Moby Dick (75 page)

Read Moby Dick Online

Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
9.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
CXVIII
 
El cuadrante

Por fin se acercaba la temporada de pesca del ecuador, y todos los días, cuando Ahab salía de su cabina y levantaba los ojos arriba, vigilante timonel movía ostentosamente las cabillas del timón, y ávidos marineros corrían rápidamente a las brazas, y se quedaran allí con los ojos concéntricamente fijos en el doblón clavado; impacientes de la orden de poner proa al barco hacia el ecuador. En su momento, llegó la orden. Era casi mediodía, y Ahab, sentado en la proa de su lancha izada bien alto, se puso a tomar su usual observación diaria del sol para determinar su latitud.

Ahora, en ese mar del Japón, los días de verano son como torrentes de refulgencias. Ese sol del Japón, vivido sin pestañear, parece el foco ardiente de la inconmensurable lente del océano brillante. El cielo parece lacado; no hay nubes; el horizonte se difama, y su desnudez de radiosidad sin alivio es como los insufribles esplendores del trono de Dios. Suerte que el cuadrante de Ahab estuviera provisto de cristales de color, a través de los cuales observar ese fuego solar. Así, balanceando su figura sentada con el vaivén de la nave, y con su instrumento, como de astrólogo, colocado ante el ojo, se quedó en esa postura unos momentos necesarios para captar el preciso instante en que el sol alcanzara su meridiano exacto. Mientras que toda su atenuación estaba absorbida, el Parsi se arrodillaba abajo, en la cubierta del barco y, con la cara vuelta hacia arriba, como la de Ahab, observaba el mismo sol con él, sólo que los párpados de sus ojos medio recubrían sus órbitas, y su salvaje rostro estaba sometido a un desapasionamiento terrestre. Por fin se tomó la observación deseada; y con el lápiz en su pierna de marfil, pronto calculó Ahab cuál debía ser su latitud en ese momento exacto. Entonces, cayendo en un rato de ensueño, volvió a levantar la mirada al sol, y murmuró para sí:

«¡Necio juguete! ¡Diversión pueril de altaneros almirantes, comodoros y capitanes! El mundo se jacta de ti, de tu astucia y poder; pero, después de todo, ¿qué puedes tú sino decir el pobre punto lastimoso donde tú mismo te encuentras por casualidad sobre este ancho planeta, y donde está la mano que te sostiene? ¡No, ni una jota más! No puedes decir dónde estará mañana al mediodía una gota de agua o un solo grano de arena; ¡y sin embargo, con toda tu impotencia, insultas al sol! ¡La ciencia! Maldito seas, juguete vano; y malditas sean todas las cosas que elevan los ojos del hombre arriba, hacia el cielo. ¡Maldito seas, cuadrante! —lanzándolo a cubierta—; así te pisoteo, objeto vil que débilmente señalas a, lo alto; ¡así te parto y destrozo!»

Mientras el frenético viejo hablaba así, pisoteando con su pie viejo y su pie muerto, una mueca de triunfo que parecía referirse a Ahab, y una desesperación fatalista que parecía referirse a él mismo, pasaron por la silenciosa e inmóvil cara del Parsi. Sin ser observado, se levantó y se deslizó fuera, mientras, abrumados de terror por el aspecto de su capitán, los marineros se agolparon en el castillo de proa, hasta que Ahab, andando agitado por la cubierta, gritó:

—¡A las brazas! ¡Caña a barlovento!

En un momento, las vergas giraron, y al girar el barco casi sobre sí mismo, sus tres graciosos palos, firmemente asentados y equilibradamente verticales sobre su largo casco acostillado, parecieron los tres Horacios haciendo una pirueta en un solo corcel suficiente para los tres.

Situado entre los «apóstoles», Starbuck observaba la tumultuosa ruta del Pequod, y también la de Ahab, que iba tambaleándose por cubierta.

