No estaban acostumbrados a recorrer trechos tan largos. Jadeaban y respiraban anhelosamente. Además, tenían que mantener entre los labios sus pequeños cigarros, sin los cuales estaban perdidos. A más de uno se le escapaba en la carrera, y antes de haberlo podido recoger del suelo, ya se disolvía.
Pero no eran sólo estas circunstancias externas las que dificultaban su huida, sino que cada vez se hacían más peligrosos los propios compañeros de infortunio. Porque algunos cuyos últimos cigarros se acababan, se lo arrancaban a otro de la boca. De este modo, su número se reducía lenta, pero constantemente.
Aquellos que todavía llevaban una pequeña reserva en sus carteras tenían que ir con mucho cuidado para que los demás no se dieran cuenta, porque si no, los que ya no tenían se abalanzaban sobre los más ricos e intentaban apoderarse de sus riquezas. Montones enteros se lanzaban los unos sobre los otros para conseguir algún fragmento de las reservas. En esto, los cigarros rodaban por la calle y eran pisoteados en el tumulto. El miedo a tener que desaparecer del mundo había hecho perder la cabeza a los hombres grises.
Había otra cosa que les deparaba más dificultades cuanto más se acercaban al centro de la ciudad. En algunos puntos de la gran ciudad, la gente estaba tan apretada, que los hombres grises apenas podían pasar entre las personas inmóviles como árboles en el bosque. A Momo, que era pequeña y delgada, le resultaba mucho más fácil. Pero incluso una pluma que flotaba en el aire estaba tan inmóvil que los hombres casi se hundían la cabeza cuando, sin querer, topaban con ella.
Era un largo camino, y Momo no tenía ni idea de cuánto quedaba por recorrer. Preocupada, miró su flor horaria. Pero ésta sólo acababa de abrirse del todo. Todavía no había motivo de preocupación.
Entonces ocurrió algo que hizo que Momo olvidase de inmediato todo lo demás: en una calle lateral vio a Beppo Barrendero.
—¡Beppo! —gritó, fuera de sí de alegría, y corrió hacia él—. ¡Beppo, te he buscado por todas partes! ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Beppo, Beppo, querido!
Quiso saltarle al cuello, pero salió rechazada como si fuera de hierro. Momo se hizo bastante daño y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó sollozando ante él y le miró.
Su cuerpo pequeño parecía más encorvado que antes. Su cara bondadosa estaba delgada y hundida y muy pálida. Alrededor de la barbilla le había crecido una barba blanca, porque ya no tenía tiempo de afeitarse. Entre las manos sostenía una vieja escoba, gastada ya de tanto barrer. Así estaba, inmóvil como todo lo demás, y miraba, a través de sus viejas gafas, la porquería de la calle.
Ahora, por fin, le había encontrado Momo, ahora, cuando ya no servía de nada, porque ya no podía lograr que él la viera. Podría ser que fuera la última vez que le veía. Quién sabe cómo acabaría todo. Si todo acababa mal, Beppo estaría parado aquí por toda la eternidad.
La tortuga se agitaba en el brazo de Momo.
«Sigue», ponía en su caparazón.
Momo volvió corriendo a la calle principal y se asustó. Ya no se veía ninguno de los ladrones de tiempo. Momo corrió un trecho en la dirección en que habían huido antes los hombres grises, pero en vano.
¡Había perdido la pista!
Se quedó quieta, perpleja. ¿Qué hacer? Miró interrogadora a Casiopea.
«Los encuentras, sigue», fue el consejo de la tortuga.
Si Casiopea sabía de antemano que encontraría a los ladrones de tiempo, eso ocurriría, tomara el camino que tomara. Así que siguió corriendo como le parecía, a veces a la derecha, a veces a la izquierda, a veces seguía recto.
Mientras tanto había llegado a aquella parte en el extremo norte de la gran ciudad donde estaban los barrios nuevos con sus casas, todas iguales, y las calles tiradas a cordel hasta el horizonte. Momo siguió corriendo, pero como todas las casas y calles eran exactamente iguales, pronto le pareció que no se movía, que estaba corriendo siempre en el mismo sitio. Era un verdadero laberinto, pero un laberinto de regularidad e igualdad.
Momo ya casi había perdido el ánimo cuando, de repente, vio volver la esquina a uno de los hombres grises. Cojeaba, sus pantalones estaban desgarrados, le faltaba el bombín y la cartera; sólo en su boca, voluntariosamente apretada, humeaba todavía la colilla de un pequeño cigarro gris.
Momo le siguió hasta un punto en que, en la interminable fila de casas, faltaba una. En su lugar, había una gran valla que rodeaba un amplio solar. En la valla había una puerta entreabierta, por la que se coló el último hombre gris rezagado.
Sobre la puerta había un cartel, y Momo se paró para descifrarlo:
¡ATENCIÓN!
PELIGRO DE MUERTE
PROHIBIDA LA ENTRADA
A TODA PERSONA EXTRAÑA
PROHIBIDO
M
omo se había entretenido al deletrear el aviso. Cuando atravesó la puerta, ya no se veía nada del último hombre gris.
