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Authors: Herman Melville

Moby Dick (56 page)

BOOK: Moby Dick
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Mucho tiempo he estado dudando si admitir o no a Hércules entre nosotros, pues aunque, según las mitologías griegas, aquel Crockett y Kit Carson de la antigüedad, aquel robusto realizador de excelentes gestas entusiasmadoras, fue tragado y vomitado por una ballena, con todo, podría discutirse si eso, estrictamente, le hace ser ballenero. Por ninguna parte consta que jamás arponeara a tal pez, a no ser, claro está, desde dentro. Con todo, puede considerársele como una suerte de ballenero involuntario; en cualquier caso, la ballena le cazó a él, si no a él la ballena. Le reclamo para nuestro clan.

Pero, según las mejores autoridades contradictorias, esa historia griega de Hércules y la ballena ha de considerarse derivada de la aún más antigua historia hebrea de Jonás y la ballena, o viceversa: ciertamente, son muy semejantes. Entonces, si reclamo al semidiós, ¿por qué no al profeta?

Y tampoco los héroes, santos, semidioses y profetas son los únicos en componer toda la lista de nuestra orden. Nuestro gran maestro todavía no ha sido nombrado, pues nosotros, como los solemnes reyes de antaño, encontramos nuestro manantial nada menos que en los mismísimos grandes dioses. Ahora ha de repetirse aquí aquella maravillosa historia oriental del Shastra, que nos presenta al temible Visnú, una de las tres personas que hay en la divinidad de los hindúes, y nos da al propio divino Visnú como señor nuestro; a Visnú, que, con la primera de sus diez encarnaciones terrenales, ha dejado aparte y santificado para siempre a la ballena. Cuando Brahma, o el dios de los dioses, dice el Shastra, decidió volver a crear el mundo después de una de sus disoluciones periódicas, dio nacimiento a Visnú, para presidir el trabajo; pero los Vedas, o libros místicos, cuya lectura parecería haber sido indispensable a Visnú antes de empezar la creación, y que, por tanto, debían contener algo en forma de sugerencias prácticas para jóvenes arquitectos, esos Vedas, digo, yacían en el fondo de las aguas, de modo que Visnú, encarnándose en una ballena, se zambulló a las últimas profundidades y salvó los sagrados volúmenes. ¿No fue entonces un ballenero este Visnú, del mismo modo que un hombre que va a caballo se llama caballero?

¡Perseo, san Jorge, Hércules, Jonás y Visnú!, ¡Vaya lista que tenemos! ¿Qué club, sino el de los balleneros, puede encabezarse de modo semejante?

LXXXIII
 
Jonás, considerado históricamente

En el capítulo precedente se hizo referencia al relato histórico de Jonás y la ballena. Ahora bien, algunos de Nantucket desconfían de ese relato histórico de Jonás y la ballena. Pero, asimismo, había algunos griegos y romanos escépticos, que, separándose de los paganos ortodoxos de su época, dudaban igualmente del relato de Hércules y la ballena, y Arión y el delfín; y sin embargo, el hecho de que dudaran de esas tradiciones no las hizo menos reales ni en un apice.

La principal razón que un viejo ballenero de Sag-Harbour tenía para poner en duda el relato hebreo era ésta: él tenía una de esas extrañas Biblias a la antigua usanza, embellecida con grabados curiosos y nada científicos, uno de los cuales representaba la ballena de Jonás con dos chorros en la cabeza, peculiaridad sólo verdadera respecto a una especie del leviatán (la ballena franca y las variedades de esta orden), sobre la cual los balleneros tienen este proverbio: «Se ahogaría con un panecillo de a penique», ya que sus tragaderas son muy pequeñas. Pero para eso está dispuesta la respuesta anticipada del obispo Jebb. No es necesario, sugiere el obispo, que consideremos a Jonás emparedado en la panza de la ballena, sino temporalmente alojado en alguna parte de la boca. Y eso parece suficientemente razonable al buen obispo. Pues, realmente, en la boca de la ballena franca podrían instalarse un par de mesas de juego, sentando cómodamente a todos los jugadores. Es posible, también, que Jonás se hubiera escondido en un diente hueco; pero, pensándolo mejor, la ballena franca no tiene dientes.