—Me he sentado ante un denso fuego de carbón y lo he visto refulgente, lleno de su atormentada vida llameante; y lo he visto al fin desvanecerse, bajando, bajando hasta el más mudo polvo. ¡Viejo de los océanos! De toda esta tu vida impetuosa, ¡qué quedará por fin sino un montoncito de cenizas!

—Eso es —gritó Stubb—, pero cenizas de carbón de mar, no lo olvide, señor Starbuck; carbón de mar, no el vulgar carbón de leña. Bueno, bueno; he oído murmurar a Ahab: «Ahora, alguien me ha puesto estas cartas en mis viejas manos, y ha jurado que debo ser yo quien las juegue, y no otro». Y ¡maldito sea yo, Ahab, si no haces bien! ¡Vive en el juego, y muere en juego!

CXIX
 
Las candelas

Los climas más cálidos ocultan las más crueles garras: el tigre de Bengala se esconde en perfumados bosquecillos de verdor incesante.

Los cielos más refulgentes no son sino un cesto de los más letales truenos; la espléndida Cuba conoce ciclones que jamás barren los mansos países norteños. Así también ocurre que en esos resplandecientes mares del Japón el navegante encuentra la más terrible de todas las tormentas, el tifón. A veces estalla desde ese cielo sin nubes, como una bomba que estalla sobre una ciudad deslumbrada y soñolienta.

Hacia la caída de la tarde de ese día, el Pequod tenía desgarrado el velamen, y quedó a palo seco para combatir contra un tifón que le había golpeado directamente de cara. Cuando llegó la tiniebla, el cielo y el mar rugían y se partían de truenos, y destellaban de rayos que mostraban los palos inutilizados, ondeando acá y allá los jirones que la primera furia de la tempestad había dejado para divertirse después.

Agarrado a un obenque, Starbuck estaba en el alcázar, y a cada, destello de los rayos miraba arriba para ver qué nuevo desastre podría haber ocurrido entre los intrincados aparejos de allá, mientras Stubb y Flask dirigían a los marineros que izaban más alto y amarraban más firme las lanchas. Pero todos sus trabajos parecían inútiles. Aunque elevada hasta el extremo de sus pescantes, la lancha de popa a sotavento (la de Ahab) no se salvó. Una gran ola levantada, lanzándose desde muy alto contra el elevado costado del barco tambaleante, destrozó el fondo de la lancha por la popa, y la dejó luego toda goteante como un cedazo.

—¡Mal trabajo, mal trabajo! Señor Starbuck —dijo Stubb, contemplando la ruina—: el mar se saldrá con la suya. Stubb, por su parte, no puede pelear con él. Ya ve, señor Starbuck, una ola tiene mucha carrerilla tomada antes de saltar; corre alrededor del mundo entero, ¡y luego viene el salto! En cambio por mi parte, toda la carrerilla que puedo tomar contra ella es sólo a lo largo de esta cubierta. Pero no importa: todo es en broma: así dice la vieja canción (
canta
):

Oh, qué alegre es la tormenta;

la ballena está contenta

su gran cola al agitar:

qué gracioso, hermoso

gozoso, mimoso, cariñoso

es el mar, es el mar, es el mar.

El nublado va volando,

con un solo golpe blando

tanta espuma al levantar:

qué gracioso, hermoso,

gozoso, mimoso, cariñoso

es el mar, es el mar, es el mar.

El trueno parte la nave:

se relame y bien le sabe

al probar ese manjar:

qué gracioso, hermoso,

gozoso, mimoso, cariñoso

es el mar, es el mar, es el mar.

—Basta, Stubb —gritó Starbuck—: que cante el tifón, y que toque el arpa en nuestras jarcias, pero usted, si es hombre valiente, estése callado.

—Pero yo no soy valiente; nunca he dicho que fuera valiente: soy cobarde, y canto para no perder el ánimo. Y le diré lo que pasa, señor Starbuck: no hay modo de parar mi canción en este mundo, sino cortándome el cuello. Y una vez hecho eso, apuesto diez a uno que le cantaré de remate un himno de acción de gracias.

