Moby Dick (73 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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—¡Cía! ¡La ballena blanca chorrea sangre espesa!

CXII
 
El herrero

Aprovechando el tiempo suave, frescamente estival, que entonces reinaba en esas latitudes, y como preparación para los trabajos especialmente activos que se esperaban para pronto, Perth, el viejo herrero tiznado y encallecido, no se había vuelto a llevar la forja portátil a la bodega, tras de concluir su trabajo de contribución a la pierna de Ahab, sino que la seguía teniendo en cubierta, firmemente sujeta a unos cáncamos junto al palo trinquete, ya que ahora era casi incesantemente requerido por los jefes de lancha, arponeros y remeros de proa, para que les hiciera algún pequeño trabajo; alterando, reparando o dando nueva forma a sus diversas armas y adminículos de las lanchas. A menudo estaba rodeado por un círculo ansioso, todos en espera de que les sirvieran, sosteniendo azadas de lancha, puntas de pica, arpones, lanzas, y vigilando celosamente todos sus enhollinados movimientos mientras trabajaba. No obstante, el martillo de este hombre era un martillo paciente blandido por un brazo paciente. De él no salían murmullos, ni impaciencias, ni petulancias. Silencioso, lento y solemne, inclinando aún más su espalda de vez en cuando rota, seguía trabajando como si el trabajo fuera la vida misma, y el pesado golpear del martillo fuera el pesado golpear de su corazón. Y así era. ¡Qué desdichado!

Unos peculiares andares de este viejo ciertas guiñadas leves pero al parecer dolorosas, en su paso, habían excitado al principio la curiosidad de los marineros. Y por fin había cedido al importunar de sus insistentes preguntas, y así había llegado a ocurrir que todos conocían ya la vergonzosa historia de su mísero destino.

Habiéndose retardado, y no de modo inocente, una dura noche de invierno, en el camino entre dos aldeas, el herrero, en semiestupidez, había notado la mortal insensibilidad que le invadía, y había buscado refugio en un cobertizo torcido y echado a perder. El resultado fue la pérdida de los dedos de ambos pies. De esa revelación, poco a poco, salieron por fin los cuatro actos de alegría, y el quinto acto, largo, pero todavía sin catástrofe, del dolor del drama de su vida.

Era un viejo que, casi a la edad de sesenta años, había encontrado tardíamente eso que en la técnica de la tristeza se llama ruina. Había sido un artesano de afamada excelencia, y con mucho que hacer; había tenido casa y jardín; había abrazado a una esposa cariñosa y juvenil, que parecía su hija, y a tres niños alegres y sanos; todos los domingos iba a una iglesia de alegre aspecto, situada en un bosquecillo. Pero una noche, bajo la defensa de la oscuridad, y oculto también bajo astuto disfraz, un ladrón terrible se había deslizado en ese hogar feliz y se lo había robado todo. Y lo que es aún más triste de contar, el propio herrero, de modo ignorante, había llevado aquel ladrón al corazón de su familia. ¡Era el Brujo de la Botella! Al abrirse el tapón fatal, salió volando el enemigo, y arrasó la casa. Ahora: por prudentes, sabias y económicas razones, la tienda del herrero estaba en el piso bajo de su casa, pero con entrada separada, de modo que la joven, cariñosa y saludable esposa, escuchaba, no con nerviosismo desgraciado, sino con placer vigoroso, el fuerte son del martillo de su viejo marido de brazos jóvenes, cuyas repercusiones, veladas al pasar por suelos y paredes, subían hasta ella con dulzura, en el cuarto de los niños; y así, con la férrea nana del robusto trabajo, los niños del herrero se dormían arrullados.

