Authors: Herman Melville
En esos extensos valles vírgenes, en esas laderas suavemente azuladas, mientras por encima se desliza el zumbido, el susurro, casi juraríais que hay niños, cansados de jugar, tendidos a dormir en esas soledades, en algún alegre mayo, mientras buscaban las flores de los bosques. Y todo eso se mezcla con vuestro humor místico, de tal modo que realidad y fantasía, encontrándose a medio camino, se interpenetran y forman un conjunto inconsútil.
Tales escenas suavizadoras, por más que pasajeras, no dejaron de producir al fin un efecto igualmente pasajero sobre Ahab. Pero si las secretas llaves de oro parecieron abrir en él sus secretos tesoros de oro, su aliento sobre ellos se mostró empañador.
¡Ah, claros herbosos! ¡Ah, pasajes sin fin, siempre primaverales en el alma! En vosotros —aunque largamente agotados por la sequía cerrada de la vida terrenal— en vosotros, los hombres pueden aún revolverse, como potros jóvenes en los tréboles recientes del amanecer; y durante unos pocos momentos huidizos, sentir el fresco rocío de la vida inmortal sobre ellos. ¡Ojalá quisiera Dios que duraran estas calmas benditas! Pero los mezclados y enredados hilos de la vida se tejen en trama y urdimbre; calmas cruzadas por tormentas, una tormenta por cada calma. No hay avance constante y sin retroceso en esta vida; no avanzamos a través de gradaciones fijas, descansando en la última: a través del inconsciente hechizo de la infancia, de la despreocupada fe de la niñez, de la duda de la adolescencia (el destino común), luego el escepticismo, luego la incredulidad, para descansar por fin, con la virilidad, en el meditativo reposo del Si. Pero una vez atravesado todo, volvemos a trazar el círculo; y eternamente somos niñitos, muchachos y hombres, y Si. ¿Dónde se encuentra el puerto final, de donde ya no soltaremos amarras? En ¿qué extático éter navega el mundo de que no se fatigará ni el más fatigado? ¿Dónde está escondido el padre del expósito? Nuestras almas son como esos huérfanos cuyas madres solteras murieron al parirles: el secreto de nuestra paternidad yace en su tumba, y tenemos que ir a ella para saberlo.
Y en ese mismo día, también mirando desde el costado en su lancha a ese mismo mar dorado, Starbuck exclamó en voz baja:
—¡Delicia insondable, como ningún amador vio jamás en los ojos de su joven esposa! No me hables de tus tiburones con varias filas de dientes, y tus maneras canibalescas y secuestradoras. Que la fe expulse a los hechos; que la fantasía expulse a la memoria: yo miro a lo hondo y creo.
Y Stubb, como un pez de escamas centelleantes, saltó en la misma luz dorada:
—Soy Stubb, y Stubb tiene su historia; ¡pero ahora Stubb presta juramento de que siempre ha sido alegre!
Y bien alegres que fueron las visiones y sonidos que llegaron sobre el viento, unas semanas después de que estuviera forjado el arpón de Ahab.
Fue un barco de Nantucket, el Soltero, que acababa de estibar su último barril de aceite y empernar las escotillas a punto de reventar, y ahora, en alegre gala de vacación, navegaba gozosamente, aunque con cierta vanagloria, haciendo una ronda entre los dispersos barcos de la zona, antes de poner proa al puerto.
Los tres hombres de las cofas llevaban en los sombreros largos gallardetes de estrecha estameña roja: de la popa colgaba una lancha ballenera, del revés; y pendiendo cautiva del bauprés, se veía la larga mandíbula inferior de la última ballena que habían matado. Señales, pabellones y torrotitos de todos los colores volaban desde sus jarcias, por todas partes. Amarrados de lado, en cada una de sus tres cofas revestidas de cestería, había dos barriles de aceite de esperma sobre los cuales, en sus canes de mastelero, se veían pequeños recipientes de ese mismo precioso fluido y clavada a la galleta del palo mayor había una lámpara de bronce.
Como luego supimos, el Soltero había encontrado el más sorprendente éxito: cosa más admirable dado que mientras tanto, navegando por esos mismos mares, otros numerosos barcos habían pasado mese enteros sin capturar un solo pez. No sólo se habían cedido barriles de carne y pan para dejar sitio al más valioso aceite de esperma, sino que se habían obtenido a cambio barriles suplementarios en adición, de los barcos que encontraron; y estos barriles se encontraban estibado a lo largo de la cubierta, y en las habitaciones del capitán y los oficiales. Hasta la mesa de la cabina se había partido como astillas para la destilería; y los comensales de la cabina comían en la ancha tapa de un barril de aceite sujeto al suelo corno mueble central. En el castillo de proa, los marineros habían llegado a calafatear y embrear sus cofres, para llenarlos. Se añadía humorísticamente que el cocinero había encajado una tapa en su olla más grande y la había llenado; que el mayordomo había agujereado su cafetera de repuesto y la había llenado; que los arponeros habían tapado los huecos de sus hierros para llenarlos; y que todo, en efecto, estaba lleno de aceite de esperma, excepto los bolsillos de los pantalones del capitán, que éste reservaba para meterse las manos en ufano testimonio de su entera satisfacción.
