—Ya veo —dijo muy, muy despacio—. Ya. Veo. —Echó el mentón hacia adelante y, como lo tiene de un tamaño respetable, resultaba bastante impresionante. Paseó la mirada por los muros menguantes del hogar de sus antepasados y asintió levemente con la cabeza—. Bueno —susurró—. Así están las cosas, ¿no?
A nuestro alrededor todo era alboroto y confusión, pues ya había corrido la voz de que el castillo estaba sellado y la noticia pasaba a toda prisa de doncellas a lacayos y de mayordomos a pinches de cocina. Mi pico traqueteaba por su propia cuenta. Traté de inmovilizarlo, pero no lo conseguí. Un signo bien claro de nervios, aunque sabía que se acercaba mi hora. El deber me llamaba y yo respondería a esa llamada.
Me disponía ya a pasar a la acción cuando sonó un grito capaz de reventarle los tímpanos a cualquiera: un alarido de proporciones legendarias, un bramido que dejó casi sordos a todos los habitantes del castillo.
Dos docenas de pares de ojos se volvieron, buscando el origen de aquel sonido inaudito, y vieron a Lady Otramano en lo alto de la escalera, mirando el agua que cubría la planta baja. Estaba lívida; tenía los ojos como platos y sus labios aún temblaban del alarido. Alzó lenta, muy lentamente un brazo, y extendió poco a poco el dedo índice, tan despacio como en una pesadilla, para señalar lo que había visto.
Dos docenas de pares de ojos se volvieron hacia la superficie de nuestro lago interior. Y allí, deslizándose por el agua, y más contenta que unas pascuas, estaba aquella cosa:
la bestia de los colmillos
. Tenía el tamaño de un caballo y cabeza de serpiente, pero con muchísimos más dientes y con el cuerpo cubierto de escamas. Avanzaba moviendo sus cuatro rechonchas patas y agitando aquella cola malvada. Ahora que tenía la espantosa ocasión de verla por segunda vez, no me parecía sino la cola de un dragón.
Describió un par de círculos, como decidiendo a dónde dirigirse. No parecía consciente de los veintitrés humanos y del cuervo que lo miraban boquiabiertos (y con el pico dislocado) desde la posición relativamente segura de la galería.
Entonces, inesperadamente, el monstruo abrió las fauces y soltó el eructo más brutal que se ha oído jamás en el Reino de Dios.
Un instante después salió de su boca una cosa disparada y cayó seis metros más allá con un leve chapoteo que rasgó el silencio sepulcral que se había adueñado del castillo.
Un par de botas.
Permanecieron en la superficie durante apenas un suspiro y luego se fueron hundiendo y se perdieron de vista.
—¿Habéis visto a Alicia? —preguntó alguien, y entonces veintitrés pares de pies, dos pares de patas de mono y un par de alas volaron en busca de las escaleras y de los pisos altos del castillo para ponerse a salvo.
Pero a salvo… ¿durante cuánto tiempo?
Se dice que los Defriquis
practicaban las artes oscuras
como la nigromancia,
la taumaturgia y la
osteopatía. Los Otramano,
no; ya son de órdago
sin practicar.
E
l día fue largo y agotador. Una vez terminada la estampida a la segunda planta, después de que alguien observara que el monstruo no subía las escaleras serpenteando, y de que otro se preguntara en voz alta si estaría digiriendo a Alicia, y un tercero le dijera al segundo que se callara la boca, el aburrimiento empezó a apoderarse de todos.
Es sorprendente con qué rapidez se impone la monotonía al miedo mortal cuando llevas un par de horas esperando a ser devorado. Así pues, a la hora en la que debería haber tenido lugar el almuerzo, todo el mundo opinó que no estaría de más trasladar las cosas un poco más arriba, y todas las manos útiles del castillo se pusieron en movimiento de inmediato para hacer el traslado al siguiente piso.
Bueno, casi todas las manos. Con las notables ausencias de Lord Pantalín, Lady Otramano y Colegui. A nadie le gusta, de todos modos, que un mono ande manoseando sus cosas.
Fue más o menos a esa hora cuando alguien se acordó de la abuela Slivinkov, la madre de Mentolina, y enseguida enviaron a varios lacayos temblorosos con una silla de manos para que la rescataran de su guarida. Regresaron con ella a cuestas y empezaron a subir hacia las alturas del castillo para encontrarle un desván aún más alto que la buhardilla donde se pasa la vida.
Ofrecían un espectáculo digno de verse. Los cuatro lacayos sujetando la silla de manos, uno en cada esquina, y, encaramada allá arriba, la vieja Lady Slivinkov, una mujer apergaminada y de largo pelo gris, pero con unos ojos todavía capaces de fulminarte en un santiamén.
Pasaron de largo y yo me estremecí.
Luego regresó el aburrimiento.