Moby Dick (52 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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¿Podéis captar la expresión de ese cachalote, allí? Es la misma con que murió, sólo que algunas de las más largas arrugas de la frente ahora se diría que se han borrado. Me parece que esta ancha frente está llena de una placidez de dehesa, nacida de una indiferencia filosófica hacia la muerte. Pero fijaos en la expresión de la otra cabeza. Mirad ese sorprendente labio inferior, aplastado por casualidad contra el costado del barco, como para abrazar firmemente la mandíbula. Toda esta cabeza ¿no parece hablar de una enorme decisión práctica al afrontar la muerte? Entiendo que esta ballena franca ha sido una estoica, y el cachalote, un platónico, que en sus años más avanzados podría haberse consagrado a Spinoza.

LXXVI
 
El ariete

Antes de abandonar, por ahora, la cabeza del cachalote, querría que, simplemente como fisiólogos sensatos, observaseis con detalle su aspecto frontal, en toda su compacta concentración. Querría que lo investigarais ahora con la única intención de formaros un concepto inteligente y sin exageración de cualquier poder de ariete que pueda residir allí. Este es un punto vital; pues, o bien debéis arreglar satisfactoriamente este punto con vosotros mismos, o permanecer para siempre incrédulos ante uno de los acontecimientos más horribles, pero no menos verdaderos, que se pueda encontrar en cualquier, punto de toda la historia anotada.

Observais que, en la ordinaria posición natatoria del cachalote, la frente de su cabeza presenta un plano casi totalmente vertical al agua; observáis que la parte inferior de esa frente tiene considerable inclinación hacia atrás, como para dejar más entrante al alvéolo a la mandíbula inferior, parecida a un botalón; observáis que la boca queda enteramente bajo la cabeza, de modo muy parecido, en efecto, a como si vuestra boca quedara enteramente bajo vuestra barbilla. Además, observáis que el cachalote no tiene nariz externa; y lo que tiene de nariz —su agujero del chorro— está en lo alto de la cabeza: observáis que sus ojos y oídos están a los lados de la cabeza, casi a un tercio de su longitud total desde delante. Por consiguiente, ya os debéis haber dado cuenta de que la frente del cachalote es una pared cerrada y ciega, sin un solo órgano ni prominencia tierna de ninguna especie. Además, habéis de considerar ahora que sólo en la, parte extrema, inferior, echada hacia atrás, de la delantera de la cabeza hay un leve vestigio de hueso, y hasta que no se entra a veinte pies desde la frente no se llega a la plena estructura craneana. Así, que toda esta enorme masa sin hueso es como una sola huata. Finalmente, aunque, como pronto se revelará, su contenido comprende en parte el más delicado aceite, sin embargo, ahora debéis informaros sobre la naturaleza de la sustancia que tan inexpugnablemente reviste todo ese aparente refinamiento. En algún lugar anterior os he descrito cómo la grasa envuelve el cuerpo de la ballena igual que la cáscara a la naranja. Lo mismo pasa con la cabeza, pero con esta diferencia: en torno a la cabeza, este forro, aunque no tan grueso, es de una dureza sin hueso que no puede imaginar quien no haya tenido que habérselas con él. El arpón de punta más aguda, la lanza más afilada arrojada por el más fuerte brazo humano, rebota impotente en él. Es como si la frente del cachalote estuviera pavimentada con cascos de caballo. No creo que en ella se esconda ninguna sensibilidad.

Considerad también otra cosa. Cuando dos grandes barcos cargados, de los que van a la India, se agolpan por casualidad y se entrechocan uno contra otro en los muelles, ¿qué hacen los marineros? No cuelgan entre ellos, en el punto de inminente contacto, ninguna sustancia meramente dura, como hierro o madera. No; cuelgan una gran huata redonda de estopa y corcho, envuelta en el más grueso y duro cuero. Ésta recibe, con valentía y sin daño, el apretón que habría partido todos los espeques de roble y las palancas de hierro. Esto, por sí solo, ilustra suficientemente el hecho obvio a que apunto. Pero, como suplemento a ello, se me ha ocurrido por vía de hipótesis que, dado que los peces ordinarios poseen lo que se llama vejiga natatoria, capaz de distenderse o contraerse a voluntad, y dado que el cachalote no tiene en él, que yo sepa, semejante recurso; y, por otra parte, considerando la manera por lo demás inexplicable como unas veces sumerge por completo la cabeza bajo la superficie, y otras veces nada llevándola elevada por encima del agua, considerando la elasticidad sin obstáculos de su envoltorio, digo, por vía de hipótesis, que esos misteriosos panales de celdillas pulmonares que hay en su cabeza puedan quizá tener alguna conexión hasta ahora desconocida e insospechada con el aire exterior, de tal modo que sean capaces de distensión y contracción atmosférica. Si es así, imaginaos lo irresistible de esa fuerza, a que contribuye el más impalpable y destructor de todos los elementos.

