Durante la persecución, varios hombres grises perdieron, por puro afán de alcanzar la flor horaria, sus cigarros, por lo que se disolvieron, uno tras otro, en la nada. Al final no quedaron más que dos.
Momo había vuelto, en su huida, a la gran sala con la mesa. Los dos ladrones de tiempo la perseguían alrededor de la mesa, pero no consiguieron alcanzarla. Entonces se separaron, corrieron en direcciones opuestas. Ya no quedaba escapatoria para Momo. Estaba refugiada en uno de los rincones de la sala y miraba, llena de miedo, a sus dos perseguidores. Apretaba la flor contra su cuerpo. Sólo le quedaban tres pétalos.
Justo cuando el primer perseguidor extendía la mano para arrebatarle la flor, el segundo le tiró para atrás.
—¡No! —chillaba—. ¡La flor es mía! ¡Mía!
Los dos comenzaron a pelearse entre sí. El primero arrancó el cigarro de la boca del segundo, que, con un grito fantasmal, giró sobre sí mismo, se volvió transparente, y desapareció. Entonces, el último de los hombres grises se dirigió hacia Momo. Entre sus labios humeaba una minúscula colilla.
—¡Dame esa flor! —dijo, entrecortadamente.
En eso, se le cayó rodando la colilla. El hombre gris se lanzó hacia el suelo y trató de atraparla pero ya no la alcanzó. Volvió hacia Momo su cara cenicienta, se enderezó dificultosamente y alzó una mano temblorosa.
—Por favor —susurró—, por favor, querida niña, dame la flor.
Momo seguía apretada en su rincón, apretaba la flor contra su cuerpo y movió, incapaz de hablar, la cabeza.
El hombre gris asintió lentamente:
—Está bien… está bien… que todo haya terminado…
Y ya había desaparecido.
Momo miraba, atónita, el lugar en que había estado. Pero allí estaba ahora Casiopea, en cuya espalda ponía: «Abre la puerta».
Momo fue hacia la puerta, la tocó con su flor horaria, en la que ya no había más que un solo pétalo, y la abrió de par en par.
Con la desaparición del último ladrón de tiempo había desaparecido, también, el frío.
Momo entró, con los ojos admirados, en los inmensos almacenes. Había incontables flores horarias, como copas de cristal, alineadas en estanterías sin fin, la una más hermosa que la otra, y todas diferentes: cientos, miles, millones de horas de vida. Hacía más y más calor, como en un invernadero.
Mientras caía la última hoja de la flor de Momo comenzó una especie de tempestad. Nubes de flores horarias pasaron en torbellinos por su lado. Era como una cálida tempestad de primavera, pero una tempestad de tiempo liberado.
Momo miraba a su alrededor como en sueños y vio a Casiopea en el suelo delante de ella. En su caparazón ponía, con letras luminosas: «Vuela a casa, pequeña Momo, vuela a casa».
Y eso fue lo último que Momo vio de Casiopea. Porque la tempestad de flores se acrecentó de modo indescriptible, se hizo tan potente, que levantó a Momo como si ella también fuera una flor, y la llevó afuera, más allá de los corredores tenebrosos, hacia la tierra y la gran ciudad. Volaba sobre los tejados y torres en una inmensa nube de flores que se hacía cada vez mayor.
Entonces la nube de flores se posó lenta y suavemente, y las flores caían sobre el mundo detenido como copos de nieve. Y, al igual que los copos de nieve, se fundían y se volvían invisibles para regresar allí donde debían estar: en el corazón de los hombres.
En el mismo momento comenzó de nuevo el tiempo, y todo volvió a moverse. Los coches corrían, los guardias de tráfico silbaban, las palomas volaban y el perrito hizo su pis junto al farol. Los hombres no se habían dado cuenta siquiera de que el mundo estuvo detenido una hora. Porque, efectivamente, no había pasado tiempo desde el final y el nuevo comienzo. Para ellos había transcurrido como un abrir y cerrar de ojos.
