Read Monstruos invisibles Online

Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (7 page)

BOOK: Monstruos invisibles
13.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Otras veces llevábamos zapatos de tacón alto y fingíamos que nos dábamos patadas en la boca, peleándonos por un chico que nos gustaba a las dos. Algunas tardes nos confesábamos la una a la otra que éramos vampiros.

—Sí —decía yo—. Mis padres también me maltrataban.

Tenías que engatusar al público.

Evie se enredaba los dedos en el pelo y decía:

—Me voy a hacer un agujero en el perineo. Es la franja que está entre el ano y la vagina.

Yo me desplomaba en la cama, en el centro del escenario, me abrazaba a la almohada y levantaba la vista hacia la negra maraña de tubos y aspersores, intentando imaginar que era el techo de un dormitorio de verdad.

—No es que me pegasen o me hiciesen beber sangre satánica. Solo que querían más a mi hermano porque era deforme.

Y Evie se acercaba hasta el centro del escenario para eclipsarme.

—¿Tenías un hermano deforme? —preguntaba Evie.

Alguien del público tosía. A veces la luz se reflejaba en un reloj de muñeca.

—Sí, era bastante deforme, aunque para nada en plan sexy. Pero la historia tiene un final feliz. Ahora está muerto.

Y Evie preguntaba, con auténtica intensidad:

—¿Qué deformidad tenía? ¿Era tu único hermano? ¿Mayor o menor?

Yo saltaba de la cama y me sacudía el pelo.

—Lo siento. Me resulta muy doloroso.

—No, de verdad —decía Evie—. Lo digo en serio.

—Era un par de años mayor que yo. Le explotó un aerosol en la cara, y te aseguro que mis padres se olvidaron por completo de que tenían otra hija. —Me secaba los ojos con el borde de la almohada y me dirigía al público—: Y yo tenía que esforzarme muchísimo para ganarme el cariño de mis padres.

Evie miraba al vacío y decía:

—¡Qué mierda! ¡Qué mierda!

Y su interpretación era tan veraz que se me comía por completo.

—Sí —decía yo—. Él no tenía necesidad de trabajárselo. Para él era muy fácil. Le bastaba con estar quemado y lleno de cicatrices para acaparar toda la atención.

Evie se me acercaba y decía:

—¿Y dónde está tu hermano ahora? ¿Lo sabes?

—Muerto —decía yo, y me volvía hacia el público—. Murió de sida.

Y Evie decía:

—¿Por qué estás tan segura?

Y yo decía:

—¡Evie!

—No, en serio. Te estoy pidiendo una razón.

—No se hacen bromas con el sida.

Y Evie decía:

—Eso es casi imposible.

Y así es como la trama se desboca. Con todos los vendedores ávidos de un drama real; aunque a mí me parece que Evie está haciendo relleno.

—¿De verdad lo viste morir? —dice Evie—. ¿En serio? ¿O lo viste muerto? Dentro de un ataúd, ya sabes, y con música. ¿O has visto su certificado de defunción?

Todo el mundo nos observa.

—Completamente muerto.

Y Evie dice:

—¿Dónde?

—Esto es muy doloroso —digo, y cruzo el escenario en dirección a la sala de estar.

Evie viene detrás de mí, diciendo:

—¿Dónde?

Todo el mundo nos observa.

—En el hospicio.

—¿En qué hospicio?

Sigo cruzando el escenario hasta la siguiente sala de estar, el siguiente dormitorio, el siguiente estudio, el siguiente despacho, con Evie pisándome los talones y el público vacilante a nuestro alrededor.

—Ya sabes lo que pasa con estas cosas —digo—. Cuando dejas de ver a un homosexual durante mucho tiempo, es fácil suponerlo.

Y Evie dice:

—Entonces, ¿en realidad no sabes si está muerto?

Corremos por el siguiente dormitorio, la sala de estar, el comedor, la sala de juegos, y digo:

—Es el sida, Evie. Te vas apagando.