Otra razón por la que el Sag-Harbour (así le llamaban) insistía en su falta de fe en ese asunto del profeta, era algo oscuramente referente al cuerpo encarcelado del profeta y a los jugos gástricos de la ballena. Pero esa objeción cae igualmente por tierra, porque un exegeta alemán supone que Jonás debió refugiarse en el cuerpo flotante de una ballena muerta, del mismo modo que los soldados franceses, en la campaña en Rusia, convirtieron en tiendas a sus caballos muertos y se metieron a gatas en ellas. Además, otros comentadores continentales han supuesto que, cuando Jonás fue lanzado por la borda del barco de Joppa, él se escapó derecho a otra embarcación cercana, alguna embarcación con una ballena por mascarón de proa y, yo añadiría, posiblemente llamada La Ballena, igual que ciertos navíos se bautizan hoy día como El Tiburón, La Gaviota, El Águila. Y tampoco han faltado doctores exegetas que han opinado que la ballena mencionada en el libro de Jonás quería indicar meramente un salvavidas —un pellejo inflado de viento— al que se acercó nadando el profeta en peligro, salvándose así de la condena acuática. Por consiguiente, el pobre de Sag-Harbour parece derrotado por todas partes. Pero todavía tenía otra razón para su falta de fe. Era ésta, si no recuerdo mal: Jonás fue tragado por la ballena en el mar Mediterráneo, y al cabo de tres días fue vomitado en algún lugar a unos tres días de viaje de Nínive, una ciudad junto al Tigris, a mucho más de tres días de viaje del punto más cercano de la costa mediterránea. ¿Cómo es eso?

Pero ¿no había otro modo de que la ballena dejara en tierra al profeta a tan corta distancia de Nínive? Sí. Podía haberle llevado dando la vuelta al cabo de Buena Esperanza. Pero, para no hablar de la travesía a todo lo largo del Mediterráneo, y otra travesía por el golfo Pérsico y el mar Rojo, tal suposición implicaría la completa circunnavegación de África, en tres días, para no hablar de que las aguas del Tigris, junto a Nínive, son demasiado superficiales para que nade en ellas una ballena. Además, la idea de que Jonás doblara el cabo de Buena Esperanza en tiempos tan antiguos le quitaría el honor del descubrimiento de ese gran promontorio a Bartolomé Díaz, y daría así un mentís a la historia moderna.

Pero todos esos necios argumentos del viejo de Sag-Harbour evidenciaban sólo el necio orgullo de su razón: cosa más reprensible en él, visto que tenía pocos conocimientos, salvo lo que había ido sacando del sol y del mar. Digo que sólo muestra su necio e impío orgullo, y su abominable y diabólica rebelión contra la reverenda clerecía. Pues un sacerdote católico portugués presentó esa misma idea, de que Jonás hubiera ido a Nínive vía cabo de Buena Esperanza, como manifestación y presagio del milagro general. Y así fue. Además, en nuestros días, los ilustradísimos turcos creen en el relato histórico de Jonás. Y hace unos tres siglos, un viajero inglés, en los antiguos
Viajes de Harris
, hablaba de una mezquita turca construida en honor de Jonás, en la que había una lámpara milagrosa que ardía sin aceite.

LXXXIV
 
El marcado

Para hacerlos correr con facilidad y rapidez, se untan los ejes de los carros; y con propósito muy semejante, algunos cazadores de ballenas realizan análoga operación en su lancha: engrasan el fondo. Y no hay que dudar que tal medida, así como no puede causar perjuicio, es posible que produzca una ventaja nada despreciable, si se piensa que el aceite y el agua son hostiles, que el aceite es una sustancia resbaladiza, y que el objetivo que se pretende es hacer que la lancha resbale bravamente. Queequeg tenía gran fe en untar la lancha, y una mañana, no mucho después de que desapareciera el barco alemán Jungfrau, se tomó mayores molestias que de costumbre en esa ocupación, gateando bajo el fondo, donde colgaba sobre el costado del barco, y frotándolo con el unto como si tratara diligentemente de lograr que le saliera una mata de pelo a la calva quilla de la embarcación. Parecía trabajar obedeciendo a algún presentimiento particular, que no dejó de ser confirmado por los acontecimientos.

