Moby Dick (69 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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¡Qué vano y necio, pues, pensé, para el hombre tímido e inexperto, intentar comprender bien a este prodigioso cetáceo, sólo meditando su muerto esqueleto disminuido, tendido en este pacífico bosque! No. Sólo en el corazón de los más vivos peligros; sólo cuando se está metido en los remolinos de su iracunda cola; sólo en el profundo mar sin límites puede ser examinado, de modo vivo y verdadero, el cetáceo plenamente revestido.

Pero ¿y el espinazo? En cuanto a éste, el mejor modo de considerarlo es amontonar sus huesos, uno sobre otro, con una grúa. No es una empresa rápida. Pero una vez hecha, se parece mucho a la Columna de Pompeyo.

Hay cuarenta y tantas vértebras en total, que no están pegadas juntas en el esqueleto. La mayor parte se encuentra como los grandes bloques nudosos en un chapitel gótico, formando sólidas hileras de pesada albañilería. La mayor, una central, tiene algo menos de tres pies de anchura, y más de cuatro de profundidad. La más pequeña, en que el espinazo empieza a menguar desapareciendo hacia la cola, tiene sólo dos pulgadas de ancho, y parece algo así como una bola de billar blanca. Me han dicho que había aún otras más pequeñas, pero las han perdido unos pequeños caníbales traviesos, los niños del sacerdote, que las robaron para jugar a las canicas con ellas. Así vemos cómo incluso el espinazo de las más enormes cosas vivas va disminuyendo al fin hasta ser simple juego de niños.

CIV
 
La ballena fósil

Por su mole poderosa, la ballena ofrece un tema muy adecuado para extenderse en él, amplificarlo, y, en general, demorarse. Aunque quisierais, no podríais comprimirlo. En buen derecho, sólo debería tratarse en un infolio imperial. Para no repetir una vez más los estadios que mide desde el agujero del chorro a la cola, y las yardas que tiene de cintura, pensad sólo en las gigantescas circunvoluciones de sus intestinos, que yacen en ella como grandes cables y guindalezas guardados en adujas en el subterráneo sollado de un barco de guerra.

Puesto que me he propuesto manejar yo solo a este leviatán, me es preciso mostrarme exhaustivamente omnisciente en la empresa, sin olvidar los más menudos gérmenes seminales de su sangre, y desenrollándolo hasta el último rollo de sus tripas. Habiéndole ya descrito en la mayor parte de sus peculiaridades habitatorias y anatómicas, queda ahora ensalzarle desde un punto de vista arqueológico, fosilífero y antediluviano. Aplicados a cualquier otro animal que el leviatán —a una hormiga o una pulga— tan colosales términos podrían considerarse con justicia como inmerecidamente grandilocuentes. Pero cuando el texto trata del leviatán, la cosa cambia. Estoy contento de acercarme tambaleante a esta empresa bajo las palabras más pesadas del diccionario. Y aquí ha de decirse que siempre que ha sido conveniente consultar un diccionario en el curso de estas disertaciones, he usado sin falta una enorme edición en cuarto del de Johnson, comprado adrede para este propósito, porque el insólito tamaño personal de ese famoso lexicógrafo le hacía más que capaz de redactar un diccionario para ser usado por un autor ballenero como yo.

A menudo, uno oye hablar de escritores que se elevan y se hinchan chan con su tema, aunque éste parezca sólo ordinario. ¡Cómo, entonces, me pasará a mí, escribiendo sobre este leviatán! Inconscientemente, mi caligrafía se expansiona en mayúsculas de cartel. ¡Dadme una pluma de cóndor! ¡Dadme el cráter del Vesubio como tintero! ¡Amigos, sostenedme los brazos! Pues en el simple acto de movimiento, como para abarcar todo el círculo de las ciencias, y toda la generación de las ballenas, y los hombres, y los mastodontes, pasados, presentes y futuros, con todos los panoramas giratorios de imperios en la tierra, y a través del universo entero, sin excluir sus suburbios. ¡Tal, y tan magnificadora es la virtud de un tema amplio y liberal! Nos expansionamos hasta su tamaño. Para producir un libro poderoso, hay que elegir un tema poderoso. No se puede jamás escribir un volumen grande y duradero sobre la pulga, aunque haya muchos que lo han intentado.

Antes de entrar en mi tema de las ballenas fósiles presento mis credenciales como geólogo, declarando que en mis tiempos misceláneos he sido albañil, y también gran excavador de zanjas, canales y 'fuentes, bodegas de vino, sótanos y cisternas de todas clases. Igualmente, por vía preliminar, deseo recordar al lector que, mientras en los estratos geológicos primitivos se encuentran los fósiles de monstruos ahora casi por completo extinguidos, los restos sucesivos, descubiertos en lo que se llaman las formaciones terciarias, parecen ser los eslabones conectadores, o al menos interpuestos, entre las criaturas antecrónicas, y aquellas cuya remota posteridad se dice que entró en el Arca; todas las ballenas fósiles hasta ahora descubiertas pertenecen al período terciario, que es el último que precede a las formaciones superficiales. Y aunque ninguna de ellas responde exactamente a ninguna especie conocida de los tiempos presentes, sin embargo, todas son lo bastante afines a éstas, en aspectos generales, para justificar que tomen el rango de cetáceos fósiles.