—¡Loco! Mire por mis ojos, si no los tiene usted.

—¡Qué! ¿Cómo puede, en una noche oscura, ver mejor que otro, por tonto que sea?

—¡Eso! —gritó Starbuck, agarrando a Stubb por el hombro, y señalando con la mano a proa hacia barlovento—: ¿no ve que la galerna viene del este, el mismo rumbo que tiene que recorrer Ahab hacia Moby Dick?, ¿el mismo rumbo que tomó hoy a mediodía? Ahora fíjese en esta lancha: ¿dónde está desfondada? En las planchas de popa: donde él suele ponerse... ¡Su punto de apoyo se ha desfondado, hombre! Ahora, ¡salte por la borda y échelo en canciones, si puede!

—No lo entiendo ni a medias: ¿qué hay en el viento?

—Sí, sí, doblando el cabo de Buena Esperanza es el camino más corto a Nantucket —monologó de repente Starbuck, sin atender a la pregunta de Stubb—: La galerna que ahora nos martilla para desfondarnos, la podemos convertir en un viento propicio que nos llevará a casa. Allá, a barlovento, todo es negrura de condenación; pero a sotavento, hacia casa..., veo que por allí aclara, y no con relámpagos.

En este momento, en uno de los intervalos de profunda oscuridad que seguían a los rayos, se oyó una voz a su lado, y casi en el mismo instante resonó en lo alto una salva de truenos.

—¿Quien va?

—¡El viejo Trueno! —dijo Ahab, avanzando a tientas por las bacayolas hasta su agujero de pivote, pero de repente encontró que le hacían visible el camino bifurcadas lanzas de fuego.

Ahora, así como en tierra firme un pararrayos en una torre está destinado a desviar al suelo el peligroso fluido, igualmente la varilla semejante que llevan algunos barcos en cada palo está destinada a llevarlo al agua. Pero como este conductor debe bajar a considerable profundidad para que su extremo evite todo contacto con el casco, y además, si se llevara continuamente a remolque daría lugar a muchas desgracias, aparte de interferir no poco con parte de las jarcias y estorbar más o menos el avance del barco por el agua, por todo ello, las partes inferiores de los pararrayos de un barco no siempre están dispuestas en largas cadenas de eslabones delgados para ser más rápidamente haladas a los cadenotes de fuera, o echadas al mar, según lo requiera la ocasión.

—¡Los pararrayos, los pararrayos! —gritó Starbuck a los tripulantes, repentinamente requerido a la vigilancia por la vívida exhalación que acababa de disparar antorchas para alumbrar hasta su sitio a Ahab— ¿Están a bordo? Fondeadlos, a popa y a proa. ¡Deprisa!

¡Alto! —gritó Ahab—: vamos aquí a jugar limpio, aunque estemos en el lado más débil. Sin embargo, contribuiré para que se pongan pararrayos en el Himalaya y en los Andes, para que todo el mundo quede a salvo, pero ¡nada de privilegios! Déjalos estar.

—¡Mire allá arriba! —gritó Starbuck—. ¡El fuego de san Telmo!

Todos los penoles tenían puntas de un pálido fuego, y, tocados en cada uno de los extremos trifurcados de los pararrayos por tres puntiagudas llamas blancas, los tres mástiles ardían silenciosamente en ese aire sulfuroso, como tres gigantescos cirios de cera ante un altar.

—¡Condenada lancha!, ¡que se vaya! —gritó Stubb en ese momento, mientras una destructora oleada se levantaba debajo mismo de su pequeña embarcación, de tal modo que la regala le golpeó violentamente en la mano, mientras él le pasaba una trinca— ¡Maldita sea! —pero al resbalar hacia atrás por la cubierta, sus ojos alzados vieron las llamas, y cambiando inmediatamente de tono, exclamó—: ¡Que san Telmo tenga misericordia de todos nosotros!

