Moby Dick (59 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Aunque muchos de los cachalotes, como se ha dicho, estaban en violenta agitación, ha de observarse sin embargo que, en conjunto, la manada ni avanzaba ni retrocedía, sino que permanecía toda ella en el mismo sitio. Como es costumbre en tales casos, las lanchas se separaron en seguida, cada cual persiguiendo a un solo cetáceo en los bordes del rebaño. Al cabo de unos tres minutos, Queequeg disparó el arpón; el pez herido nos lanzó cegadora espuma a la cara, y luego, escapándose de nosotros como la luz, se fue derecho al centro de la manada. Aunque tal movimiento, por parte del cachalote, sorprendía en tales circunstancias, no dejaba de ningún modo de tener precedentes; incluso, casi siempre se cuenta más o menos con él, pero constituye una de las vicisitudes más peligrosas de la pesca. Pues cuando el rápido monstruo os arrastra cada vez más profundamente dentro de la frenética manada, decís adiós a la vida circunspecta y sólo existís en un latir delirante.

Mientras, ciego y sordo, el cachalote se lanzaba adelante, como para librarse, a pura fuerza de velocidad, de la sanguijuela de hierro que se le había pegado; mientras desgarrábamos así una blanca abertura en el mar, amenazados por todas partes en nuestro vuelo por los enloquecidos animales que se precipitaban de un lado a otro alrededor de nosotros, nuestra sitiada lancha era como un barco asaltado por islas de hielo en una tempestad, que trata de abrirse paso por sus complicados canales y estrechos, sin saber en qué momento podrá quedar encerrado y aplastado.

Pero sin asustarse en absoluto, Queequeg nos gobernó valientemente, mente, unas veces desviándose de un monstruo que se nos cruzaba por delante en nuestra ruta, otras veces apartándose de otro cuya colosal cola se suspendía sobre nuestras cabezas, mientras, durante todo el tiempo, Starbuck se erguía en la proa, lanza en mano, apartando del camino con sus lanzadas a todos los cachalotes a los que podía alcanzar con disparos cortos, pues no había tiempo para hacerlos largos. Y no estaban nada ociosos los remeros, aunque su obligación habitual ahora no era necesaria en absoluto: se ocupaban principalmente de la parte de gritos del asunto.

—¡Quita de en medio, Comodoro! —gritó uno a un gran dromedario que de repente surgió entero a la superficie y por un momento amenazó con inundarnos.

—Baja la cola, ¡eh! —gritó otro a otro, que, cerca de nuestra regala, parecía refrescarse tranquilamente con su extremidad en forma de abanico.

Todas las lanchas balleneras transportan ciertos adminículos curiosos, inventados por los indios de Nantucket, que se llaman druggs. Do gruesos cuadrados de madera de igual tamaño están sujetos sólidamente, de modo que sus fibras se cruzan en ángulo recto; luego se amarra un cable de considerable longitud al centro de ese bloque mientras que el otro extremo, en un lazo, puede atarse en un momento a un arpón. Este drugg se usa principalmente con las ballenas aterradas. Pues entonces hay cerca y alrededor más cetáceos de los que es posible perseguir al mismo tiempo. Pero no todos los días se encuentran cachalotes: así que, mientras se puede, hay que matar todos los que quepa. Y si no se les puede matar a todos a la vez, es preciso meterles el plomo en el ala, de modo que luego puedan ser muertos con tranquilidad. De aquí que en momentos como éstos resulte útil el drugg. Nuestra lancha estaba provista de tres. El primero y el segundo se lanzaron con éxito, y vimos a los cachalotes escapar vacilantes, entorpecidos por la enorme resistencia lateral del drugg a remolque. Estaban impedidos como malhechores con la cadena y la bola. Pero, al lanzar el tercero, se pilló bajo una de las bancadas de la lancha, y en un momento la arrancó y se la llevó, tirando al remero en el fondo de la lancha, al escapársele el asiento de debajo. El agua entró por ambos lados, por las tablas heridas, pero metimos dos o tres camisas y calzoncillos, tapando así las vías de agua por el momento.

