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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (15 page)

BOOK: Morir a los 27
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—Parece mentira que teniéndole a él tan cerca —dijo el músico, señalando la tumba del líder de los Doors— perdáis el tiempo conmigo.

—Es que él está muerto, amigo —le respondió un barbudo con aspecto resacoso—. Y los muertos no firman autógrafos.

17

My eyes have seen you

Al llegar al hotel de la place Vendóme donde estaban alojados, lo primero que hizo Winston, antes siquiera de subir a la habitación, fue enterarse por el conserje de si alguien conocía la historia del fantasma de la tumba de Jim Morrison. El hombre se limitó a poner cara
deje suis desolé
y a prometerle que intentaría averiguar el dato. John le preguntó entonces si tenía a mano algún periódico británico y el empleado le facilitó un par de ellos. El
Times
no hacía mención alguna a su entrada en la edad fatídica pero
The Independent
, en sus páginas de cultura, reproducía su fotografía al lado de los otros cinco grandes.
«Will he die?»
, se preguntaba el diario, al más puro estilo de los tabloides sensacionalistas.

Una hora más tarde, cuando la pareja bajó a la terraza del hotel para tomar el aperitivo, una señorita rubia de estatura inverosímil —debía de rondar el metro ochenta y cinco— enfundada en un traje sastre de rayas y que portaba un MacBook Air en la mano se presentó ante ellos como la relaciones públicas del hotel.

—Mi nombre es Janis —dijo con una sonrisa encantadora—. Creo que están interesados en esa leyenda del Pére-Lachaise, ¿no? Díganme cuándo es un buen momento para ustedes y yo, con mucho gusto, me encargaré de aclararles todas las preguntas que tengan al respecto.

John y Anita le comunicaron que aquél era un momento tan bueno como otro cualquiera para hablar del tema e invitaron a la relaciones públicas a que les acompañara a tomar el aperitivo.

—Lo primero que tienen que saber —comenzó a aclararles aquella kilométrica mujer— es que los relatos de fantasmas atraen a los turistas. El Pére-Lachaise no los necesita (me refiero a los fantasmas, no a los turistas) porque ya habrán visto que es un lugar maravilloso para pasear y tan lleno de celebridades como el Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Pudieron ver la tumba de Edith Piaf?

—No nos dio tiempo —se lamentó Anita—. Tardamos casi media hora en localizar la de Morrison y luego tuvimos que irnos, porque aquello empezó a llenarse de turistas. Con mi marido es imposible moverse a gusto por sitios con gente, porque siempre le confunden con ese actor de moda —añadió, casi en tono de reproche.

—Bueno, ya la verán otro día —les consoló la relaciones públicas—. El Pére-Lachaise merece más de una visita. ¿No les resultó encantadora esa sensación que se vive allí dentro de que el tiempo se ha detenido por completo?

Los recién casados asintieron con la cabeza.

—Y desde la parte más alta del cementerio hay unas vistas preciosas de la ciudad —añadió la chica. Luego la sonrisa se borró de su cara—. ¿Quién les habló del fantasma?

—Un tipo extraño que apareció de repente y dijo ser compositor —respondió John.

La mujer asintió, dando a entender que conocía al personaje.

—Ah, debe de tratarse de Leo —dijo—, un tipo pintoresco que deambula a veces por el cementerio. Está algo trastornado, pero es inofensivo. En ocasiones se hace pasar por el compositor Erik Satie y ya casi se ha convertido en otra atracción más del Pére-Lachaise. Pero sabe mucho del lugar, seguro que les tuvo un rato entretenidos, ¿me equivoco?

—Le invitamos a que se hiciera una foto con nosotros ante la tumba de Morrison —dijo Winston— y le entró una especie de ataque de pánico. Se marchó a toda prisa, diciendo que no le gustaban los fantasmas.

La relaciones públicas volvió a ponerse seria y comenzó a relatarles los hechos.

—La cosa se remonta a 1997, cuando un periodista musical llamado Brett Meisner se hizo una foto ante la tumba de Morrison, nada fuera de lo corriente, si tenemos en cuenta que ese lugar recibe de media a unos mil visitantes al día. Meisner no prestó mucha atención a su autorretrato hasta algunos años más tarde, cuando con motivo de un artículo que estaba preparando sobre los Doors, volvió a examinar la foto. En ella aparece el periodista en vaqueros y forro polar, y detrás de él…

La relaciones públicas hizo una pausa melodramática tan eficaz que la mano de Anita se clavó, como una garra, sobre el antebrazo de John.

—… se puede ver claramente la imagen de un hombre con el torso desnudo y los brazos extendidos, como un crucificado. Muchos aseguran que es el fantasma de Morrison.