Ante ella se extendía una fosa de obra que podría tener veinte o treinta metros de profundidad. Había excavadoras y otras máquinas de la construcción. En una rampa que conducía al fondo de la fosa, unos cuantos camiones se habían parado en medio de su recorrido. Acá y allá había obreros de la construcción, paralizados en sus posturas respectivas.
¿A dónde ir? Momo no podía descubrir ninguna entrada que pudiera haber usado el hombre gris. Miró a Casiopea, pero ésta tampoco parecía saber nada más. No apareció nada en su caparazón.
Momo bajó al fondo de la fosa y miró alrededor. Y, así, volvió a ver una cara conocida. Allí estaba Nicola, el albañil que le había pintado su bonito cuadro de flores en la pared. Claro que él también estaba inmóvil, como todos los demás, pero en su postura había algo curioso. Tenía una mano al lado de la boca, como si le gritara algo a alguien, y con la otra mano señalaba la abertura de un tubo gigantesco que salía del fondo de la fosa a su lado. Y resultó que parecía mirar directamente a Momo.
Ésta no lo pensó mucho, sino que lo tomó como una señal y se metió en el tubo. Apenas estuvo dentro, empezó a resbalar, porque el tubo conducía derecho abajo. Daba toda clase de vueltas, de modo que daba tumbos de un lado a otro como en un tobogán. La bajada, en una oscuridad cada vez más espesa, se hizo vertiginosa. A veces daba una voltereta, de modo que bajaba con la cabeza por delante. Pero no soltó la tortuga ni la flor. Cuanto más bajaba, más frío hacía.
Durante un momento pensó, también, si jamás volvería a salir de allí, pero antes de poder asustarse, el tubo acabó de repente en un pasillo subterráneo. Ya no estaba oscuro. Reinaba una media luz cenicienta que parecía surgir de las propias paredes.
Momo se levantó y siguió andando. Como iba descalza, sus pasos no hacían ruido, pero sí los del hombre gris, que volvía a oír delante de ella. Siguió ese ruido.
Del pasillo que recorría se bifurcaban otros hacia todos lados, como un laberinto subterráneo que parecía extenderse por todo el barrio de reciente construcción.
Entonces oyó un revoltijo de voces. Se guió hacia él y espió por una esquina.
Ante sus ojos había una sala inmensa con una mesa casi interminable en su centro. Alrededor de esa mesa estaban sentados en dos largas filas los hombres grises o, mejor dicho, los pocos que quedaban. ¡Qué mísero aspecto tenían ahora esos ladrones de tiempo! Sus trajes estaban destrozados, tenían arañazos y chichones en sus calvas cabezas y sus caras estaban distorsionadas por el miedo.
Sólo sus cigarros humeaban todavía.
Momo vio que en la lejana pared del fondo de la sala había, algo entreabierta, una puerta acorazada enorme. Salía de la sala un frío glacial. Aunque Momo sabía que no servía de nada, se acurrucó en el suelo y se tapó los pies con la falda.
—Tenemos que ser ahorrativos con nuestras provisiones —oyó que decía el hombre gris que estaba en el extremo superior de la mesa, ante la puerta acorazada—, porque no sabemos cuánto tendremos que resistir con ellas. Tenemos que limitarnos.
—¡Si sólo somos unos pocos! —gritó otro—. Las provisiones bastan para muchos años.
—Cuanto antes empecemos a ahorrar —continuó impertérrito, el orador—, más aguantaremos. Y ustedes, señores, saben a qué me refiero cuando digo
ahorrar
. Basta que unos pocos de nosotros sobrevivan a la catástrofe. Tenemos que ver las cosas objetivamente. Los que estamos aquí, señores míos, somos demasiados. Tenemos que reducir notablemente nuestro número. Es un imperativo de la razón. ¿Serían tan amables, señores, de numerarse?
Los hombres grises se numeraron. Después, el presidente sacó del bolsillo una moneda y dijo:
—Vamos a sortearlo. Cara quiere decir que se quedan los señores con los números pares; cruz, que se quedan los impares.
Echó la moneda al aire y la recogió.
—¡Cara! —gritó—. Los señores con los números pares se quedan, a los otros se les ruega que se disuelvan inmediatamente.
Un gemido átono recorrió la fila de los perdedores, pero nadie protestó. Los ladrones de tiempo con los números pares les arrancaron a los otros sus cigarros y éstos se disolvieron en la nada.
—Ahora —dijo, en medio del silencio, el presidente—, vamos a repetirlo, por favor.
El mismo terrible procedimiento se repitió una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. Al final no quedaron más que seis de los hombres grises. Estaban sentados, tres a cada lado, frente a frente, en el extremo superior de la mesa y se miraban glacialmente.
Momo había observado el espectáculo temblorosa. Notó que, cada vez que se reducía el número de los hombres grises, disminuía sensiblemente el frío. Ahora casi era soportable.
—Seis —dijo uno de los hombres grises— es un número feo.
