ¿comprende?, en el agujero de en medio de la aduja.

—¿Por qué el viejo tiene tanto que ver con él?

—Supongo que estará haciendo un trato o una transacción.

—¿Un trato? ¿Sobre qué?

—Bueno, verá, el viejo está empeñado en perseguir a esa ballena blanca, y este diablo trata de enredarle y hacer que le dé a cambio su reloj de plata, o su alma, o algo parecido, y entonces él le entregará a Moby Dick.

—¡Bah! Stubb, está bromeando; ¿cómo puede Fedallah hacer eso?

—No sé, Flask, pero el demonio es un tipo curioso, y muy malo, se lo aseguro. En fin, dicen que una vez entró de paseo por el viejo buque insignia, moviendo el rabo, endemoniadamente tranquilo y hecho un señor, y preguntó al demonio qué quería. El diablo, removiendo las pezuñas, va y dice: «Quiero a John». «¿Para qué?», dice el viejo jefe. «¿A usted qué le importa? —dice el diablo, poniéndose como loco—: Quiero usarlo.» «Llévatelo», dice el jefe. Y por los Cielos, Flask, si el diablo no le dio a John el cólera asiático antes de acabar con él, me como esta ballena de un bocado. Pero fíjese bien... ¿no estáis listos ahí todos vosotros? Bien, entonces, remad, y vamos a poner la ballena a lo largo del barco.

—Creo recordar una historia parecida a la que me ha contado —dijo Flask, cuando por fin las dos lanchas avanzaron lentamente sobre su carga hacia el barco—: pero no puedo recordar dónde.

—¿En lo de los tres españoles? ¿En las aventuras de aquellos tres soldados sanguinarios? ¿Lo leyó allí, Flask? Supongo que así sería.

—No, nunca he visto semejante libro; pero he oído de él. Ahora, sin embargo, dígame, Stubb, ¿supone que ese diablo de que hablaba era el mismo que dice que ahora está a bordo del Pequod?

—¿Soy yo el mismo hombre que ha ayudado a matar esta ballena? ¿No vive el diablo para siempre? ¿Quién ha oído decir que el diablo hubiera muerto? ¿Ha visto jamás un párroco que llevase luto por el diablo? Y si el diablo tiene una llave para entrar en la cabina del almirante, ¿no supone que podrá gatear por un portillo? ¿Dígame, señor Flask?

—¿Cuántos años supone que tiene Fedallah, Stubb?

—¿Ve ahí ese palo mayor? —señalando al barco—: bueno, ése es el número uno; ahora tome todos los aros de barril que haya en la bodega del Pequod, y póngalos en fila, como ceros, con ese palo, ya entiende: bueno, con eso no se empezaría la edad de Fedallah. Ni todos los toneleros del mundo podrían enseñar aros bastantes para hacer ceros.

—Pero vea, Stubb, me pareció que ahora mismo presumía un poco de que pensaba dar a Fedallah una zambullida en el mar, si tenía buena ocasión. Sin embargo, si es tan viejo como resulta con todos esos aros suyos, y si va a vivir para siempre, dígame ¿de qué puede servir tirarle por la borda?

—De todos modos, para darle una buena zambullida.

—Pero volvería nadando.

—Pues otra vez al agua, sin dejar de zambullirle otra vez.

—Pero suponiendo que a él se le metiera en la cabeza zambullirle a usted; sí, y ahogarle, ¿entonces qué?

—Me gustaría ver cómo lo probaba; le pondría los ojos tan negros que no se atrevería a enseñar otra vez la cara en la cabina del almirante durante mucho tiempo, y mucho menos ahí abajo en el sollado, donde vive, y allá arriba, en cubierta por donde merodea tanto. Maldito sea el demonio, Flask; ¿así que supone que yo tengo miedo del diablo? ¿Quién tiene miedo de él, sino el viejo jefe que no se atreve a agarrarle y ponerle grilletes dobles, como se merece, sino que le deja andar por ahí secuestrando gente; sí, y que ha firmado un pacto de que todos los que secuestre el diablo, él se los asará al fuego? ¡Eso sí que es un jefe!

—¿Supone que Fedallah quiere secuestrar al capitán Ahab?

—¿Que si lo supongo? Ya lo sabrá dentro de poco, Flask. Pero ahora le voy a vigilar estrechamente, y si veo que pasa algo sospechoso, le agarraré por el cogote y le diré: «Mire acá, Belcebú; no haga eso», y si arma algún estrépito, por Dios que le meto la mano en el bolsillo, le saco el rabo, lo amarro al cabestrante y le doy tal retorcimiento y tal tirón, que se lo arranco de las posaderas..., ya verá; y entonces, me parece más bien que cuando se encuentre rabón de ese modo raro, se escapará sin la mísera satisfacción de notar el rabo entre las piernas.