¡Ah, desgracia sobre desgracia! ¡Ah, Muerte!, ¿por qué no puedes ser oportuna a veces? Si te hubieras llevado contigo al viejo herrero antes que cayese sobre él toda su ruina, entonces la joven viuda hubiera tenido un dolor con delicia, y los huérfanos hubieran tenido un progenitor verdaderamente venerable y legendario con que soñar en sus años venideros; y todos ellos, una herencia que matara los cuidados. Pero la Muerte se llevó a algún virtuoso hermano mayor, de cuyo trabajo diario, entre silbidos, pendían por completo las responsabilidades de alguna otra familia, y dejó en pie a aquel viejo, peor que inútil, hasta que la horrible putrefacción de la vida le hiciera más fácil de cosechar.

¿Para qué contarlo todo? Los golpes del martillo en el piso bajo se espaciaron cada día más, y, cada día, cada golpe se hacía más débil que el anterior: la esposa se sentó helada junto a la ventana, con ojos sin lágrimas, mirando refulgentes a las caras llorosas de los niños; el fuelle cayó: la forja se atragantó de cenizas; la casa se vendió; la madre se hundió en la larga hierba del camposanto; los hijos, en dos veces la siguieron allí; y el viejo, sin casa ni familia, se fue tambaleando, vagabundo enlutado; sin respeto para sus dolores, y con su cabeza encanecida hecha desprecio de los rizos de oro.

La muerte parece la única consecuencia deseable para una carrera como ésta: pero la Muerte es sólo un lanzamiento a la región de lo extraño No-probado; es sólo el primer saludo a las posibilidades de lo inmensamente Remoto, lo Salvaje, lo Acuático, lo Sin Orillas; por tanto, para los ojos, ávidos de muerte, de tales hombres, que todavía tienen algún reparo interior contra el suicidio, el océano, que todo lo recibe y a que todo contribuye, extiende incitantemente toda su llanura de inimaginables terrores subyugadores, y maravillosas aventuras de nueva vida; y, desde los corazones de infinitos Pacíficos, las mil sirenas les cantan: «Ven aquí, tú, el de corazón destrozado; aquí hay otra vida sin la deuda del intermedio de la muerte: aquí hay maravillas sobrenaturales sin morir por ellas. ¡Ven acá!, sepúltate en una vida que, para tu mundo de tierra, igualmente aborrecido y aborrecedor, está más llena de olvido que la muerte. ¡Ven acá! Erige también tu lápida en el cementerio, y ¡ven acá, hasta que nos casemos contigo!».

Escuchando esas voces, al oeste y al este, al amanecer y al caer el sol, el alma del herrero respondió: «¡Sí, ya voy!». Y así Perth se fue a la caza de ballenas.

CXIII
 
La forja

Con barba enredada, y fajado en un hirsuto delantal de piel de tiburón, hacia mediodía, Perth estaba entre su forja y su yunque, éste situado en un tronco de palo-de-hierro, metiendo con una mano una punta de pica entre los carbones, y con la otra dándole al fuelle cuando llegó el capitán Ahab con una pequeña bolsa de cuero, de aspecto herrumbroso, en la mano. Todavía a breve distancia de la forja, el malhumorado Ahab se detuvo, hasta que por fin Perth retiró el hierro del fuego y empezó a martillarlo en el yunque, con la roja masa enviando las centellas en densos enjambres volantes, algunos de los cuales pasaban junto a Ahab.

—¿Son ésos tus pájaros de tormenta, Perth? Siempre vuelan en tu estela: pájaros de buen agüero, también, pero no para todos: mira, queman, pero tú..., tú vives entre ellos en una chamuscadura.

—Porque estoy chamuscado entero, capitán Ahab —contestó Perth, apoyándose por un momento en el martillo—: estoy más allá de las chamusquinas, y no es fácil chamuscar una cicatriz.

—Bueno, bueno, basta. Tu voz encogida suena para mí de un modo demasiado tranquilo, sensatamente doloroso para mí. Yo, que no estoy en ningún paraíso, me impaciento de todas las desgracias en los demás que no estén locos. Tú deberías volverte loco, herrero; di, ¿por qué no te vuelves loco? ¿Cómo puedes aguantar sin volverte loco? ¿Te odian todavía los cielos, que no te pueden volver loco?... ¿Qué estabas haciendo ahí?

—Soldando una vieja punta de pica, capitán: tenía grietas y mellas.