—Ya basta —dijo otro desde el otro lado de la mesa—. No vale la pena reducir todavía más nuestro número. Si nosotros seis no conseguimos sobrevivir a la catástrofe, tampoco lo conseguirían tres.
—Eso está por ver —opinó otro—, pero en caso necesario se puede discutir todavía, más adelante.
Calló durante un rato, para decir:
—Qué bien que la puerta de los almacenes estuviera abierta cuando comenzó la catástrofe. Si en ese momento hubiera estado cerrada, ninguna fuerza del mundo sería capaz de abrirla ahora. Habríamos estado perdidos.
—Por desgracia, no tiene toda la razón, señor mío —contestó otro—. Al estar abierta la puerta, se escapa el frío de los almacenes congeladores. Poco a poco, las flores horarias se irán descongelando. Y todos ustedes saben que entonces no podremos impedirles que vuelvan allí de donde han venido.
—¿Quiere usted decir —repuso el segundo hombre gris— que nuestro frío ya no basta para mantener las provisiones congeladas?
—Sólo somos seis —respondió el otro—, lamentablemente, y ya me dirá usted qué podemos hacer. Me parece que nos apresuramos demasiado en limitar tan rigurosamente nuestro número. No ganaremos nada.
—Teníamos que decidirnos por una de las dos posibilidades —dijo el primer hombre gris—, y nos hemos decidido.
De nuevo se hizo el silencio.
—Así que puede ser que durante muchos años no hagamos otra cosa que estar sentados aquí y vigilarnos mutuamente —dijo uno—. Tengo que decir que no me parece una perspectiva demasiado agradable.
Momo reflexionaba. No tenía sentido estarse allí y esperar. Así que si ya no había más hombres grises, las flores horarias se descongelarían por sí mismas. Pero todavía había hombres grises. Y continuaría habiéndolos si ella no hacía nada. Pero, ¿qué podía hacer, cuando la puerta del almacén estaba abierta y los hombres grises podían aprovisionarse cuando quisieran?
Casiopea pataleaba y Momo la miró.
«Cierras la puerta», ponía en su caparazón.
—No sería posible —susurró Momo—. Está inmovilizada.
«Tocarla con la flor», era la respuesta.
—¿Puedo moverla si la toco con la flor horaria? —preguntó Momo en un murmullo.
«Lo harás», apareció en el caparazón.
Si Casiopea lo preveía, sería así. Momo dejó la tortuga cuidadosamente en el suelo. Entonces ocultó la flor horaria, que ya estaba bastante marchita y sólo tenía muy pocos pétalos, bajo su chaquetón.
Consiguió arrastrarse bajo la larga mesa sin que los hombres grises la vieran. Gateó bajo la mesa hasta que llegó al otro extremo. Ahora se encontraba entre los pies de los ladrones de tiempo. El corazón le latía como si quisiera reventar.
Muy, muy despacio sacó la flor horaria, se la puso entre los dientes y gateó entre las sillas sin que ningún hombre gris se diera cuenta.
Llegó a la puerta abierta y la tocó con la flor, empujándola al mismo tiempo, con la mano. La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes y se cerró con estrépito. El golpe hizo nacer un eco centuplicado en la sala y en todos los corredores subterráneos.
Momo se levantó de un salto. Los hombres grises que ni por casualidad habían pensado en que podía haber alguien, además de ellos, exceptuando la inmovilidad total, quedaron rígidos por el espanto y clavaron la vista en la niña.
Sin pensarlo dos veces, Momo corrió por su lado hacia la salida de la sala. Entonces también se recobraron los hombres grises, que se lanzaron en su persecución.
—¡Esa niña terrible! —oyó que gritaba uno—. ¡Es Momo!
—¡No puede ser! —gritó otro—. ¿Cómo puede moverse?
—Tiene una flor horaria —gritó un tercero.
—¿Y con eso —preguntó el cuarto— pudo mover la puerta?
El quinto se dio un golpe en la frente:
—También habríamos podido hacerlo nosotros. Tenemos de sobra.
—¡Teníamos! ¡Teníamos! —chilló el sexto—. Ahora la puerta está cerrada. Sólo hay un remedio: tenemos que quitarle la flor. Si no, se acabó.
Mientras tanto, Momo ya había desaparecido por los pasillos, que se bifurcaban una y otra vez. Pero los hombres grises le llevaban ventaja, porque conocían los corredores. Momo corría de un lado a otro, alguna vez iba casi directamente a los brazos de algún perseguidor, pero siempre consiguió esquivarlos.
También Casiopea participaba a su manera en esa lucha. Cierto que sólo podía arrastrarse lentamente, pero como sabía de antemano por dónde iban a pasar los perseguidores, llegaba a tiempo a ese sitio y se ponía de tal manera que los hombres grises tropezaran con ella y cayeran al suelo dando tumbos. Los que venían detrás caían sobre el caído, y de ese modo la tortuga salvó varias veces a la niña de ser atrapada. Claro está que ella también fue a parar varias veces contra la pared, de una patada. Pero eso no le impedía seguir haciendo lo que sabía de antemano que iba a hacer.