La mujer volvió a callar, como para sopesar desde el silencio el efecto que sus palabras habían causado en sus interlocutores.

—He traído mi ordenador —dijo al cabo—. ¿Quieren ver la fotografía?

—Sí —dijo John.

—¡Yo no quiero! —protestó Anita—. ¡Creo que ninguno de los dos deberíamos verla!

—¿Por qué? —inquirió John—. ¿Crees que me voy a sugestionar?

—No es por eso. La foto seguramente es un
fake
, pero precisamente por eso, creo que dará más miedo. Es lo mismo que pasa con las psicofonías que lleva la gente a los programas de esoterismo. Sabes que son falsas, pero luego te pasas toda la noche escuchándolas en tu cabeza, porque están muy bien hechas, y se convierten en más reales que si fueran verdaderas.

La relaciones públicas cerró la tapa del ordenador ante el gesto resignado de John, que por un lado ardía en deseos de contemplar aquel supuesto montaje, pero, por otro, no quería hacer enfadar a su mujer en plena luna de miel.

—Lo cierto es que Meisner —continuó la empleada del hotel—, que era completamente escéptico, hizo que un especialista analizara la foto y éste aseguró que no se trataba ni de una doble exposición ni de un efecto de iluminación.

—¿Pues qué explicación dio entonces? —preguntó John, intuyendo que la respuesta iba a ser inquietante.

—Ninguna en absoluto. Afirmó que la foto era inexplicable.

18

Wanted dead or alive

El músico fue a ponerse en pie, como para despedir a las relaciones públicas, pero su mujer se lo impidió.

—Veámosla —dijo Anita resuelta.

—¿Estás segura, cariño? —preguntó John tratando de no parecer demasiado ansioso—. Mira que no quiero que luego esto sea motivo de discusión entre nosotros. ¡Con lo bien que lo estamos pasando en París!

—Muéstrenos la foto —volvió a insistir la argentina—. ¡Acabemos con esto de una vez!


La donna è mobile
—bromeó John ante la relaciones públicas, para explicar el súbito cambio de opinión de su mujer.

La empleada del hotel tardó menos de diez segundos en localizar la foto en internet y cuando logró ampliarla a plena pantalla, giró el Mac hacia la pareja con un gesto teatral.


Voila le fantóme
—dijo enfatizando sus palabras, como si ella fuera la autora de la foto.

Anita se abrazó con fuerza a John y ambos contemplaron la polémica fotografía, sin decir palabra durante largo rato. Mientras tanto, la relaciones públicas les observaba en busca de alguna reacción.

—¿Qué les parece? —preguntó al fin—. ¿Es un montaje o no es un montaje?

—Por supuesto que es un
fake
—exclamó Anita—. ¿Nos ha tomado por niños pequeños? La cuestión es que, tal y como me temía, el montaje está hecho con talento y resulta sumamente perturbador. El fantasma está lo bastante borroso como para resultar inidentificable y sin embargo hay algo en él (creo que es la posición de los brazos) que le dice a tu inconsciente que es Jim Morrison.

—Es cierto —afirmó John—. No es un crucificado, parece más bien que está… ¡en plena actuación!

La mujer acercó su silla en dirección a la pareja, como si presintiera que iba a escuchar un relato interesante.

—Morrison no tocaba ningún instrumento, era el cantante y letrista de los Doors —continuó John—. Eso le dejaba los brazos libres para hacer todo tipo de gestos ante el público, desde los más obscenos, como bajarse los pantalones y simular que se masturbaba en directo, a los más ingenuos como cerrar los ojos y creerse una peonza dando vueltas y más vueltas sobre el escenario. Una peonza impulsada por lo que se hubiera metido aquella anoche, que solía ser LSD. ¿Tienes aquí la cámara, Anita?

—Sí, siempre la llevo en el bolso —respondió la mujer.

La argentina le dio la cámara a Winston y éste fotografió la foto que aparecía en la pantalla.

—Puedo enviarles el link a cualquier dirección electrónica que me indiquen —dijo la relaciones públicas—. Así podrán estudiar el original.

—No es necesario —repuso John—. Tampoco estamos hablando de un cuadro del Louvre.

—El acierto del montaje —añadió Anita contemplando la foto con detenimiento— es que el que lo hizo debió de emplear una imagen del verdadero Morrison en pleno concierto y la insertó en la instantánea del cementerio. No es una foto de Jim muerto, sino de Jim vivo.

La empleada del hotel se quedó observando la pantalla del ordenador durante un instante, como si estuviera reinterpretando la fotografía a la luz de las observaciones de la pareja y luego dijo:

—La cuestión entonces es si se trata del Jim vivo de 1971 o del de ahora.