A mediodía, se señalaron ballenas; pero tan pronto como el barco se dirigió hacia ellas, se volvieron y huyeron con rápida precipitación; una huida desordenada, como los lanchones de Cleopatra huyendo de Actium.

No obstante, las lanchas prosiguieron, y la de Stubb tomó la delantera. Con gran esfuerzo, Tashtego logró por fin clavar un hierro, pero la ballena herida, sin zambullirse en absoluto, continuó su huida horizontal, con mayor velocidad. Tan ininterrumpida tensión en el arpón clavado debía, antes o después, arrancarlo inevitablemente.

Se hizo imperativo alancear a la ballena fugitiva, o contentarse con perderla. Pero halar el bote hasta su flanco era imposible, de tan rápida y furiosa como nadaba. ¿Qué quedaba entonces?

De todos los admirables recursos y destrezas, juegos de mano e incontables sutilezas a que se ve obligado a menudo el ballenero veterano, nada supera a la hermosa maniobra con la lanza llamada «el marcado». Ni el florete ni el sable, con todos sus ejercicios, pueden presumir de nada así. Sólo es indispensable con una ballena que no se canse de correr; su principal característica y hecho es la notable distancia a que se dispara con exactitud la larga lanza desde una lancha que se mece y agita violentamente, bajo una fuerte arrancada. Incluyendo hierro y madera, toda la jabalina tiene unos diez o doce pies de longitud: la vara es mucho más ligera que la del arpón, y también de un material más ligero: pino. Está provista de un delgado do cabo, llamado pernada, de considerable longitud, el cual puede recuperarse una vez lanzado.

Pero antes de seguir adelante, es importante señalar aquí que, aunque el arpón puede ser lanzado a gran distancia, igual que la lanza, esto se hace rara vez; y cuando se hace, tiene éxito con menos frecuencia, a causa de su gran peso e inferior longitud, en comparación con la lanza, que se convierten en serios inconvenientes. En general, por tanto, hay que aferrar primero una ballena con el arpón antes que entre en «juego el marcado».

Mirad ahora a Stubb, un hombre que, por su frialdad y ecuanimidad, bienhumoradas y deliberadas, en las peores emergencias, estaba especialmente cualificado para sobresalir en el marcado. Miradle; está erguido en la agitada proa de la lancha voladora, envuelto en espuma vellonosa, mientras la ballena que les remolca va a cuarenta pies por delante. Tomando ligeramente la larga lanza, echando dos o tres ojeadas a lo largo, para ver si es exactamente recta, Stubb, mientras silba, recoge en una mano el rollo de cabo, para asegurar el extremo libre, dejando lo demás sin obstáculos. Luego, levanta la lanza todo por delante de la cintura y apunta a la ballena; entonces, sin dejar de apuntarla, aprieta firmemente el extremo del mango en la mano, elevando así la punta hasta que el arma queda en equilibrio sobre la palma, a quince pies en el aire. Hace pensar algo en un titiritero que lleva una larga vara en equilibrio en la barbilla. Un momento después, con un impulso rápido y sin nombre, en soberbio arco elevado, el acero brillante cruza la distancia espumosa y vibra en el punto vital de la ballena. En vez de agua centelleante, ahora chorrea sangre roja.

—¡Eso le ha hecho saltar el tapón! —grita Stubb—. ¡Es el inmortal Cuatro de Julio; todas las fuentes deben manar hoy vino! ¡Me gustaría que fuera whisky añejo de Nueva Orleáns, o del viejo Ohio, o del inefable viejo Monongahela! ¡Entonces, Tashtego, muchacho, haría que acercaras 'el vaso al chorro, y beberíamos una ronda! Sí, de veras, mis valientes; haríamos un ponche selecto en la abertura del agujero del chorro, y de esa ponchera viva engulliríamos la bebida viva.

Una vez y otra, con tales palabras de broma, se repite el diestro disparo, y la jabalina vuelve a su amo como un lebrel sujeto en hábil correa. La ballena agonizante se entrega a su furor; se afloja el cabo de remolque, y el lanzador, pasando a popa, cruza las manos y observa en silencio cómo muere el monstruo.