—¿Y qué hará con el rabo, Stubb?

—¿Qué haré con él? Lo venderé como látigo para bueyes cuando lleguemos a casa; ¿qué más?

—Pero ¿habla en serio en todo lo que dice, y en todo lo que lleva dicho, Stubb?

—En serio o no, ya estamos en el barco.

Gritaron entonces a las lanchas que remolcaran la ballena al lado de babor, donde ya estaban preparadas cadenas para la cola y otros instrumentos para sujetarla.

—¿No se lo dije? —dijo Flask—; sí, pronto verá esta cabeza de ballena franca izada al otro lado de la del cachalote.

En su momento, se cumplió el dicho de Flask. Y lo mismo que el Pequod se escoraba abruptamente hacia la cabeza del cachalote, ahora, con el contrapeso de ambas cabezas, volvió a equilibrarse en la quilla, aunque gravemente cargada, pueden creerlo muy bien. Así, cuando izáis en un lado la cabeza de Locke, os inclináis a ese lado; pero entonces izáis en el otro lado la cabeza de Kant y volvéis, a enderezaros, aunque en muy malas condiciones. De ese modo hay ciertos espíritus que no dejan nunca de equilibrar su embarcación. ¡Ah, locos!, tirad por la borda a todos esos cabezudos, y flotaréis ligeros y derechos.

Al despachar el cuerpo de una ballena franca, una vez puesto a lo largo del barco, suelen tener lugar las mismas actividades preliminares que en el caso del cachalote, sólo que en este último caso, la cabeza se corta entera, mientras que en aquél, los labios y la lengua se quitan por separado y se izan a cubierta, con todos esos famosos huesos negros sujetos a lo que se llama la corona. Pero en el caso presente no se había hecho nada de eso. Los cadáveres de ambos cetáceos quedaron a popa, y el barco, con su carga de cabezas, pareció no poco una mula con un par de cuévanos abrumadores.

Mientras tanto, Fedallah observaba tranquilamente la cabeza de la ballena franca, alternando de vez en cuando ojeadas a sus profundas arrugas y ojeadas a los surcos de su propia mano. Y Ahab, por casualidad, quedó situado de modo que el Parsi ocupaba su sombra, mientras que la sombra del Parsi, si es que existía, parecía fundirse con la de Ahab, prolongándola. Mientras los tripulantes seguían sus tareas, rebotaban entre ellos especulaciones laponas en torno a las cosas que pasaban.

LXXIV
 
La cabeza del cachalote: vista contrastada

Aquí están, pues, dos grandes cetáceos, juntando las cabezas: unámonos a ellos y juntemos la nuestra.

De la gran orden de los leviatanes infolio, el cachalote y la ballena franca son, con mucho, los más notables. Son las únicas ballenas perseguidas sistemáticamente por el hombre. Para los de Nantucket, representan los dos extremos de todas las variedades conocidas de la ballena. Dado que la diferencia externa entre ellas se observa sobre todo en sus cabezas, y dado que en este momento cuelga una cabeza de cada cual en el costado del Pequod, y dado que podemos pasar libremente de la una a la otra, simplemente con cruzar la cubierta, ¿dónde, me gustaría saber, vais a encontrar mejor ocasión que aquí para estudiar cetología práctica?

En primer lugar, os impresiona el contraste general entre estas cabezas. Ambas son bastante voluminosas con toda certidumbre; pero la del cachalote tiene cierta simetría matemática que falta lamentablemente a la de la ballena franca. La cabeza del cachalote tiene más carácter. Al observarla, se le otorga involuntariamente una inmensa superioridad en punto de dignidad impresionante. En el presente caso, además, esa dignidad queda realzada por el color sal y pimienta de lo alto de la cabeza, como señal de una edad avanzada y una amplia experiencia. En resumen, es lo que los pescadores llaman técnicamente un «cachalote con canas».

Other books

While I Was Gone by Sue Miller
La noche de Tlatelolco by Elena Poniatowska
Awakenings by Oliver Sacks
The Days of Peleg by Jon Saboe
Nothing Like Love by Sabrina Ramnanan
Seven Ancient Wonders by Matthew Reilly
Sex on Flamingo Beach by Marcia King-Gamble