—¿Y puedes volverla a dejar toda lisa, herrero, después de tan duro empleo como ha tenido?

—Creo que sí, capitán.

—Y supongo que puedes pulir otra vez, herrero, cualquier grieta o mella, por duro que sea el metal, ¿no, herrero?

—Sí, capitán, creo que puedo: todas las grietas y mellas, menos una.

—Mira, entonces —exclamó Ahab, avanzando apasionadamente y apoyándose con las dos manos en los hombros de Perth—, mira aquí..., aquí..., ¿puedes alisar una grieta como ésta, herrero? —pasándose una mano por la frente surcada—: Si pudieras, herrero, de buena gana pondría la cabeza en tu yunque, y sentiría tu martillo más pesado entre los ojos. ¡Contesta! ¿Puedes alisar esta grieta?

—¡Ah! ¿Es ésa, capitán? ¿No dije que todas las grietas y mellas menos una?

—Sí, herrero, ésa es; así, hombre, ésa no se puede alisar; pues aunque sólo la veas aquí, en mi carne, se ha metido hasta el hueso del cráneo..., ¡ése está todo arrugado! Pero basta de juegos de niños; basta por hoy de ganchos y picas. ¡Mira aquí! —agitando la bolsa de cuero, como si estuviera llena de monedas de oro—: Yo también quiero que me hagas un arpón; uno que no puedan partir mil yuntas de demonios, Perth; algo que se le pegue a la ballena como su propio hueso de la aleta. Este es el material —sacudiendo la bolsa sobre el yunque—. Mira, herrero, aquí he reunido pedazos de clavos de las herraduras de acero de caballos de carreras.

—¿Trozos de clavos de herraduras, capitán? Vaya, capitán Ahab, entonces tiene aquí el material mejor y más duro con que trabajamos jamás los herreros.

—Ya lo sé, viejo; estos trozos se soldarán como cola sacada de huesos fundidos de criminales. ¡Deprisa! Fórjame el arpón. Y fórjame primero doce puntas para el hierro y martilla juntas esas doce como las filásticas y cabos de guindaleza. ¡Deprisa! ¡Yo atizaré el fuego!

Cuando por fin estuvieron hechas las doce varillas, Ahab las probó, una tras otras, curvándolas con su propia mano en torno a un largo y pesado perno de hierro.

—¡Un defecto! —dijo, rechazando la última—. Vuelve a trabajar ésta, Perth.

Hecho esto, Perth se disponía a empezar a soldar las doces en una, cuando Ahab le sujetó la mano, y dijo que quería soldar su propio hierro. Mientras él, con jadeos regulares, martillaba en el yunque, Perth, pasándole las puntas candentes, una tras otra, con la atizada forja lanzando intensa llama vertical, el Parsi pasó silencioso, e inclinó la cabeza hacia el fuego, pareciendo invocar alguna maldición o alguna bendición sobre el trabajo. Pero, al levantar Ahab la mirada, se deslizó a un lado.

—¿Qué hace así esa pandilla de luciferes? —murmuró Stubb, mirando desde el castillo de proa—: Ese Parsi huele el fuego como una mecha, y él mismo huele a fuego como la cazoleta caliente de mosquete.

Por fin el hierro, en una sola tira completa, recibió el calor final; y Perth lo sumergió todo siseante en el barril de agua que tenía al lado, y el vapor abrasador se disparó a la cara inclinada de Ahab.

—¿Me quieres marcar, Perth? —dijo, echándose atrás un momento, de dolor—; entonces, ¿no he hecho más que forjar mi propio hierro de marcar?

—No lo quiera Dios, pero me temo algo, capitán Ahab. ¿No es este arpón para la ballena blanca?

—¡Para el demonio blanco! Pero ahora, el filo; tienes que hacerlo tú mismo, hombre. Aquí están mis navajas de afeitar: el mejor acero: toma, y haz el filo tan agudo como las agujas de la nevisca del mar de Hielo.

Por un momento, el viejo herrero miró las navajas como si no tuviera deseos de usarlas.