Para los marineros, las maldiciones son palabras domésticas; juran en el éxtasis de la calma, y en las fauces de la tempestad; imprecan maldiciones desde los penoles de gavia, cuando más se balancean sobre un mar furioso; pero, en todos mis viajes, raramente he oído un juramento vulgar cuando el ardiente dedo de Dios se posa en el barco, y su «Mane, Tecel, Fare » se entreteje en los obenques y la cabullería.

Mientras arriba ardía ese pálido fuego, se oyeron pocas palabras entre la hechizada tripulación, que, en un solo grupo apretado, estaba en el castillo de proa, con todos los ojos centelleantes en esa pálida fosforescencia, como una remota constelación. Recortado contra la espectral luz, el gigantesco negro de azabache, Daggoo, se elevaba hasta el triple de su estatura verdadera, y parecía la nube negra de que había salido el trueno. La boca entreabierta de Tashtego mostraba sus dientes blancos de tiburón que destellaban extrañamente, como si también tuvieran fuegos de san Telmo en las puntas; en tanto que, iluminado por la luz sobrenatural, el tatuaje de Queequeg ardía como satánicas llamas azules en su cuerpo.

La escena se desvaneció al fin con la pálida luz de arriba, y una vez más, el Pequod y todas las almas en cubierta quedaron envueltos en un sudario. Pasaron unos momentos, y Starbuck, al ir a proa, tropezó con alguien. Era Stubb.

—¿Qué piensa ahora, hombre? He oído el grito: no era lo mismo que en la canción.

—No, no lo era. Dije que san Telmo tenga misericordia de todos nosotros, y espero que la tendrá. Pero ¿tiene misericordia solamente de las caras largas? ¿No tiene tripas para reír? Y mire, señor Starbuck... Pero está demasiado oscuro para mirar. Óigame, entonces: considero que esa llama que hemos visto en los palos es una señal de buena suerte, pues esos palos están arraigados en una sentina que va a estar rebosante de aceite de esperma, ya ve; y así, todo ese aceite se subirá por los palos, como la savia en un árbol. Sí, nuestros tres palos serán como tres candelas de aceite de esperma: ésa es la buena promesa que hemos visto.

En ese momento Starbuck distinguió la cara de Stubb, que lentamente empezaba a entreverse con luz. Mirando arriba, gritó:

—¡Ved, ved!

Y una vez más, las altas llamas puntiagudas se observaron con lo que parecía redoblada sobrenaturalidad en su palidez.

—San Telmo tenga misericordia de todos nosotros —volvió a gritar Stubb.

En la base del palo mayor, debajo mismo del doblón y la llama, el Parsi estaba arrodillado delante de Ahab, pero con la cara desviada de él; mientras que cerca, desde los arqueados y colgantes obenques donde acababan de ocuparse en aferrar una jarcia que colgaba, un grupo de marineros, inmovilizados por el fulgor, se habían reunido y colgaban pendularmente, como un enjambre de avispas ateridas en la rama inclinada de un frutal. En variadas actitudes hechizadas, como los esqueletos de Herculanum, de pie, marchando o corriendo, otros habían quedado enraizados a la cubierta, pero todos con los ojos en lo alto.

—¡Eso, eso, muchachos! —gritó Ahab—. ¡Levantad los ojos, miradlo bien! ¡La llama blanca no hace más que alumbrar el camino hacia la ballena blanca! Dadme esa cadena del palo mayor: querría tomarle el pulso y hacer que el mío latiera contra ella: ¡sangre contra fuego! Así.

Luego se volvió, con el último eslabón bien sujeto en la mano, puso el pie sobre el Parsi, y, con los ojos fijos en lo alto y el brazo derecho extendido hacia arriba, quedó erguido ante la elevada trinidad trifurcada de llamas.

Other books

Kaleidoscope Hearts by Claire Contreras
Basque History of the World by Mark Kurlansky
The Rising by Brian McGilloway
Always on My Mind by Jill Shalvis
Tears on a Sunday Afternoon by Michael Presley
The Short Drop by Matthew FitzSimmons
The Dream Spheres by Cunningham, Elaine
White Stone Day by John MacLachlan Gray