No obstante, había cambiado algo. De pronto, todo el mundo tenía tiempo de sobra. Claro que todo el mundo estaba muy contento por ello, pero nadie sabía que en realidad era su propio tiempo ahorrado, que volvía a él de modo maravilloso.
Cuando Momo volvió a darse cuenta de dónde estaba, vio que era la calle en la que antes había encontrado a Beppo. Y, efectivamente, ¡allí estaba! Estaba vuelto de espaldas a ella, apoyado en su escoba, y miraba pensativamente ante sí, como antes. De repente ya no tenía ninguna prisa, y no podía explicarse por qué se sentía tan consolado y lleno de esperanza.
«Puede ser», pensaba, «que ya he ahorrado las cien mil horas para rescatar a Momo».
Y, en este mismo momento, alguien tiró de la manga de su chaqueta, se volvió, y tuvo ante sí a Momo.
Probablemente no existan palabras para definir la felicidad de este reencuentro. Ambos reían y lloraban alternativamente y hablaban a la vez, sin decir más que tonterías, como ocurre cuando se está como ebrio de alegría. Se abrazaban una y otra vez y la gente que pasaba se paraba y se reía y lloraba con ellos, porque ahora, al fin y al cabo, tenían tiempo suficiente para ello.
Por fin, Beppo se puso la escoba al hombro, porque está claro que no pensaba trabajar más aquel día. Así que los dos atravesaron la ciudad, cogidos del brazo, hacia el anfiteatro. Y cada uno tenía infinidad de cosas que contarle al otro.
En la gran ciudad se veía lo que hacía tiempo que ya no se había visto: los niños jugaban en medio de la calle, y los automovilistas, que tenían que parar, los miraban sonriendo o se apeaban para jugar con ellos. Por todos lados había corrillos de personas que charlaban amigablemente y se informaban largamente sobre el estado de salud de los demás. Quien iba al trabajo tenía tiempo para admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para dedicarse extensamente a sus enfermos. Los trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Todos podían dedicar a cualquier cosa todo el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a haberlo en cantidad.
Pero mucha gente no se ha enterado nunca de a quién se lo debía y qué ocurrió realmente durante aquel instante que les pareció que pasaba en un abrir y cerrar de ojos. La mayoría no lo habría creído. Sólo lo han sabido y creído los amigos de Momo.
Porque cuando la pequeña Momo y el viejo Beppo volvieron aquel día al anfiteatro ya estaban allí, esperándolos, todos: Gigi Cicerone, Paolo, Massimo, Blanco, la niña María y su hermanito Dedé, Claudio y todos los demás niños, Nino, el tabernero, con Liliana, su gorda mujer, y el bebé, Nicola, el albañil, y toda la gente de los alrededores que antes siempre había venido y a los que Momo había escuchado.
Entonces se celebró una fiesta tan divertida como sólo sabían celebrarla los amigos de Momo, y duró hasta que el cielo estuvo cubierto de estrellas.
Y cuando hubieron acabado el júbilo y los abrazos y los apretones de manos y las risas y los gritos, todos se sentaron en las gradas de piedra, cubiertas de hierba. Se hizo un gran silencio.
Momo se puso en el centro de la plazoleta circular. Pensaba en las voces de las estrellas y las flores horarias.
Y empezó a cantar con voz clara.
En la casa de Ninguna Parte, el maestro Hora a quien el tiempo devuelto había despertado de su primer y único sueño, estaba sentado en su sillón y miraba sonriente a Momo y sus amigos a través de sus gafas de visión total. Todavía estaba pálido, y parecía que acabara de sanar de una enfermedad grave. Pero sus ojos radiaban.
Entonces notó que algo le tocaba el pie. Se quitó las gafas y se inclinó. Ante él estaba la tortuga.
—Casiopea —dijo con ternura, mientras le rascaba el cuello—. Lo habéis hecho muy bien, las dos. Tienes que contármelo todo, porque esta vez no he visto nada.
«Más tarde», ponía en el caparazón. Entonces Casiopea estornudó.
—¿No me vas a decir que te has resfriado? —preguntó el maestro Hora, preocupado.
«¡Y tanto!», fue la respuesta de Casiopea.