Y entonces Evie se detiene de repente y dice:

—¿Por qué?

Y el público me abandona, dispersándose en mil direcciones.

Porque lo que de verdad, de verdad, de verdad quiero es que mi hermano esté muerto. Porque mis padres quieren que esté muerto. Porque la vida es mucho más fácil si está muerto. Porque de esta manera, yo soy hija única. Porque ahora me toca a mí, joder. Me toca a mí.

Y la multitud se dispersa, y nos deja a las dos solas con las cámaras de seguridad vigilándonos, en lugar de Dios mirándonos para sorprendernos mientras follamos.

—¿Por qué te interesa tanto todo esto? —pregunto.

Pero Evie ya se está alejando de mí, dejándome sola, diciendo:

—Por nada. —Perdida en su propio circuito cerrado. Lamiéndose el ano, Evie dice—: No tiene importancia. Olvídalo.

6

En el planeta Brandy Alexander, el universo se rige por un sistema de dioses y diosas bastante complicado. Unos son malos. Otros son la bondad absoluta. Marilyn Monroe, por ejemplo. Luego están Nancy Reagan y Wallis Warfield Simpson. Algunos de estos dioses y diosas están muertos. Otros están vivos. Muchísimos son cirujanos plásticos.

El sistema cambia. Los dioses y las diosas van y vienen y juegan a la pídola para cambiar de estatus.

Abraham Lincoln está en su cielo para convertir nuestro coche en una burbuja flotante de aire con olor a coche nuevo, que se desliza suave como una octavilla. Estos días, Brandy dice que Marlene Dietrich es la encargada del tiempo. Estamos en el otoño de nuestro desencanto. Circulamos por la Interestatal 5 bajo cielos grisáceos, en un Lincoln azul alquilado. Seth va al volante. Así es como nos sentamos siempre: Brandy delante y yo detrás. Tres horas de belleza escénica entre Vancouver, en la Columbia Británica, y Seattle es lo que el camino ofrece. El asfalto y la combustión interna nos transportan con el Lincoln hacia el sur.

Viajar así es como ver el mundo por televisión. Las ventanillas electrónicas están completamente cerradas, de tal modo que en el planeta Brandy Alexander el ambiente es cálido, quieto, azul y silencioso. Hace treinta y cinco grados de temperatura, y el mundo exterior, con sus árboles y sus rocas, se desliza en miniatura tras los cristales convexos. Vivir vía satélite. Somos el pequeño universo de Brandy Alexander, que pasa a toda velocidad dejándolo todo atrás.

Conduciendo, conduciendo, Seth dice:

—¿Habéis pensado alguna vez que la vida es una metáfora de la televisión?

La regla es que mientras Seth conduce no se enciende la radio. Pero en ese momento está sonando una canción de Dionne Warwick, y Seth empieza a llorar de un modo increíble, a soltar enormes lagrimones de Diane, a estremecerse con grandes sollozos de Progevera. Si Dionne Warwick cantase una canción de Burt Bacharach, tendríamos que parar, pues de lo contrario nos estrellaríamos con total seguridad.

Las lágrimas, cómo la cara rechoncha de Seth perdía las sombras cinceladas que normalmente se le formaban bajo las cejas y los pómulos, cómo la mano se deslizaba para pellizcarse el pezón a través de la camisa y la mandíbula se descolgaba, y ponía los ojos en blanco, todo era por las hormonas. Los estrógenos, el Premarin, el estradiol, el etinilo de estradiol, todos se abrieron camino con un trago de Coca-Cola light. Claro que el riesgo hepático es alto teniendo en cuenta su nivel de sobredosis diaria. Ya podría tener insuficiencia hepática o cáncer o coágulos de sangre, o trombosis, pero yo estoy dispuesta a no dejar pasar la oportunidad. Claro que todo es por pura diversión. Ver cómo le crecen los pechos. Ver cómo su arrogancia de niño-imán se convierte en grasa y verlo a él durmiendo la siesta por la tarde. Todo eso es fantástico, pero si estuviese muerto yo me sentiría libre para interesarme por otros asuntos.

