El castillo no era un recipiente totalmente hermético, claro está, y salían chorros con una especie de silbido entre los marcos de las ventanas y las grietas de la pared. Pero si aquellos orificios dejaban salir algo de agua, el río subterráneo bombeaba aún más hacia el interior.
«¡Solsticio! —pensé enloquecido—. ¿Has sucumbido?»
Volé hasta el punto más alto del castillo y me posé como de costumbre en el alféizar de la ventana de Pantalín, de su laboratorio del Torreón Este. Atisbé a través del cristal y poco me faltó para venirme abajo del susto.
Dentro de aquella habitación redonda estaban todos los habitantes del castillo de Otramano. Todos. Y tan apretujados que apenas les quedaba sitio para respirar, no digamos para mantener una posición decorosa. A pesar de que el laboratorio no era grande, todos parecían querer apartarse lo máximo posible de la puerta, donde sonaban golpes y arañazos insistentes.
Se oían gritos en la habitación, un griterío tremendo para ser exactos, un concierto de chillidos y alaridos.
¡Allí estaba! El final de la dinastía de Otramano se aproximaba con la marea irresistible y el monstruo de los colmillos.
Aparte de las doncellas,
los maestros también
se renuevan continuamente
en el castillo. Esto provoca
frecuentes interrupciones
en la educación de los niños
que Lord Pantalín cubre
a base de lecciones
magistrales de
cosecha propia.
M
e puse a golpear frenéticamente con el pico el cristal de la ventana, cosa que provoca bastante ruido, te lo aseguro; pero con todo el jaleo que había en el laboratorio, no conseguía que nadie me oyera.
Los arañazos en la puerta, la única de toda la habitación, subieron de volumen, y yo ya me imaginaba a la fiera hambrienta y sedienta de sangre. En el interior del laboratorio identifiqué a Pantalín y Fermín, a Mentolina y Sartenes, a Solsticio (¡hurra!), a Silvestre y Colegui (vaya, habría que esperar a la próxima ocasión), todos espachurrados entre el servicio doméstico del castillo al completo, o al menos entre los que aún no habían sido devorados. La abuela Slivinkov permanecía sentada completamente inmóvil en lo alto de la silla de manos, que todavía sujetaban cuatro lacayos exhaustos. Pantalín gritaba a dos mozos y una doncella que estaban tirando sus artilugios al suelo mientras se subían corriendo a las mesas con la esperanza de salvarse así cuando llegara el momento.
Y ese momento parecía muy próximo, porque yo ya veía cómo se astillaba la madera de aquella puerta desvencijada. A cada crujido, los gritos y los berridos de desesperación se elevaban varios decibelios.
También contribuían al alboroto las ranas de Pantalín, porque la gente había pisoteado sus jaulas y ahora croaban y saltaban por todas partes, asustando mortalmente a criadas y doncellas, y desde luego sin dar el menor indicio de que su croar fuera a producir ningún fenómeno meteorológico, ni mucho menos un trueno o un relámpago. Sonó otro golpe en la puerta y entonces oí a Solsticio con toda claridad.
—¡Grito! —exclamó—. Está entrando agua por debajo de la puerta.
Aquello ya fue la locura. La habitación entera se convirtió en un manicomio durante cinco minutos, mientras yo aleteaba y daba saltos como un gato metido en una olla hirviendo. Pero no había forma, seguían sin verme. Hasta que alguien reparó en mí.
Colegui.
Se puso a chillar como una gaviota ansiosa de atención y todos se dieron la vuelta a la vez para ver qué había visto.
—¡Oh! —gritó Solsticio—. ¡Edgar!
—¡Déjalo en paz! —replicó Pantalín—. Tenemos otros problemas más serios entre manos.
—No me gustó demasiado que me considerase un «problema», pero supongo que básicamente tenía razón.
Solsticio, sin embargo, se abrió paso entre la multitud hasta la ventana y trató una vez más de abrirla, pero fue en vano. Me fijé en que el agua ya les llegaba al tobillo porque una rana miserable flotaba entre sus piernas mientras ella me hablaba junto al cristal.
—Edgar, ¡has vuelto! —Parecía muy contenta de verme—. Tengo que decirte una cosa; Edgar, perdóname. Me he portado mal contigo y no tenía por qué hacerlo. Ya sé que tú sólo querías ayudar. He sido mala contigo y lo siento mucho. —Pegó la cara contra el cristal. Tan cerca de mi pico y, sin embargo, tan lejos…—. Quería que lo supieras, antes… Bueno, ya me entiendes, antes de que la puerta se venga abajo.
Me habría echado a llorar, pero ni siquiera para eso quedaba tiempo, porque los golpes en la puerta se habían vuelto aún más atronadores. Afuera, en el estrecho pasillo, la fiera seguramente estaba de agua hasta las orejas y, aunque quizá pudiese nadar un rato, se ahogaría en cuanto el nivel llegara al techo también allí, en el punto más alto del castillo.
Impulsado por aquella combinación diabólica —entre el agua que lo acosaba por detrás y el atracón monumental que le esperaba delante—, el monstruo reanudó sus ataques contra la puerta del laboratorio. Y al fin, con un tremendo crujido de madera astillada, su cabeza se coló por un agujero abierto limpiamente a un palmo del suelo.
Voy a dejar que te imagines por ti mismo el follón casi inimaginable que armaron aquellas dos docenas de personas (más un mono pequeño pero muy ruidoso) al ver aparecer las fauces abiertas del monstruo a través del agujero, apenas a un metro de distancia.
Aquel bicho era verdaderamente abominable.