Hubiera sido casi imposible disparar esos arpones con druggs de no ser porque, al avanzar por la manada, disminuía mucho la marcha de nuestro cachalote; además, al alejarnos cada vez más de la agitada periferia, los terribles desórdenes parecían extinguirse. Así que, cuando por fin el arpón se salió con las sacudidas, y el cachalote que nos remolcaba se desvaneció a un lado, entonces, con la fuerza decreciente del impulso de la separación, nos deslizamos entre dos cetáceos hasta la parte más central de la manada, como si, desde un torrente montañoso, nos hubiéramos deslizado a un sereno lago en el valle. Allí se oían, pero no se sentían, las tormentas entre los rugientes barracones de las ballenas de los bordes. En esa extensión central el mar presentaba la suave superficie, como de raso, que llaman una mancha de calma, producida por la suave lluvia que lanza el cetáceo en su estado de ánimo más tranquilo. Sí, ahora estábamos en esa calma encantada que se dice que se esconde en el corazón de toda agitación. Y sin embargo, en la agitada lejanía, observábamos los tumultos de los concéntricos círculos exteriores, y veíamos sucesivos grupos de cetáceos, con ocho o diez en cada uno que daban vueltas rápidamente, como multiplicados tiros de caballos en una pista, y tan apretados hombro con hombro que un titánico jinete de circo hubiera podido haberse puesto encima de los de en medio, girando así sobre sus lomos. Debido a la densidad de la multitud de ballenas en reposo que rodeaban más de cerca el eje cerrado de la manada, no se nos ofrecía por el momento una ocasión posible de escape. Debíamos acechar una grieta en la muralla viva que nos cercaba: la muralla sólo nos había dejado paso para encerrarnos. Manteniéndose en el centro de ese lago, de vez en cuando nos visitaban vacas y terneras, pequeñas y mansas: las mujeres y los niños de esa hueste en tumulto.

Ahora, incluyendo los anchos intervalos ocasionales entre los círculos culos exteriores giratorios, e incluyendo los espacios entre las diversas manadas en cualquiera de esos círculos, el área total en esa coyuntura, que abarcaba la entera multitud, debía contener por lo menos dos o tres millas cuadradas. En cualquier caso —aunque, desde luego, semejante prueba en semejante momento tal vez sería ilusoria—, se podían observar, desde nuestra baja lancha, chorros que parecían elevarse casi desde el borde del horizonte. Menciono esta circunstancia porque, como si las vacas y terneros hubieran quedado encerrados adrede en este redil interior, y como si la ancha extensión de la manada les hubiera impedido hasta entonces saber la causa exacta de su detención, o, posiblemente, por ser tan jóvenes, tan ingenuos, y en todos sentidos tan inocentes e inexpertos, por lo que quiera que fuese, esos cetáceos menores —que de vez en cuando venían desde el borde del lago a visitar a nuestra lancha en calma— evidenciaban una notable confianza y falta de miedo, o, si no, un pánico inmóvil y hechizado ante el cual era imposible no maravillarse. Como perros domésticos, venían a olfatear a nuestro alrededor, hasta nuestras mismas regalas, tocándolas; de modo que casi parecía que algún encanto les había domesticado de repente. Queequeg les daba golpecitos en la frente; Starbuck les rascaba el lomo con la lanza, pero, temeroso de las consecuencias, por el momento se contenía de dispararla.