Conduciendo, conduciendo, Seth dice:

—¿No creéis que en cierto modo la televisión nos convierte en Dios?

Esta reflexión es nueva. Se le ha aclarado la barba. Seguro que los antiandrógenos le inhiben la testosterona. Se olvida de la retención de líquidos. Del mal humor. Una lágrima se desliza desde un ojo por el retrovisor y resbala por su cara.

—¿Es que soy el único que se preocupa por estas cosas? —dice—. ¿Es que soy el único en este coche que siente algo real?

Brandy está leyendo una novelucha. Normalmente, Brandy lee folletos de cirugía plástica, impresos en papel satinado, sobre vaginas completas, con fotos en color que muestran la manera exacta de alinear la uretra para que la orina descienda como es debido. Otras fotos muestran cómo un clítoris de calidad debe tener forma de capucha. Son vaginas de cinco, diez y veinte mil dólares, mejores que las de verdad, y Brandy mira las fotos casi todos los días.

Pasemos a tres semanas antes, cuando estábamos en una casa enorme en Spokane, en Washington. Nos encontrábamos en un castillo de granito de South Hill, y Spokane se extendía bajo las ventanas del cuarto de baño. Yo estaba sacando el Oxycontin de su frasco marrón y metiéndolo en mi neceser. Brandy Alexander estaba buscando una lima limpia debajo del lavabo cuando encontró esta novela.

Ahora todos los demás dioses y diosas han quedado eclipsados por una nueva deidad.

Volvamos a Seth mirándome los pechos por el retrovisor.

—La televisión nos convierte en Dios —dice.

Dame tolerancia.

Flash.

Dame comprensión.

Flash.

Aunque llevamos ya varias semanas viajando juntos, los espléndidos y vulnerables ojos azules de Seth siguen sin cruzarse con los míos. Puede obviar estas ingeniosas reflexiones. Ya se le nota en los ojos el efecto de las pastillas, la córnea se le abomba tanto que no puede ponerse las lentillas. Debe de ser por los estrógenos que se bebe todas las mañanas con el zumo de naranja. Puede obviar todo eso.

Debe de ser por el Androcur que hay en su té helado a la hora de comer, aunque nunca se dará cuenta. Nunca me pillará.

Brandy Alexander, con los pies enfundados en unos calcetines de nailon y apoyados en el salpicadero, la reina suprema, sigue leyendo su novela.

—En las series dramáticas diurnas —me dice Seth—, es imposible fijarse en nadie. En cada canal hay una vida distinta, y las vidas cambian cada hora. Pasa lo mismo con esos vídeos en directo que se ven en las páginas web. Puedes ver lo que ocurre en el mundo entero sin que nadie se entere.

Brandy lleva tres semanas leyendo el mismo libro.

—La televisión te permite espiar hasta en los aspectos más sexy de las vidas de la gente —dice Seth—. ¿No te parece interesante?

Tal vez, pero solo cuando llevas encima 500 miligramos de progesterona micronizada todos los días.

Varios minutos de escenografía transcurren al otro lado de la ventanilla. Tan solo algunas montañas, antiguos volcanes apagados, las cosas que se ven al aire libre. Esas cosas intemporales y propias de la naturaleza. Materias primas en estado puro. Sin refinar. Ríos contaminados. Montañas en mal estado de conservación. Suciedad. Plantas que crecen entre la basura. Condiciones climáticas.

—Y si de verdad crees que tienes libre albedrío, entonces sabes que en realidad Dios no puede controlarnos —dice Seth. Seth aparta las manos del volante y las mueve para ilustrar este punto—. Y como Dios no puede controlarnos, se limita a observar y a cambiar de canal cuando se aburre.

