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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (8 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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Pasemos a cuando la mujer de la inmobiliaria de Spokane nos llamó desde las escaleras. Los propietarios del castillo de granito estaban llegando a la casa.

Brandy Alexander, con los ojos dilatados, sin respirar apenas en la cama de agua, dice:

—Rona Barrett. Rona Barrett es mi nuevo Ser Supremo.

Pasemos a Brandy en el Lincoln, diciendo:

—Rona Barrett es Dios.

A nuestro alrededor, la erosión y los insectos se comen el mundo, sin importarles ni la gente ni la contaminación. Todo se degrada biológicamente sin necesidad de nuestra intervención. Compruebo si llevo en el bolso suficiente Aldactone para el aperitivo vespertino de Seth. Pasamos junto a otro cartel:

Delicioso Salvado Mágico: Llévate algo bueno a la boca.

—En su autobiografía —comenta Brandy Alexander—, en el
Miss Rona
publicado por Bantam Books tras llegar a un acuerdo con la Nash Publishing Corporation de Sunset Boulevard en Los Ángeles. . . —Brandy respira hondo el aire con olor a coche nuevo—, copyright de mil novecientos setenta y cuatro, Miss Rona nos cuenta cómo empezó siendo una niña gorda y judía de Queens, con una nariz enorme y una extraña enfermedad muscular.

Brandy dice:

—Y esta morena gordita se recrea a sí misma hasta convertirse en una famosísima superestrella rubia, a quien un top sex symbol le suplica que le deje meterle el pene aunque solo sea un centímetro.

No tenemos lengua materna.

Otro cartel:

El próximo domingo, deguste la leche helada de Tooter’s.

—¡Lo que ha pasado esta pobre mujer! —se admira Brandy—. Aquí, en la página ciento veinticinco, casi se ahoga en su propia sangre. Rona acaba de operarse la nariz. Solo gana cincuenta pavos, pero ahorra lo suficiente para pagarse una operación de mil dólares. Ese es su primer milagro. El caso es que Rona está en el hospital, después de la operación, con la cabeza vendada como una momia, cuando un amigo viene y le dice que en Hollywood todos comentan que es lesbiana. ¡Miss Rona lesbiana! Eso no es verdad; para nada. La mujer es una diosa, y por eso se pone a gritar y a gritar hasta que casi le estalla una arteria en la garganta.

—Aleluya —dice Seth, otra vez ahogado en lágrimas.

—Y aquí —dice Brandy, mojándose el dedo índice y pasando unas cuantas páginas—, en la página doscientas veintidós, Rona vuelve a ser rechazada por su siniestro novio de once años. Lleva semanas tosiendo, se toma un puñado de pastillas y la encuentran casi en coma y agonizando. Incluso el conductor. . .

—Ruégale a Dios —dice Seth.

Distintas variedades de plantas autóctonas crecen exactamente donde se les antoja.

—Seth, cariño —dice Brandy—. No me interrumpas. —Dicen sus labios Plumbago—: Incluso el conductor de la ambulancia piensa que nuestra Miss Rona no llegará al hospital con vida.

Nubes cargadas de vapor de aire cuelgan en el cielo.

Brandy dice:

—Ahora, Seth.

Y Seth dice:

—¡Aleluya!

Las margaritas silvestres y las castillejas que pasan zumbando no son más que los genitales de una forma de vida distinta.

Y Seth dice:

—¿Qué estás diciendo?

—En
Miss Rona
, copyright de mil novecientos setenta y cuatro, Rona Barrett, que a los nueve años ya tenía unas tetas enormes y quería cortárselas con tijeras, cuenta en el prólogo que es como un animal abierto en canal, con los órganos vitales al descubierto: el hígado y el intestino grueso. Todo latiendo y chorreando. De todos modos, está dispuesta a esperar hasta que alguien la cosa, pero sabe que nadie lo hará. Tiene que coger aguja e hilo y coserse ella sola.

—¡Qué burdo! —dice Seth.

—Miss Rona dice que nada es burdo —dice Brandy—. Miss Rona dice que el único modo de encontrar la verdadera felicidad es arriesgarse a que te abran de arriba abajo.

Bandadas de ensimismados pájaros parecen obsesionados por encontrar comida y atraparla con sus picos.

Brandy mueve el retrovisor hasta que me ve reflejada y dice:

—¿Bubba-Joan, cielo?

Es evidente que los pájaros autóctonos tienen que construir sus propios nidos con los materiales disponibles. Los palitos y las hojas aparecen como amontonados.

—Bubba-Joan —dice Brandy Alexander—. ¿Por qué no nos cuentas una historia?

Seth dice:

—¿Os acordáis de cuando estuvimos en Missoula y la princesa estaba tan hecha polvo que se comió los supositorios de Nebalino envueltos en papel metálico creyendo que eran Almond Roca? Háblanos de tus visitas al hospital semiinconsciente y casi sin vida.

Los pinos tienen piñas. Ardillas y mamíferos de todos los sexos se pasan el día intentando follar. O pariendo. O comiéndose a sus crías.

Brandy dice:

—¿Seth, cielo?