Ahora fijaos: impulsando infaliblemente ese muro cerrado, inexpugnable, invulnerable, y esa cosa tan flotante que hay dentro de él, detrás de todo ello, nada una masa de tremenda vida, que sólo se puede estimar adecuadamente igual que la madera apilada: por su volumen; y toda ella obedeciendo a una sola voluntad, como el más pequeño insecto. Así que cuando en lo sucesivo os detalle todas las especialidades y concentraciones de potencia que residen en cualquier punto de este monstruo expansivo, y cuando os muestre algunas de sus menos importantes hazañas carniceras, confío en que habréis abandonado toda incredulidad ignorante y estaréis dispuestos a aceptarlo todo; de modo que, aunque el cachalote abriera un paso a través del istmo de Darién, mezclando el Atlántico con el Pacífico, no elevaríais ni un pelo de vuestras cejas. Pues si no confesáis a los cetáceos, no sois más que provincianos y sentimentales en la Verdad. Pero la Verdad clara es cosa que sólo afrontan los gigantes-salamandras: ¿qué pequeñas serán entonces las probabilidades para los provinciales? ¿Qué le ocurrió al débil muchacho que levantó el velo de la temible diosa, en Lais?

LXXVII
 
El Gran Tonel de Heidel

Ahora viene el vaciado de la caja. Pero para comprenderlo del todo debéis saber algo de la curiosa estructura interna del órgano sobre la que se trabaja. Considerando la cabeza del cachalote como un cuerpo sólido oblongo, se puede, siguiendo un plano inclinado, dividirla a lo largo en dos cuñas,' la inferior de las cuales es la estructura ósea que forma el cráneo y las mandíbulas, y la superior es una masa untuosa completamente libre de huesos, cuyo ancho extremo delantero forma la frente visible, expandida verticalmente, del cetáceo. Si, en mitad de la frente, subdividís horizontalmente esta cuña superior, entonces tendréis dos partes casi iguales, que antes ya estaban divididas naturalmente por una pared interna de una densa sustancia tendinosa.

La parte inferior de la subdivisión, llamada «la jarcia trozada», es un solo panal inmenso de aceite, formado por el cruzamiento y recruzamiento, en diez mil celdillas imbricadas, de densas fibras blancas cas y elásticas, en toda su extensión. La parte superior, conocida por la caja, puede considerarse como el Gran Tonel de Heidelberg del cachalote. Y del mismo modo que ese célebre gran barril está misteriosamenteriosamente esculpido en su delantera, así la vasta frente arrugada del cetáceo forma innumerables trazados extraños como adorno emblemático de su prodigioso tonel. Asimismo, igual que el de Heidelberg siempre se ha llenado con los vinos más excelentes de los valles del Rin, el tonel del cachalote contiene la más preciosa de todas las soleras oleosas: a saber, el preciadísimo aceite de esperma, en estado absolutamente puro, límpido y fragante. Y no se encuentra esta preciosa sustancia libre de mezcla en ninguna otra parte del animal. Aunque mientras está vivo permanece perfectamente fluido, sin embargo, al exponerse al aire después de la muerte, empieza muy pronto a condensarse, produciendo hermosos vástagos cristalinos, como cuando empieza a formarse en el agua el primer hielo, delicado y sutil. La caja de un cachalote grande suele producir unos quinientos galones de aceite de esperma, aunque, por circunstancias inevitables, una parte considerable de él se derrama, se escapa y se vierte, o se pierde irrevocablemente de alguna otra manera, en el delicado asunto de poner a salvo todo lo que se puede.

No sé con qué refinado y costoso material se revestiría por dentro el tonel de Heidelberg, pero ese revestimiento no podría compararse en riqueza superlativa con la sedeña membrana color perla, que, como el forro de una rica piel, forma la superficie interior de la caja del cachalote.

Se habrá visto que el tonel de Heidelberg del cachalote abarca toda la longitud de toda la parte superior de la cabeza, y dado que —según se ha expuesto en otro lugar— la cabeza abarca un tercio de la entera longitud del animal, entonces, calculando esa longitud de ochenta pies para un cachalote de buen tamaño, tendréis más de veintiséis pies para el aforo del tonel, al izarse verticalmente a lo largo, junto al costado del barco.

Como, al decapitar el cachalote, el instrumento del operador queda muy cerca del lugar donde posteriormente se abre un acceso al depósito del aceite de esperma, ese operador debe tener extraordinario cuidado, no sea que un golpe descuidado e inoportuno alcance el santuario y deje escapar, despilfarrado, su inestimable contenido. Es también ese extremo decapitado de la cabeza el que por fin se eleva, sacándolo del agua y reteniéndolo en tal posición con los enormes aparejos de descuartizamiento, cuyos enredos de cáñamo, en un costado, forman una verdadera selva de cables en esa zona.

Una vez dicho todo esto, os ruego que ahora os fijéis en la operación maravillosa y —en este caso concreto— casi fatal con que se detenta el Gran Tonel de Heidelberg del cachalote.

