«Deja que el mono se las arregle por sí mismo», pensaba yo al lado de Silvestre, mientras lo observaba tirando de la correa con todas sus fuerzas, obviamente indignado por tenerme tan cerca de sus garras y no poder estrangularme.
Yo me había posado en la barandilla: del lado de Solsticio, eso sí, por si el chimpancé llegaba a soltarse. Sabía que ella me protegería siempre que estuviera en su mano.
—No entiendo —se lamentaba Silvestre— por qué no han podido abrir la puerta principal.
—Ni tú ni nadie lo entiende, querido hermanito, pero ya ves. El castillo se niega a moverse. Y las ventanas también.
—Pero ¿por qué?
Solsticio meneó la cabeza.
—Y además —insistió Silvestre—, ¿de dónde sale toda el agua?
Entonces retumbó una voz a nuestra espalda.
—Hay atroces abismos insondables, muchacho, de los que no sabes nada y cuya existencia ni siquiera sospechas.
Era Pantalín, que había descendido desde la torre de sus experimentos, ofreciendo un ejemplo infrecuente de esa tradición llamada Pausa Para el Té. Alzó un dedo muy tieso y pareció dirigirse más bien a las alturas que a Silvestre o Solsticio.
—Y desde las profundidades de esas cámaras ocultas surgen toda clase de cosas. Existen, por ejemplo, corrientes subterráneas de agua, ocultas e inexploradas, que discurren bajo la montaña sobre la que se asienta nuestro castillo. Fermín y yo hemos observado cómo desembocan esos cursos de agua, o ríos subterráneos, si así quieres llamarlos, en unas cuevas que hay cerca de la orilla del lago. Y así habrá ocurrido: alguno de esos ríos se habrá desviado de su curso y ahora busca el modo de desaguar en el lago a través de nuestro hogar.
»Es de ahí, mi querido y tembloroso muchacho, de donde procede el agua.
Silvestre tiró de la punta del largo gabán de su padre.
—Pero, padre, ¿por qué ha cerrado el castillo las puertas? Así lo único que consigue es que el agua se quede dentro.
—Eso, muchacho, no lo sé. Pero no temas, porque estoy atento al desarrollo de la situación. Por desastroso que resulte, voy a interrumpir temporalmente mis investigaciones sobre la capacidad generadora de truenos de la rana toro para centrarme avispadamente en este problema que acaba de presentarse. ¡Todo se arreglará!
—Bueno, ¿y qué hacemos? —preguntó Solsticio.
—¿Cómo? ¿Qué decías, muchacha, mi estimada primogénita?
—Que qué podemos hacer ahora, eso decía.
Pantalín se alzó de puntillas dos o tres centímetros, como si estuviera a punto de hacer un anuncio pasmoso, y luego descendió y volvió a apoyarse en los talones.
—Bueno —dijo, bajando la voz—. ¿Cómo? ¿Qué…? Es decir, ¿tú qué crees?
—¿Abrir las ventanas de los pisos superiores del castillo?
—¡Exacto! —saltó Pantalín—. ¡Exactamente! Venga, en marcha. ¡Manos a la obra!
Silvestre y Solsticio se pusieron de pie y, esquivando a las doncellas y lacayos que pasaban cargados con cuadros, alfombras y libros, corrieron a abrir las ventanas del primer piso.
Yo los seguí aleteando lentamente, pero cuando iba a entrar en la primera habitación, Solsticio ya estaba saliendo. Vi a Silvestre en la habitación de al lado forcejeando con una ventana y luego me tropecé otra vez con su hermana.
—¡No sirve de nada! —gritó. Salió corriendo por el pasillo y oí que gritaba pidiendo ayuda mientras hacía el intento con cada ventana que encontraba a su paso—. ¡No hay manera! ¡No se abren!
Se desataron más lamentos, más quejas y más conversaciones desesperadas. Todo el mundo intentaba en vano abrir alguna ventana de la primera planta.
—Un momento —dijo Solsticio—. ¿Y si rompemos una?
—¿Qué? —gritó Silvestre—. Me metería en un buen lío.
—¡No! —dijo ella—. Diré que te lo he dicho yo. Y cargaré con toda la culpa. ¡Venga, destroza esta misma!
Señaló una ventana con una vidriera decorativa desde la que se dominaba todo el valle.
—¡Fantástico! —exclamó Silvestre. Que le mandasen hacer trizas un cristal debía de figurar en los primeros puestos de su lista de deseos más ansiados. Así pues, con gran excitación, Silvestre arrancó una maza del puño de una armadura y lanzó un golpe tremendo contra la ventana.
Yo retrocedí instintivamente, y los demás agacharon un poco la cabeza, aguardando el ruido de cristales. Pero el estrépito no se produjo. La maza había rebotado en el cristal sin causarle el menor desperfecto.
Se hizo un silencio, una pausa de un instante.
—¡Prueba con otra! —le dijo Solsticio a su hermano.
El chico lo intentó con otra, también inútilmente.
Y de repente todos se pusieron a arrojar lo que tenían más a mano contra los cristales. Yo me lo tomé como una señal para mantenerme fuera del alcance de cualquier humano y me elevé hacia lo alto.
Bruscamente, como no habían conseguido hacerle siquiera un arañazo a los cristales, todos salieron corriendo y gritando.
—¡El castillo quiere matarnos!
—¡Estamos condenados a perecer ahogados!
—¡Condenados!
Esa clase de cosas.
En fin, seguí a Solsticio y Silvestre, que cruzaron a toda prisa el pasillo hasta donde estaba su padre. Éste aún permanecía con aire imperioso en los peldaños que subían de la galería.
—¿Y bien? —preguntó sin alterarse.
—¡No podemos, padre! —dijo Solsticio, jadeando—. Todas las ventanas están firmemente cerradas.
—¡Incluso hemos intentado destrozarlas! —gritó Silvestre con una sonrisa temeraria.
Pantalín le lanzó una mirada arqueando una ceja y empezó a encogerse de miedo, tal y como se debe en estas situaciones.