Cuando este alegre barco de buena suerte se acercó al huraño Pequod, el bárbaro son de enormes tambores llegó desde su castillo de proa; y al acercarse más, se vio un grupo de sus hombres en torno a sus marmitas de destilería que, cubiertas con el poke, o apergaminada piel ventral de la ballena negra, lanzaban un sonoro estampido a cada golpe de los tripulantes con los puños apretados. En el alcázar, los oficiales y los arponeros danzaban con las muchachas aceitunadas que se habían escapado con ellos de las islas polinesias, en tanto que, colgados de un bote ornamental, firmemente izado entre el palo trinquete y el mayor, tres negros de Long Island, con centelleantes arcos de violín de marfil de ballena, presidían la alegre jiga. Mientras tanto, otros de la tripulación del barco estaban tumultuosamente atareados en la albañilería de la destilería, de donde se habían quitado las grandes marmitas. Casi habríais creído que estaban derribando la maldita Bastilla, de tan salvajes gritos como daban al tirar al mar los ladrillos y el mortero ya inútiles.
Dueño y señor, sobre toda esta escena, el capitán estaba erguido en el elevado alcázar del barco, de modo que todo el regocijante dramatismo quedaba por completo ante él, y parecía simplemente organizado para su diversión personal.
Y Ahab también estaba en su alcázar, hirsuto y negro, con terca melancolía; y al cruzar los dos barcos sus estelas —el uno, todo júbilo por lo pasado, el otro, todo presentimiento de lo futuro— y sus dos capitanes, en sí mismos, personificaban todo el impresionante contraste de la escena.
—¡Venid a bordo, venid a bordo! — exclamó el alegre jefe del Soltero, elevando en el aire una botella y un vaso.
—¿Has visto a la ballena blanca? —gritó Ahab en respuesta.
—No, sólo he oído hablar de ella, pero no creo en ella en absoluto —dijo el otro, de buen humor: ¡A bordo!
—Estás demasiado condenadamente alegre. Sigue tu rumbo. ¿Has perdido algún hombre?
—No que valga la pena hablar..., dos de las islas, eso es todo..., pero ven a bordo, viejo compadre. Pronto te quitaré la negrura de la frente. Ven, ea (la fiesta está alegre): un barco lleno, y a casa.
—¡Qué sorprendentes familiaridades se toma un tonto! —murmuró Ahab; y luego, en voz alta—: Dices que eres un barco lleno y rumbo a casa; bueno, llámame barco vacío y en viaje de ida. Así que vete por tu lado, y yo iré por el mío. ¡Adelante vosotros! Desplegad las velas, y ¡viento en popa!
Y así, mientras un barco seguía alegremente viento en popa, el otro luchaba tercamente con la brisa; y de ese modo se separaron dos barcos: la tripulación del Pequod mirando con ojeadas graves y demoradas al Soltero que se alejaba; mientras que los hombres del, Soltero no prestaban atención a esas miradas, con el vivaz festejo en que estaban. Y Ahab, apoyándose en el coronamiento, observó al barco que volvía al puerto, sacó del bolsillo un frasquito de arena y luego alternó sus miradas entre el barco y el frasquito, pareciendo así reunir dos remotos recuerdos, pues ese frasquito estaba lleno de arena de sondeos de Nantucket.
No raras veces, en esta vida, cuando, a nuestra derecha, nos adelantan los favoritos de la fortuna navegando junto a nosotros, aunque antes estábamos inmóviles, recibimos un poco de la brisa de ese avance y sentimos gozosamente llenarse nuestras velas deshinchadas. Así pareció ocurrir con el Pequod. Pues al día siguiente de encontrar el alegre Soltero, se vieron ballenas y se mataron cuatro, y una de ellas la mató Ahab.
Era a la tarde bien avanzada, y cuando acabaron todas las lanzadas del rojo combate, y, flotando en el delicioso mar y cielo del poniente, el sol y el pez murieron sosegadamente a la vez; entonces, en ese aire rosado se elevaron, rizándose, tal dulzura y tal quejumbre, tales oraciones entrelazadas, que casi pareció como si, desde muy lejos, desde los profundos y verdes valles conventuales de las islas de Manila, la brisa de tierra española, hecha marinera por extravagancia, se hubiera hecho a la mar, cargada de esos himnos de vísperas.
Ablandado otra vez, pero sólo ablandado para mayor tristeza, Ahab, que se había apartado del cetáceo, se sentó a observar atentamente su extinción desde la lancha ya tranquila. Pues ese extraño espectáculo que se observa en todos los cachalotes agonizantes —volver la cabeza hacia el sol, y expirar así—, ese extraño espectáculo, observando en tan plácido atardecer, le imponía a Ahab, sin saberse cómo, una sensación de prodigio hasta entonces desconocida.