—Sí, mamá.

Lo que pasa por bulimia es en realidad el modo en que las águilas alimentan a sus polluelos.

Brandy dice:

—¿Por qué tienes que seducir a todo bicho viviente con el que te cruzas?

Otro cartel:

Nubby’s es la barbacoa perfecta para saborear unas deliciosas alitas de pollo.

Otro cartel:

Delicias lácteas: chicle aromatizado con auténtico queso bajo en grasas.

Seth suelta una risita. Seth se sonroja y se retuerce un mechón de pelo con un dedo. Dice:

—Me haces parecer un obseso sexual.

Gracias. A su lado me siento hombruna.

—Cariño —dice Brandy—. No te acuerdas ni de la mitad de la gente con quien has estado. Espero poder olvidarlo.

Seth les dice a mis pechos por el retrovisor:

—La única razón por la que preguntamos a la gente qué tal le ha ido el fin de semana es para poder contar cómo nos ha ido el nuestro.

Supongo que con unos cuantos días más de progesterona micronizada a Seth le estallarán esas tetas tan bonitas. Entre los efectos secundarios que debo observar figuran: náuseas, vómitos, ictericia, migrañas, calambres abdominales y mareos. Uno se esfuerza por recordar los niveles de toxicidad exactos, pero para qué molestarse.

Pasamos junto a un cartel que dice: Seattle a 200 km.

—Venga, vamos a ver esas tripas brillantes y temblorosas, Bubba-Joan. Cuéntanos una cruda experiencia personal —ordena Brandy Alexander, diosa y madre de todos nosotros.

Ella dice:

—Ábrete en canal. Y vuelve a cerrarte. —Y me pasa un taco de recetas y un lápiz de ojos Sueños Berenjena.

7

Volvamos al último día de Acción de Gracias, antes de mi accidente, cuando fui a casa para cenar con mis padres. Eso era cuando aún tenía cara y podía ingerir alimentos sólidos. En la mesa del comedor, cubriéndola por completo, hay un mantel que no conozco, muy bonito, de damasco azul oscuro, con el borde de encaje. No esperaba que mi madre comprase una cosa así, de manera que le pregunto si se lo han regalado.

Mamá está poniendo la mesa y desdoblando las servilletas de damasco azul, mientras el vapor se interpone entre nosotros: ella, yo y mi padre. El ñame bajo su capa de caramelo. El pavo tostado. Los panecillos en una cestita acolchada y cosida en forma de gallina. Para sacar uno hay que levantar las alas. Hay una bandeja de cristal tallado con pepinillos dulces y ajo relleno de mantequilla de cacahuete.

—¿Si me han regalado qué? —dice mi madre.

El mantel nuevo. Es realmente bonito.

Mi padre suspira y clava un cuchillo en el pavo.

—Al principio no iba a ser un mantel —dice mi madre—. Tu padre y yo metimos la pata en nuestro proyecto original.

El cuchillo se mueve adelante y atrás, y mi padre se dispone a despiezar nuestra cena.

Mi madre dice:

—¿Sabes lo que es el tapiz del sida?

Pasemos a lo mucho que yo odio a mi hermano en ese momento.

—Compré esta tela porque me pareció bonita para hacerle un tapiz a Shane —dice mi madre—. Pero tuvimos problemas para coserla.

Dame amnesia.

Flash.

Dame unos padres nuevos.

Flash.

—Tu madre no quiere ofender a nadie —dice papá. Retuerce un muslo y sirve la carne en un plato.

—Hay que ser muy prudente con las cosas de los homosexuales, porque todo significa algo en su código secreto. Quiero decir que no queremos que nadie se haga una idea equivocada.

Mi madre se inclina para servirme un poco de ñame y dice:

—Tu padre quería ponerle un dobladillo negro, pero el negro sobre el azul significa que a Shane le excitaba el sexo con cuero, ya sabes, esclavitud y sumisión, sadismo y masoquismo. Estos tapices sirven para ayudar a los que nos quedamos.

—Cuando vengan personas desconocidas, verán el nombre de Shane —explica mi padre—. No queríamos que pensaran cosas raras.

Los platos comienzan su lenta marcha alrededor de la mesa, en el sentido de las agujas del reloj. El relleno. Las aceitunas. La salsa de arándanos.

—Yo quería triángulos de color rosa, pero todos los tapices llevan triángulos de color rosa —dice mi madre—. Es el símbolo de los homosexuales nazis. Tu padre propuso que pusiéramos triángulos negros, pero eso significaría que Shane era lesbiana. Parecen un pubis femenino. Los triángulos negros.

Mi padre dice:

—Yo quería un dobladillo rojo, pero eso significa meter el puño. El marrón significa heces o lamer el ano, no estamos seguros.

—El amarillo —dice mi padre— alude al uso de la orina como parte del juego sexual.

—Un tono de azul más claro —dice mi madre— significa sexo oral.

—El blanco —dice mi padre— significa sexo anal. También podría significar que a Shane le excitaba la ropa interior masculina. No lo recuerdo exactamente.

Mi padre me pasa la cestita con los panecillos calientes.