Tómalas, hombre, no me hacen falta: pues ahora ni me afeito, ni ceno, ni rezo hasta que..., pero ¡vamos!..., ¡al trabajo!

Configurado al fin en forma de flecha, y soldado por Perth al asta, el acero pronto remató el extremo del hierro, y el herrero, al ir a dar su calor final al filo, antes de templarlo, gritó a Ahab que le pusiera cerca el tonel de agua.

—¡No, no..., nada de agua para eso! Lo quiero de temple de auténtica muerte. ¡Eh, escuchad! ¡Tashtego, Queequeg, Daggoo! ¿Qué decís, paganos? ¿Me daréis bastante sangre como para cubrir este filo? —y lo levantó en alto.

Un montón de inclinaciones replicaron «Sí». Tres pinchazos se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca quedó entonces templado.


Ego non baptizo te en nomine Patris, sed en nomine diaboli!
—aulló Ahab en delirio, cuando el malévolo hierro devoró la sangre bautismal.

Entonces, trayendo de abajo las pértigas de repuesto, y seleccionando una de hickory, con la corteza todavía alrededor, Ahab adaptó el extremo al hueco del hierro. Se desenrolló entonces una aduja de cabo nuevo, se pasaron unas cuantas brazas de él en torno al molinete, y se estiraron con gran tensión. Apretando con el pie, hasta que al cabo vibró como una cuerda de arpa, luego inclinándose ávidamente sobre él, y no viendo rozaduras, Ahab exclamó:

—¡Bueno! Ahora, vamos a trincarlo.

Por un extremo, se destrenzó el cabo, y los cordones separados se trenzaron y tejieron en torno al hierro de arpón: luego se metió fuertemente el palo en el agujero del hierro; desde el extremo inferior, el cabo fue alineado hasta la mitad de la longitud del palo y firmemente sujeto así, con trenzado de hilo de vela. Hecho esto, palo, hierro y cabo —como las tres parcas— quedaron inseparables, y Ahab se marchó sobriamente a grandes zancadas con el arma; sonando a hueco en cada tabla el ruido de su pierna de marfil y el ruido del palo de hickory. Pero antes de que entrara en la cabina, se oyó un ruido ligero, poco natural, medio burlón, pero muy lamentable. ¡Ah, Pip, tu mísera risa, tus miradas ociosas, pero inquietas; todas tus extrañas mímicas se fundían, no sin significación, con la negra tragedia del melancólico barco y se burlaban de ella!

CXIV
 
El dorador

Penetrando cada vez más en el corazón de la zona pesquera del Japón, el Pequod estuvo pronto atareado por completo en la pesca. A menudo, en tiempo suave y placentero, y durante veinte horas seguidas, estaban ocupados en las lanchas, remando de firme, o navegando a vela o con los canaletes tras los cetáceos, o, en un interludio de sesenta o setenta minutos, esperando con calma su salida, aunque con poco éxito por su molestia.

En tales ocasiones, bajo un sol caído, tras de flotar todo el día por olas suaves que se hinchaban lentamente, en la lancha, ligera como una canoa de abedul, y mezclándose con tanta sociabilidad con las propias olas que, como gatos junto al fuego, ronronean contra la regala, ésos son momentos de quietud soñadora, en que, al observar la tranquila belleza y el brillo de la piel del océano uno olvida el corazón de tigre que jadea por debajo, y no querría recordar de buena gana que la zarpa de terciopelo esconde una garra inexorable.

Ésas son las ocasiones en que, en la ballenera, el vagabundo siente suavemente respecto al mar cierto sentimiento filial, confiado, como si fuera tierra, y lo considera como si fuera tierra florida, y el barco lejano que sólo muestra los topes de los palos, parece esforzarse en su avance, no a través de altas olas balanceantes, sino a través de la hierba de una pradera ondulante, igual que cuando los caballos de los emigrantes del Oeste muestran sólo las orejas aguzadas mientras que cuerpos ocultos vadean ampliamente a través del verdor desconcertante.

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