«Se vuelve y vuelve hacia el sol —qué lentamente, pero qué firmeza—, su frente homenajeadora e invocadora, con sus últimos ademanes de agonía. Él también adora el fuego; ¡fidelísimo, amplio, baronial vasallo del sol! ¡Ah, que estos ojos míos, demasiado favorecedores, hayan de ver estas visiones demasiado favorecedoras! ¡Mira! que, muy recluida en medio de las aguas; más allá de todo bien o mal humano; en esos mares tan sinceros e imparciales; donde ni tradiciones ni rocas ofrecen tablas escritas; donde, durante largas eras chinas, las olas se han mecido sin hablar y sin que les hablaran, como estrellas que brillan sobre la desconocida fuente del Níger; aquí, también, la vida muere vuelta hacia el sol, llena de fe; pero mira, apenas muerta, la muerte gira en torno al cadáver y lo orienta de algún otro modo.
»Ah, tú, oscura mitad india de la naturaleza, que con huesos de ahogados has construido, no se sabe dónde, tu trono apartado en el corazón de estos mares sin vegetación; tú eres una descreída, oh, reina, y me hablas con excesiva veracidad en el tifón ampliamente matador, y en el callado funeral de la calma que le sucede. Y no sin lección para mí ha vuelto esta agonizante ballena la cabeza hacia el sol, luego ha dado otra vuelta.
»¡Ah, caldera de energía, tres veces rodeada de aros de metal y soldada! ¡Ah, chorro irisado de alta aspiración! Aquélla la esfuerzas, éste lo lanzas en vano. En vano, oh ballena, buscas intercesiones de aquel sol que todo lo vivifica, que sólo da lugar a la vida, pero no la vuelve a producir. Y sin embargo, tú, mitad más oscura, me meces con una fe más orgullosa, aunque más sombría. Todas tus innombrables mixturas flotan aquí debajo de mí; me hacen flotar hálitos de cosas antaño vivas, exhalados como aire, pero que ahora son agua.
»Entonces, ¡salve, para siempre salve, oh, mar, en cuyos eternos zarandeos encuentra su único reposo el ave salvaje! Nacido yo de la tierra, pero amamantado por el mar: aunque montaña y valle me parieron, ¡vosotras, olas, sois mis hermanas adoptivas!»
Los cuatro cetáceos muertos aquella tarde habían muerto muy alejados: uno, muy a barlovento; otro, menos distante, a sotavento, uno, a proa; otro, a popa. Estos tres últimos se arrimaron al costado antes de que cayera la noche, pero el de barlovento no pudo alcanzarse hasta por la mañana, y la lancha que lo había matado quedó a su lado toda la noche; y esa lancha era la de Ahab.
El palo de marcado se había metido derecho en el agujero del chorro de la ballena, y el farol que colgaba de lo alto de él lanzaba un turbado fulgor tembloroso sobre el negro y brillante lomo, y, a lo lejos, sobre las olas de medianoche, que golpeaban suavemente el ancho flanco de la ballena, como suaves oleadas en una playa.
Ahab y todos los tripulantes de su lancha parecían dormidos, menos el Parsi; quien, acurrucado junto a la proa, permanecía observando a los tiburones que jugaban espectralmente en torno a la ballena y daban leves golpes con las colas en las ligeras tablas de cedro. Por el aire corrió, en escalofrío, un sonido como los gemidos en escuadrones, sobre el Asfaltites, de fantasmas condenados de Gomorra.
Sobresaltado de su sopor, Ahab, cara a cara, vio al Parsi; y con el aro, a su alrededor, de la tiniebla nocturna, ambos parecían los últimos hombres en un mundo inundado.
—Lo he vuelto a soñar otra vez —dijo aquél.
—¿Los coches fúnebres? ¿No te he dicho, viejo, que para ti no puede haber coche fúnebre ni ataúd?
—¿Y quién que muera en el mar puede tener coche fúnebre?
—Pero dije, viejo, que antes que puedas morir, debe haber tres á que vean claramente dos coches fúnebres en el mar: el primero no hecho por manos mortales; el segundo, de una madera visible que haya crecido en América.
—¡Sí, sí! Extraña visión ésa, Parsi; un coche fúnebre y sus plumas flotando por el océano, con las olas como portadoras. ¡Ah! No veremos pronto tal espectáculo.
—Lo creas o no, no puedes morir hasta que se vea, viejo.
—¿Y qué era eso que decías de ti?
—Aunque sea al fin, yo todavía iré por delante, como tu piloto.
—Y cuando te hayas ido por delante..., si ocurre eso jamás..., entonces, antes que te pueda seguir, ¿debes aparecérteme para seguirme pilotando? ¿No era eso? Bueno, ¡entonces, si yo creyese todo lo que dices, oh, mi piloto! Tengo aquí dos prendas de que todavía mataré a Moby Dick y sobreviviré.
—Toma otra prenda, viejo —dijo el Parsi, mientras sus ojos se encendían como luciérnagas en la tiniebla—: Sólo te puede matar el cáñamo.
—La horca, quieres decir: entonces, soy inmortal, por tierra y por mar —gritó Ahab, con una carcajada de burla—: ¡Inmortal por tierra y por mar!
Ambos quedaron otra vez callados, como un solo hombre. Llegó alba gris; la tripulación soñolienta se levantó del fondo de la lana, y antes de mediodía, la ballena muerta quedaba junto al barco.