Pero muy por debajo de ese maravilloso mundo de la superficie, nuestros ojos encontraron otro aún más extraño, al mirar sobre la borda. Pues, suspendidas en esas bóvedas acuosas, flotaban las figuras de las madres nutricias de los cetáceos, y de aquellas que, por su enorme circunferencia, parecían próximas a ser madres. El lago, como he sugerido, era muy transparente hasta una considerable profundidad; y, así como los lactantes humanos, mientras maman, miran de modo tranquilo y fijo lejos del pecho, igual que si llevaran dos vidas diferentes a un tiempo, y, a la vez que toman alimento mortal, disfrutaran en espíritu el festín de alguna reminiscencia supraterrenal, del mismo modo los pequeños de esos cetáceos parecían levantar su mirada hacia nosotros, pero no hacia nosotros, como si sólo fuéramos una brizna de alga ante su mirada recién nacida. Flotando a su lado, también las madres parecían observarnos tranquilamente. Uno de esos pequeños lactantes, que por ciertos curiosos signos parecía tener apenas un día de vida, podría haber medido unos catorce pies de longitud y unos seis pies de cintura. Era bastante travieso, aunque todavía su cuerpo parecía haberse recuperado escasamente de esa irritante posición que había ocupado hasta hacía poco en el retículo maternal, donde, cabeza con cola, y dispuesto para el salto final, el cetáceo nonato yace doblado como un arco de tártaro. Las delicadas aletas laterales y las palmetas de la cola aún conservaban fresco el aspecto arrugado y alforzado de las orejas de un niño recién llegado de extrañas regiones.

—¡Soltad, soltad cable! —gritó Queequeg, mirando sobre la regala—: ¡está sujeto, está sujeto! ¿Quién tirar él, quién dar él? ¡Dos cachalotes; uno grande, uno pequeño!

—¿Qué te pasa, hombre? —gritó Starbuck.

—Mire ahí —dijo Queequeg, señalando hacia abajo.

Como cuando la ballena herida, después de haber desenrollado del barril cientos de brazas de cable, y después de zambullirse profundamente, vuelve a subir a flote, y muestra el cable aflojado subiendo ligero y en espirales hacia el aire, así vio ahora Starbuck largos rollos del cordón umbilical de Madame Leviatán, que parecían sujetar todavía al joven cachorro a su mamá. No es raro que, en las rápidas vicisitudes de la persecución, ese cable natural, con su extremo maternal suelto, se enrede con el de cáñamo, de tal modo que el cachorro quede preso. Algunos de los más sutiles secretos de los mares parecían revelársenos en ese estanque encantado. Vimos en la profundidad juveniles amores leviatánicos.

Y así, aunque rodeados por círculos y círculos de consternaciones y horrores, esos inescrutables animales se entregaban en el centro, con libertad y sin miedo, a todos los entretenimientos pacíficos: sí, se gozaban serenamente en abrazos y deleites. Pero precisamente así, en el ciclónico Atlántico de mi ser, yo también me complazco en mi centro en muda calma, y mientras giran a mi alrededor pesados planetas de dolor inextinguible, allá en lo hondo y tierra adentro, sigo bañándome en eterna suavidad de gozo.

Mientras que nosotros quedábamos en tal éxtasis, los repentinos y ocasionales espectáculos frenéticos a distancia evidenciaban la actividad de las otras lanchas, aún ocupadas en lanzar druggs a los cachalotes del borde de la hueste, o posiblemente, en continuar su guerra dentro del primer círculo, donde se le ofrecía abundancia de espacio y algunos retiros convenientes. Pero la visión de los rabiosos cachalotes con los druggs, disparándose de vez en cuando ciegamente a través de los círculos no era nada al lado de lo que por fin se ofreció a nuestros ojos. A veces es costumbre cuando se ha hecho presa en un cetáceo más poderoso y alerta de lo común tratar de desjarretarle por decirlo así cortando o hiriendo su gigantesco tendón de cola. Esto se hace disparando una azada de descuartizamiento de mango corto sujeta con una cuerda para recuperarla otra vez. Un cetáceo herido en esa parte (según supimos después) pero al parecer sin eficacia se había desprendido de la lancha llevándose consigo la mitad del cable del arpón; y en la terrible agonía de la herida daba golpes ahora entre los círculos giratorios como el solitario jinete desesperado Arnold en la batalla de Saratoga llevando el terror a donde quiera que iba.