Parece que vamos a cenar con el fantasma de Shane sentado a la mesa.

—Al final nos dimos por vencidos —dice mi madre—, y decidí usar la tela para hacer un mantel.

Entre los ñames y el relleno, mi padre dice mirando a su plato:

—¿Sabías lo de lamer el ano?

Sé que no es una conversación para tener en la mesa.

—¿Y lo del puño?

Digo que sí. No menciono a Manus y su afición a las revistas porno.

Y allí estamos los tres sentados, en torno al mantel azul y al pavo, que parece más que nunca un animal asado y muerto, en torno al relleno hecho con órganos aún reconocibles, el corazón, la molleja y el hígado, en torno a la salsa espesada con grasa y sangre. El centro de flores podría ser una urna.

—¿Me pasas la mantequilla? —dice mi madre. Y luego le pregunta a mi padre—: ¿Sabes lo que es trincar?

Esto es demasiado. Shane está muerto, pero es el centro de atención; más que nunca. Mis padres me preguntan por qué nunca voy a casa, y es por eso. Por esa repugnante conversación sobre sexo en la cena de Acción de Gracias. No puedo soportarlo. Que si Shane por aquí, que si Shane por allá. Es triste, pero yo no tuve la culpa de lo que le pasó a Shane. Lo cierto es que Shane destruyó esta familia. Shane era malo y mezquino, y está muerto. Yo soy buena y obediente, y se me desprecia.

Silencio.

Lo que ocurrió es que yo tenía catorce años. Alguien, por error, tiró un aerosol a la basura. Era Shane quien se encargaba de quemar la basura. Él tenía quince años. Estaba echando la basura de la cocina a la incineradora mientras ardía la basura del cuarto de baño, y el aerosol explotó. Fue un accidente.

Silencio.

De lo que yo quería que hablasen mis padres era de mí. Me gustaría contarles que Evie y yo estábamos rodando un nuevo publirreportaje. Que mi carrera como modelo empezaba a despegar. Quería hablarles de mi nuevo novio, de Manus; pero nada. Da lo mismo que sea bueno o que sea malo, que esté vivo o que esté muerto, Shane sigue acaparando toda la atención. Lo que me produce es rabia.

—Escuchad —les digo. Me sale de repente—. Yo soy la única hija que os queda con vida, y deberíais prestarme un poco más de atención.

Silencio.

—Trincar —continúo, bajando la voz. Ya más tranquila—. Trincar es cuando un hombre te la mete por el culo sin condón. Se vacía dentro y luego te mete la lengua en el ano para chupar su propio esperma, además del lubricante y de las heces que pueda haber. Eso es trincar. A veces también te besa para pasarte el esperma y la materia fecal a la boca.

Silencio.

Dame control. Dame calma. Dame compostura.

Flash.

El ñame está justo como a mí me gusta, dulce y crujiente. El relleno está un poco seco. Le paso la mantequilla a mi madre.

Mi padre carraspea y dice:

—Creo que tu madre quería decir trinchar. Cortar el pavo en lonchas muy finas.

Silencio.

—Ah, lo siento —digo.

Comemos.

8

No esperéis que les diga a mis padres lo del accidente. Que ponga una conferencia y cuente entre sollozos lo de la bala y el hospital. No iríamos a ninguna parte. En cuanto estuve en condiciones de escribirles una carta, les dije que me iba a trabajar para Espre en Cancún.

Seis meses de diversión, arena y yo intentando chupar el limón del largo cuello de las botellas de cerveza mexicana. A los chicos les encanta que las chicas hagan eso. Se ponen estupendos. Los chicos.

Mi madre me escribe diciendo que le encanta la ropa de Espre. Dice que cuando salga en el catálogo de Espre a lo mejor le puedo conseguir un descuento para su pedido de Navidad.

Lo siento, mamá. Lo siento, Dios.

Vuelve a escribir: «Bueno, ponte guapa para nosotros. Besos y abrazos».

Casi siempre resulta muchísimo más fácil que el mundo no se entere de lo que está mal. Mis padres me llaman Bola. Yo era la bola que estuvo nueve meses en el vientre de mi madre; me llamaban Bola ya antes de nacer. Viven a dos horas en coche, pero nunca voy a verlos. Lo que quiero decir es que no tienen por qué saber hasta el último detalle.

En una de las cartas, mi madre dice:

«En el caso de tu hermano, al menos sabemos si está vivo o muerto».

Mi hermano muerto, el rey de los maricones. El mejor en todo. El rey del baloncesto hasta que cumplió los dieciséis años, cuando su infección de garganta se convirtió en gonorrea. Solo sé que yo lo odiaba.

«No es que no te queramos, solo que no lo demostramos», dice mi madre en una de sus cartas.

Además, la histeria solo es posible cuando tienes público. Todos sabemos lo que tenemos que hacer para conservar la vida. La gente no hace más que joderte cuando reacciona como si todo lo que pasa fuera horrible. Primero los que esperaban en urgencias y te cedían el turno. Luego la monja franciscana gritando. Luego la policía con batas de hospital.

BOOK: Monstruos invisibles
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