En algún lugar del cielo, vives en un vídeo proyectado en una página web para que Dios practique el surfing.

Brandycámara.

Brandy, descalza, se humedece el dedo índice con la lengua y pasa la página despacio.

Pasan zumbando antiguos petroglifos aborígenes y basura.

—Lo que quiero decir —insiste Seth— es que es posible que la televisión te convierta en Dios. Y podría ser que no seamos más que la televisión de Dios.

Por el arcén de gravilla, un alce o algo así camina con dificultad.

—O Santa Claus —dice Brandy desde detrás de su libro—. Santa Claus lo ve todo.

—Santa Claus no es más que una leyenda —dice Seth—. Es solo un eslabón hacia Dios. Santa Claus no existe.

Pasemos a la caza de drogas en Spokane, hace tres semanas, cuando Brandy Alexander se tumbó a leer en el dormitorio de la dueña de la casa. Yo me llevé treinta y dos Nembutales. Treinta y dos Nembutales fueron a parar a mi bolso. Yo no me como la mercancía. Brandy seguía leyendo. Me probé todos los pintalabios en la mano, mientras Brandy seguía recostada sobre tropecientos almohadones de encaje en el centro de una descomunal cama de agua. Leyendo.

Me guardo en el bolso un envase de estradiol caducado y un lápiz de labios azul Plumbago. La mujer de la inmobiliaria pregunta desde las escaleras si todo va bien.

Pasemos a la Interestatal 5, cuando pasamos junto a un cartel.

Comida limpia y precios familiares en el Karver Stage Stop Café.

Pasemos al nada de Arándano Incandescente ni Rosa Oxidado ni Sueños Berenjena en Spokane.

La mujer de la inmobiliaria dice que no quiere meternos prisa, que si queremos preguntarle algo. ¿Tenemos alguna duda?

Asomo la cabeza en el dormitorio y veo que sobre el edredón blanco de la cama está leyendo una Brandy Alexander casi tan muerta como viva.

Ah, dobladillos de satén lila cubiertos de cuentas de arroz perladas.

Ah, cachemir color ámbar con ribetes color topacio.

Ah, resbaladiza torera de visón de granja.

Teníamos que marcharnos.

Brandy se aferraba al libro abierto y apoyado sobre sus tetas como torpedos. La cara Rosa Oxidado enmarcada por el pelo caoba y los falsos almohadones de encaje, los ojos color berenjena con la mirada dilatada por una sobredosis de Thorazine.

Lo primero que quiero saber es qué droga se ha tomado.

En la cubierta del libro se ve a una rubia muy guapa. Flaca como un espagueti. Con una linda sonrisa. El pelo de la chica es una foto tomada por satélite del huracán Blonde arrasando la Costa Oeste de su rostro. La cara es la de una diosa griega, con largas pestañas, grandes ojos perfilados como los de Betty, Veronica y todas las demás chicas Archie de Riverdale High. Lleva perlas en los brazos y en el cuello. Aquí y allá brillan lo que podrían ser diamantes.

En la cubierta del libro pone
Miss Rona
.

Brandy Alexander, que con sus sandalias de cintas estaba poniendo perdido el edredón blanco de la cama de agua, dice:

—He descubierto quién es el Dios auténtico.

La mujer de la inmobiliaria se quedó diez segundos fuera.

Pasemos a las maravillas de la naturaleza que pasan borrosas ante nuestros ojos: conejos, ardillas y profundas cascadas. Eso es lo peor. Las ardillas de tierra cavan madrigueras subterráneas. Los pájaros anidan en sus nidos.

—La princesa B. A. es Dios —me dice Seth por el retrovisor.

BOOK: Monstruos invisibles
13.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The River House by Margaret Leroy
Primal Obsession by Vaughan, Susan
Sealed in Sin by Juliette Cross
Snowfall on Haven Point by RaeAnne Thayne
Nine Lives by Sharon Sala
The Makeover Mission by Mary Buckham