Pero, aun con todo lo angustiosa que era la herida de este cachalote y lo terrible que era ese espectáculo, en todos los sentidos, sin embargo, el peculiar horror que parecía inspirar al resto de la manada era debido a una causa que al principio no nos dejó ver clara la distancia interpuesta. Pero al fin percibimos que, por uno de los imprevisibles accidentes de la pesca, ese cachalote se había enredado con el cable arponero que remolcaba y además se había escapado con la azada de descuartizamiento dentro, y que, mientras el extremo libre del cable unido a esa arma se había quedado atrapado de modo fijo en las vueltas del cable arponero en torno a la cola, la propia azada de descuartizamiento se había desprendido de la carne. Así que, atormentado hasta la locura, agitando violentamente su flexible cola y lanzando la afilada azada a su alrededor, hería y asesinaba a sus propios compañeros.

Este terrible objeto pareció hacer salir a toda la manada de su espanto estático. Primero, los cachalotes del borde de nuestro lago empezaron a agruparse un poco y a entrechocarse unos contra otros, como elevados por olas medio extinguidas desde lejos; luego, el propio lago empezó levemente a hincharse y mecerse; se desvanecieron las alcobas nupciales y los cuartos de niño bajo el mar; en órbitas cada vez más estrechas, los cachalotes de los círculos centrales empezaron a nadar en grupos cada vez más densos. Sí, se acababa la larga calma. Pronto se oyó un sordo zumbido que avanzaba, y luego, como las masas tumultuosas de hielo cuando el gran río Hudson se rompe en primavera, la entera hueste de ballenas llegó entrechocándose hasta su centro interior, como para amontonarse en una montaña común. Al momento, Starbuck y Queequeg cambiaron sus sitios, y Starbuck se puso a popa.

—¡Remos, remos! —susurró con intensidad, agarrando la caña—, empuñad los remos, y apretaos el alma, ¡venga! ¡Atención, muchachos, por Dios! ¡Quita de ahí a ese cachalote, Queequeg! ¡Pínchale, dale! ¡Levanta, levanta y quédate así! ¡Adelante, hombres; remad, muchachos; no os preocupéis de vuestra espalda... rascadla! ¡Despellejaos las espaldas!

La lancha quedaba ahora casi atrancada entre dos vastas masas negras, que dejaban unos estrechos Dardanelos entre sus largas extensiones. Pero, con desesperado esfuerzo, por fin salimos disparados a una abertura momentánea, retirándonos entonces rápidamente, y a la vez buscando con ansia otra salida. Tras de varias semejantes escapatorias por un pelo, nos deslizamos al fin con rapidez a lo que acababa de ser uno de los círculos exteriores, pero que ahora cruzaban cetáceos dispersos, todos ellos dirigiéndose violentamente al mismo centro. Esta feliz salvación se adquirió muy barato al precio de la pérdida del sombrero de Queequeg, a quien, de pie en la proa para pinchar a los cachalotes fugitivos, se le había llevado limpiamente el sombrero de la cabeza el torbellino de aire producido por el súbito lanzamiento de una ancha cola cerca de él.

Aun tan agitada y desordenada como era ahora la conmoción general, pronto se resolvió en lo que parecía un movimiento sistemático, pues, congregados todos por fin en un solo cuerpo macizo, renovaron su fuga hacia delante con aumentada ligereza. Era inútil seguir persiguiéndoles, pero las lanchas todavía se mantuvieron en su estela para recoger a los cachalotes con druggs que pudieran quedarse atrás, y asimismo para asegurar a uno que Flask había matado y marcado. La marca es un palo con gallardete del cual se llevan dos o tres en cada lancha, y cuando hay a mano caza de sobra, se insertan verticalmente en el cuerpo flotante de una ballena muerta, tanto para marcar su posición en el mar cuanto para señalar la posesión anterior si se acercan las lanchas de algún otro barco.

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