LXXVIII
 
Cisterna y cubos

Ágil como un gato, Tashtego va hacia arriba, y, sin alterar su postura erguida, corre derecho por el saliente extremo de la verga mayor, hasta el punto donde se proyecta exactamente sobre el tonel izado. Ha llevado consigo un aparejo ligero llamado «látigo», que consiste sólo en dos partes pasadas por un motón con una sola roldana. Asegurando el motón de modo que cuelgue de la verga mayor, tira una punta del cabo para que lo agarre y lo sujete bien firme un marinero en cubierta. Luego, una mano tras otra, el indio baja con la otra punta, pendiendo por el aire, hasta que se posa diestramente en lo alto de la cabeza. Allí —todavía muy elevado sobre el resto de la gente, a la que grita con vivacidad— parece algún muecín turco llamando a la buena gente a la oración desde lo alto de un minarete. Le hacen subir una aguda azada de mango corto, y él busca diligentemente el lugar adecuado para empezar a irrumpir en el tonel. En ese asunto actúa con mucho cuidado, como un buscador de tesoros en una casa vieja, golpeando las paredes para ver dónde está emparedado el oro. En el momento en que concluye esa cauta búsqueda, un recio cubo con aros de hierro, exactamente como un cubo de pozo, ha sido amarrado a un extremo del «látigo», mientras el otro extremo, extendido a través de la cubierta, queda sujeto por dos o tres marineros atentos. Éstos izan entonces el cubo al alcance del indio, a quien otra persona le ha hecho llegar un palo muy largo. Insertado en ese palo el cubo, Tashtego guía el cubo haciéndolo bajar al tonel, hasta que desaparece por entero; luego, avisando a los marineros del «látigo», sube otra vez el cubo, todo él burbujeante, como el cubo de leche recién ordeñada por la lechera. Cuidadosamente bajado desde su altura, el recipiente hasta los topes es aferrado por un marinero designado para ello, que lo vacía rápidamente en un gran barril. Luego, volviendo a subir, vuelve a pasar por el mismo recorrido hasta que la honda cisterna no produce más. Hacia el final, Tashtego tiene que meter el largo palo cada vez con más fuerza y más hondo en el tonel hasta que baja unos veinte pies del palo.

Entonces, los hombres del Pequod habían estado trasvasando algún tiempo de este modo, y se habían llenado varios barriles con el fragante aceite de esperma, cuando de repente ocurrió un extraño accidente. Si fue que Tashtego, ese indio salvaje, se descuidó y se distrajo soltando por un momento la mano con que se agarraba a los aparejos de grandes cables que suspendían la cabeza, o si fue que el lugar donde estaba era muy traidor y resbaladizo, o si el mismo demonio se empeñó en que fuese así, sin precisar sus razones exactas, no se puede decir ahora por qué fue, pero, de repente, cuando subía rebañando el cubo octogésimo o nonagésimo, ¡Dios mío!, el ,pobre Tashtego, como el cubo que alterna con su gemelo en un pozo de verdad, se cayó de cabeza a ese gran tonel de Heidelberg, y, con un horrible gorgoteo aceitoso, se perdió de vista por completo.

—¡Hombre al agua! —gritó Daggoo, que, en medio de la consternación general, fue el primero en recobrar el dominio—. ¡Echad el cubo para acá!

Y, metiendo un pie dentro, como para reforzar más el resbaladizo agarre de las manos en la propia cuerda del «látigo», fue elevado por los izadores hasta lo alto de la cabeza, casi antes de que Tashtego pudiera haber alcanzado su fondo interior. Mientras tanto, hubo un terrible tumulto. Mirando sobre la borda, todos vieron la cabeza, antes sin vida, latiendo y agitándose por debajo mismo de la superficie del mar, como si en ese momento se le hubiera ocurrido una idea importante, mientras que era sólo el pobre indio que, sin darse cuenta, revelaba en esas luchas la peligrosa profundidad en que se había hundido.

En ese momento, mientras Daggoo, en lo alto de la cabeza, liberaba el «látigo» —que se había enredado, no se sabe cómo, en los grandes aparejos de descuartizamiento—, se oyó un brusco ruido crujiente, y, con inexpresable horror de todos, uno de los dos enormes ganchos que suspendían la cabeza se desprendió, y con vasta oscilación la enorme masa se inclinó a un lado, hasta que el barco ebrio se escoró y se agitó como golpeado por un iceberg. El único gancho que quedaba, y del que ahora pendía toda la tensión, parecía a cada momento a punto de ceder, cosa aún más probable por los violentos movimientos de la cabeza.

—¡Baja, baja! —aullaron los marineros a Daggoo, pero sujetando con una mano los pesados aparejos, para que, si se caía la cabeza, él quedase todavía colgado; mientras, el negro, desenredado el cable, sumergía el cubo en el pozo ahora desplomado, con la intención de que el arponero sepultado lo agarrase y fuese izado.

—¡En nombre del cielo, marinero! —gritó Stubb—, ¿estás metiendo ahí un cartucho? ¡Espera! ¿Cómo le va a servir que le des en la cabeza con ese cubo de aros de hierro? ¡Espera, eh!

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