Fósiles rotos y dispersos de ballenas preadamíticas, fragmentos de sus huesos y esqueletos, se han encontrado en los pasados treinta años, con intervalos diversos, en la base de los Alpes, en Lombardía, Francia, Inglaterra, Escocia, y en los Estados de Louisiana, Mississippi y Alabama. Entre los más curiosos de tales restos está parte de un cráneo, que el año 1779 se desenterró en la rue Dauphiné, de París, una breve calle que sale casi enfrente del Palacio de las Tullerías, y unos huesos desenterrados al excavar los grandes muelles de Amberes, en tiempos de Napoleón. Cuvier declaró que esos fragmentos pertenecieron a alguna especie leviatánica absolutamente desconocida.

Pero el hallazgo más prodigioso, con mucho, de restos de cetáceos, fue el enorme esqueleto, casi completo, de un monstruo extinguido, hallado el año 1842, en la plantación del juez Creagh, en Alabama. Los crédulos y aterrados esclavos de las cercanías lo tomaron por los huesos de uno de los ángeles caídos. Los médicos de Alabama dijeron que era de un enorme reptil, y le concedieron el nombre de basilosauro. Pero al llevar algunos huesos suyos de muestra, al otro lado del océano, a Owen, el anatomista inglés, resultó que el presunto reptil era una ballena, aunque de especie desaparecida: significativa ilustración del hecho, repetido una vez y otra en este libro, de que el esqueleto de la ballena proporciona escasas claves sobre la forma de su cuerpo totalmente revestido. Así, Owen volvió a bautizar al monstruo como Zeuglodon, y en su estudio leído ante la Sociedad Geológica de Londres, afirmó que era, en sustancia, una de las criaturas más extraordinarias que las mutaciones del globo han borrado de la existencia.

Cuando me pongo entre estos poderosos esqueletos leviatánicos, cráneos, colmillos, mandíbulas, costillas y vértebras, todos ellos caracterizados por sus parciales semejanzas con los géneros existentes á de monstruos marinos, pero al mismo tiempo mostrando por otra parte afinidades semejantes con los aniquilados leviatanes antecrónicos, sus incalculables antecesores, me siento llevado por una inundación a aquel prodigioso período antes de que se pudiera decir que había empezado el tiempo mismo, pues el tiempo empezó con el hombre. Aquí, el caos gris de Saturno rueda sobre mí, y obtengo vagos y estremecedores atisbos de esas eternidades polares, cuando bastiones de hielo, como cuñas, apretaban lo que ahora son los trópicos, y en todas las 25.000 millas de la circunferencia de este mundo, no era visible ni un palmo de tierra habitable. Entonces el mundo entero era de la ballena, y, reina de la creación, dejaba su estela a lo largo de las actuales líneas de los Andes y del Himalaya. ¿Quién puede mostrar un pedigrí como leviatán? El arpón de Ahab había derramado sangre más antigua que la de los faraones. Matusalén parece un niño de escuela. Miro a mí alrededor para estrechar la mano de Sem. Me abruma de terror esta existencia, antemosaica y sin fuentes, de los inexpresables terrores de la ballena, que, habiendo existido antes de todos los tiempos, por fuerza deberá existir después que pasen todas las eras humanas.

Pero este leviatán no sólo ha dejado sus huellas preadamíticas en las planchas estereotípicas de la naturaleza y ha perpetuado en piedra caliza y greda su antiguo busto; sino que en tabletas egipcias, cuya antigüedad parece reclamar para ellas un carácter casi fosilífero, encontramos la inconfundible huella de su aleta. En una sala del gran templo de Denderah, hace unos cincuenta años, se descubrió en el techo granítico un planisferio esculpido y pintado, abundante en centauros, grifos y delfines semejante a las grotescas figuras en la esfera celeste de los modernos. Deslizándose entre ellos, el viejo leviatán nadaba como antaño; allí nadaba en ese planisferio, siglos antes de que Salomón fuera mecido en la cuna.

Y tampoco debe omitirse aquí otro extraño testimonio sobre la antigüedad de la ballena, en su propia realidad ósea posdiluviana, según establece el venerable Juan Leo, el antiguo viajero de Berberla.

«No lejos de la orilla del mar, tienen un templo, cuyas vigas y travesaños están hechos de huesos de ballena, pues a menudo se arrojan muertas a la orilla ballenas de tamaño monstruoso. La gente vulgar imagina que, por un secreto poder otorgado al templo por Dios, ninguna ballena puede pasar ante él sin muerte inmediata. Pero la verdad del asunto es que, a ambos lados del templo, hay rocas que se meten dos millas en el mar y hieren a las ballenas cuando se posan en ellas. Tienen como cosa milagrosa una costilla de ballena de increíble longitud, que, tendida en el suelo con su parte convexa hacia arriba, forma un arco, cuya cima no puede alcanzar un hombre a lomo de camello. Esa costilla (escribe Juan Leo) se dice que llevaba allí cien años antes que la viera yo. Sus historiadores afirman que un profeta que profetizó sobre Mahoma, salió de este templo, y algunos no rehúsan afirmar que el profeta Jonás fue arrojado por la ballena en la base del templo.»