—Habrá sido por el frío de los hombres grises —dijo el maestro Hora—. Puedo imaginarme que estés muy agotada y que primero quieras descansar. Retírate, pues.
«Gracias», ponía en el caparazón.
Casiopea fue arrastrándose hasta un rincón tranquilo y oscuro. Recogió dentro de su caparazón la cabeza y las cuatro extremidades, y en su espalda aparecieron, sólo visibles para quien ha leído esta historia, las letras:
«ENDE»
P
uede que alguno de mis lectores tenga ahora muchas preguntas preparadas. Pero temo no poder ayudarle. He de confesar que escribí toda esta historia de memoria, tal como me fue contada. Personalmente no he conocido a Momo ni a ninguno de sus amigos. No sé qué ha sido de ellos ni qué hacen hoy. En lo que se refiere a la gran ciudad, no puedo hacer más que suposiciones.
Lo único que puedo añadir es lo siguiente:
Estaba en un largo viaje (todavía lo estoy) cuando pasé una noche en el compartimento del tren con un pasajero curioso. Era curioso porque me resultaba totalmente imposible determinar su edad. Al principio creí estar sentado frente a un anciano, pero pronto vi que debía haberme equivocado, porque mi compañero de viaje parecía muy joven. Pero también esa impresión resultó ser un error.
Lo cierto es que durante el largo recorrido nocturno me contó toda esta historia.
Cuando hubo terminado, los dos callamos un rato. Entonces, el enigmático pasajero añadió todavía una frase que no puedo escatimarle al lector.
—Le he contado todo esto —dijo—, como si ya hubiera ocurrido. También hubiera podido contarlo como si fuera a ocurrir en el futuro. Para mí, no hay demasiada diferencia.
Supongo que se apeó del tren a la parada siguiente, porque al cabo de un rato me di cuenta de que estaba solo en el compartimento. Por desgracia, no me he vuelto a encontrar nunca más con el narrador.
Pero si algún día, por casualidad, vuelvo a encontrármelo, pienso hacerle muchas preguntas.
MICHAEL ENDE, nacido en Garmisch-Partenkirchen (Alemania) el 12 de noviembre de 1929, ha sido uno de los escritores más importantes de literatura juvenil del siglo XX. Su padre, Edgar Ende, era un reconocido pintor surrealista prohibido por el partido Nazi. La obra de su padre, así como el barrio de Munich donde se crió, lleno de pintores y otros artistas, determinó el rico estilo que más tarde desarrollaría.
Desertó del ejército nazi y luchó en un grupo antifascista durante la Segunda Guerra Mundial. Tras la guerra, pese a querer ser dramaturgo, Ende acaba estudiando arte dramático en Munich.
Comenzó a escribir relatos de corte infantil y juvenil a principios de los años 50. Trabajó como actor, guionista de espectáculos de cabaret y como escritor de críticas cinematográficas.
El éxito le llega con
Jim Botón y Lucas el maquinista
(1960), una novela fantástica que le mereció el Premio de Literatura Infantil de Alemania del año.Posteriormente Ende se muda a Genzano a las afueras de Roma, donde escribe obras como
Momo
(1973), ganadora del Premio de Literatura Juvenil en Alemania, y que supone un espaldarazo para su carrera. En 1982 publica
La historia interminable
, una obra también juvenil que supera todas las expectativas editoriales y se traduce a más de cuarenta idiomas.Es uno de los escritores alemanes de más éxito, y cuenta con un público lector que abarca todas las edades. Ha escrito cuentos, novelas, poesía y teatro.
Muchas de sus obras han merecido importantes galardones, tanto en su país como a nivel internacional. Entre ellos destacan el Janusz Korczak, el Lorenzo il Magnifico y el Premio al Mejor Libro Juvenil Alemán. Sus libros
Momo
y
La historia interminable
han sido llevados al cine.Sus obras se han traducido a más de treinta lenguas y el conjunto de su producción literaria suma una cantidad de más de cinco millones de ejemplares.
Michael Ende murió en Stuttgart (Alemania) el 28 de agosto en 1995.