LXXXV
 
La fuente

Que durante seis mil años —y nadie sabe cuántos millones de siglos antes— las grandes ballenas hayan ido lanzando sus chorros por todo el mar, y salpicando y nebulizando los jardines de las profundidades como regaderas y vaporizadores; y que durante varios siglos pasados miles de cazadores se hayan acercado a la fuente de la ballena, observando esos chorreos y salpicaduras; que todo eso haya ocurrido así, y, sin embargo, hasta este mismo bendito minuto (quince minutos y cuarto después de la una de la tarde del 16 de diciembre del año del Señor 1851), siga siendo un problema si esos chorreos son, después de todo, agua de veras, o nada más que vapor; esto, sin duda, es cosa notable.

Miremos, pues, este asunto, junto con algunos interesantes anejos correspondientes. Todos saben que, con el peculiar artificio de las branquias, las tribus escamosas en general respiran el aire que en todo momento está combinado con el elemento en que nadan; por tanto, un arenque o un bacalao podrían vivir un siglo, sin sacar una sola vez la cabeza fuera de la superficie. Pero, debido a su diversa estructura interna, que le da unos pulmones normales, como los de un ser humano, la ballena sólo puede vivir inhalando el aire desprendido que hay en la atmósfera abierta. De ahí la necesidad de sus visitas periódicas al mundo de arriba. Pero no puede en absoluto respirar por la boca, pues, en su posición ordinaria, en el caso del cachalote, la boca está sepultada al menos a ocho pies por debajo de la superficie; y lo que es más, su tráquea no tiene conexión con la boca. No, respira sólo por su orificio, que está en lo alto de la cabeza.

Si digo que en cualquier criatura el respirar es sólo una función indispensable para la vitalidad en cuanto que retira del aire cierto elemento que, al ser puesto luego en contacto con la sangre, da a la sangre su principio vivificador, me parece que no me equivoco, aunque quizá use algunas palabras científicas superfluas. Supuesto así, se deduce que si toda la sangre de un hombre pudiera airearse con una sola inspiración, podría entonces taparse las narices y no volver a inhalar en un tiempo considerable. Es decir, viviría entonces sin respirar. Por anómalo que parezca, éste es el caso exactamente de la ballena, que vive sistemáticamente con intervalos de una hora entera y más (cuando está sumergida) sin inhalar un solo respiro, ni absorber de ningún modo una partícula de aire, pues recordemos que no tiene branquias. ¿Cómo es eso? Entre las costillas y a cada lado del espinazo, está provista de un laberinto cretense, notablemente enredado, de conductos como macarrones, los cuales, cuando abandona la superficie, están completamente hinchados de sangre oxigenada. Así que, durante una hora o más, a mil brazas, en el mar, transportas una reserva sobrada de vitalidad, igual que el camello que cruza el seco desierto lleva una reserva sobrada de bebida para su uso futuro, en cuatro estómagos suplementarios. Es indiscutible el hecho anatómico de ese laberinto; y que la suposición fundada en él sea razonable y verdadera me parece más probable si se considera la obstinación, de otro modo inexplicable, de ese leviatán por echar fuera los chorros, como dicen los pescadores. Esto es lo que quiero decir: el cachalote, si no se le molesta al subir a la superficie, continúa allí por un período de tiempo exactamente igual al de sus demás subidas sin molestias. Digamos que permanece once minutos, y echa el chorro setenta veces, esto es, hace setenta inspiraciones; entonces, cuando vuelve a subir, es seguro que volverá a inspirar sus setenta veces, hasta el final. Pues bien, si después que da unos cuantos respiros le asustáis de modo que se zambulla, volverá a empeñarse siempre en subir para completar su dosis normal de aire. Y mientras no se cuenten esos setenta respiros, no descenderá finalmente para pasar abajo todo su período. Observad, sin embargo, que en diversos individuos esas proporciones son diversas; pero en cada uno son semejantes. Ahora ¿para qué iba la ballena a empeñarse tanto en echar fuera los chorros, si no es para volver a llenar su reserva de aire antes de bajar definitivamente? ¡Qué evidente es, también, que esa necesidad de subir expone a la ballena a todos los fatales azares de la persecución! Pues ni con anzuelo ni con red podría atraparse a este enorme leviatán, navegando a mil brazas bajo la luz del sol. ¡No es tanto, pues, oh cazador, tu habilidad, sino las grandes necesidades lo que te otorga la victoria!

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