En ese templo africano de la ballena te dejo, oh lector, y si eres de Nantucket, y ballenero, adorarás ahí en silencio.

CV
 
¿Disminuye el tamaño de la ballena? ¿Va a desaparecer?

Así, pues, en cuanto que este leviatán desciende tropezando sobre nosotros como desde los manantiales de la Eternidad, podrá preguntarse pertinentemente, si, en el largo transcurso de las generaciones, no ha degenerado desde el primitivo tamaño de sus progenitores.

Pero al investigar encontramos que, no sólo las ballenas de los días actuales son superiores en magnitud a aquellas cuyos restos fósiles se encuentran en el sistema terciario (abarcando un definido período geológico anterior al hombre), sino que de las ballenas encontradas en este sistema terciario, las que pertenecen a las formaciones posteriores superan en tamaño a las de los anteriores.

De todas las ballenas preadamíticas exhumadas hasta ahora, la mayor, con mucho, es la de Alabama que se mencionó en el último capítulo, y tenía menos de setenta pies de longitud de esqueleto; en tanto que ya hemos visto que la cinta métrica da setenta y dos pies para el esqueleto de una ballena moderna de gran tamaño. Y he oído decir, según autoridad de balleneros, que se han capturado cachalotes de cerca de cien pies de largo en el momento de la captura.

Pero ¿no podría ser que, mientras las ballenas de la hora presente aventajan en magnitud a las de todos los períodos geológicos anteriores, no podría ser, repito, que hubieran degenerado desde la época de Adán?

Con seguridad hemos de concluir eso, si hemos de dar crédito a las noticias de caballeros tales como Plinio y los naturalistas antiguos en general. Pues Plinio nos cuenta de ballenas que abarcaban acres enteros de mole viviente, y Aldrovando, de otras que medían ochocientos pies de longitud: ¡Avenidas de Cabullería y túneles del Támesis de ballenas! E incluso en los días de Banks y Solander, naturalistas de Cook, encontramos un miembro danés de la Academia de Ciencias que anota ciertas ballenas de Islandia (reydan-siskur, o panzas arrugadas) de ciento veinte yardas, esto es, trescientos sesenta pies. Y Lacépède, el naturalista francés, en su detallada historia de las ballenas, al mismo comienzo de su obra (página 3) evalúa la ballena de Groenlandia en cien metros, trescientos veintiocho pies. Y esa obra se ha publicado recientemente, en el año 1825 del Señor.

Pero ¿creerá esas historias ningún ballenero? No. La ballena de hoy es tan grande como sus antepasados de tiempos de Plinio. Y si alguna vez voy a donde está Plinio, yo, que soy más ballenero que él, tendré el valor de decírselo. Porque no puedo entender cómo es que mientras que las momias egipcias que se enterraron miles de años antes que naciera Plinio no miden tanto con sus ataúdes como un kentuckiano actual sin zapatos; y mientras que el ganado vacuno y los demás animales tallados en las más antiguas tablillas de Egipto y Nínive, conforme a las proporciones relativas en que se han trazado, demuestran, con la misma claridad, que el actual ganado premiado en Smithfield, bien criado y alimentado en el establo, no sólo iguala sino que excede con mucho en tamaño a las más gordas de las vacas gordas de los faraones; a la vista de todo eso, no he de admitir que, entre todos los animales, solamente la ballena haya degenerado.

Pero todavía queda otro interrogante, a menudo removido por los más recónditos investigadores de Nantucket. Bien sea debido a los casi omniscientes vigías en la cofa de los balleneros, que ahora penetran incluso por el estrecho de Behring, y hasta los más remotos cajones y compartimientos secretos del mundo, o bien debido a '' los mil arpones y lanzas que se disparan a lo largo de todas las costas continentales, el punto a discutir es si Leviatán podrá aguantar mucho tiempo semejante persecución, y semejante agitación inexorable; y si no acabará por ser exterminado de las aguas, y la última ballena, como el último hombre, fumará su última pipa y luego se evaporará en la bocanada final.

Comparando los jibosos rebaños de ballenas con los jibosos rebaños de búfalos que, no hace cuarenta años, se extendían en decenas de millares por las praderas de Illinois y Missouri, y agitaban sus férreas melenas y miraban hurañamente con sus frentes cuajadas de truenos los asentamientos de las populosas ciudades fluviales, donde ahora el cortés agente os vende tierra a dólar la pulgada, tal comparación parecería ofrecer un argumento irresistible para mostrar que la perseguida ballena ya no puede escapar a su rápida destrucción.

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