Tanto John como Anita se estremecieron al escuchar a su interlocutora. Ambos habían oído en más de una ocasión la historia de que Morrison estaba aún con vida y que su muerte en París sólo había sido la escenificación de una farsa. El propio teclista de The Doors, Ray Manzarek, había concedido una entrevista al diario británico
Daily Mail
para ratificar estos hechos:

Jim siempre había sido un alma inquieta a la búsqueda constante de nuevas experiencias, e incluso seis años de éxitos y excesos al frente de los Doors no habían sido suficientes para él. Un año antes de morir me mostró una foto de las Seychelles y me dijo: «¿No crees que sería un lugar perfecto al que escaparse si todo el mundo creyera que estás muerto?».

—En el mundo del rock —trató de explicarle John a la relaciones públicas— siempre circulan historias así, no les haga ningún caso. Al que está vivo lo dan por muerto, como hicieron con Paul McCartney en 1966, o viceversa. Ahora la han tomado conmigo.

—Sí, ya he visto la prensa —dijo la mujer—. Por cierto, señor Winston, ¡felicidades!

—Gracias —dijo John—. Es la única frase amable que me han dicho hasta ahora en mi veintisiete cumpleaños.

—¿Saben una cosa? —añadió la empleada antes de irse—. Yo no creo que se trate de un montaje. Meisner confesó al
Sunday Express
que su vida nunca más volvió a ser igual después de hacerse esa foto y dijo que lo lamentaría para siempre. Su matrimonio se fue a pique, un íntimo amigo suyo murió de sobredosis y a partir de aquel día empezaron a llamar a su puerta todo tipo de personas asegurando que le traían un mensaje del dios del rock.

19

The doors of perception

Tras su conversación con la relaciones públicas, John y Anita decidieron salir del hotel para dejar atrás aquel inquietante fantasma e iniciaron un paseo que les llevó hasta L'Etoile. Nadie volvió a humillar a Winston, confundiéndole con su doble cinematográfico (mucho más famoso que él), y ambos evitaron deliberadamente pasar junto a quioscos de periódicos, para no toparse con más diarios y revistas vaticinando la muerte del músico. Cuando les venció el cansancio, tomaron un taxi que les condujo hasta el restaurante donde habían planeado celebrar el cumpleaños de John. Los recién casados pudieron paladear algunos de los deliciosos platos que la comida francesa ofrece al gourmet, rematados con dos postres de excepción: hojaldre caramelizado con fresas y vainilla para ella y suflé de cacao amargo con crema chantillí de vainilla para él. La buena comida no sólo estimuló los jugos gástricos de John, sino también los creativos. El músico creía ver cada vez más potencial en el epitafio de Morrison y estuvo comentando con su mujer las distintas posibilidades que ofrecían aquellas palabras en griego, para crear una canción.

—Ya tengo claro —aseguró— que
«Kata ton daimona eaytoy
» será la única frase del estribillo, como hizo Lennon con
Lucy in the sky with diamonds
.

—Bien, pero ¿de qué va a hablar? —le preguntó Anita—. ¿Es una canción sobre Jim Morrison? ¿O es sobre ti mismo?

—Siempre es sobre uno mismo, cariño —respondió John—. Digamos que es acerca del Jim Morrison que llevo dentro.

A Winston siempre le gustaba decir, cuando le preguntaban si tal o cual canción era autobiográfica, que su personalidad estaba formada por varios quesitos de colores, como en las cajitas redondas del Trivial Pursuit. Cada canción hablaba de un quesito en particular, lo cual no quería decir que reflejase toda su forma de ser, sino solamente un aspecto de la misma, en un momento concreto.

—¿En qué consiste «el Morrison que llevas dentro»? —preguntó Anita, llena de curiosidad.

—Hay dos cosas en las que me siento especialmente cercano a Jim —respondió John—. Una es su pasión por la poesía. ¿A que no sabías que el propio nombre del grupo, The Doors, está inspirado en un verso de William Blake? ¿Cómo era? Algo así como «si las puertas de la percepción se purificaran, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito».

—¿Y cuál es tu otro punto en común con Jim?

—A Morrison le gustaba nadar a contracorriente, como a mí. En una época en la que todo el mundo estaba hablando de amor libre y de flores en el pelo, llegaron los Doors con un mensaje nihilista, de muerte y destrucción. Es como si le estuvieran diciendo a la gente: «¡Eh, tíos, basta de flores y de porritos! ¡Abrid los ojos, que están palmando a miles en Vietnam! ¡Nuestro gobierno está llevando a cabo un auténtico genocidio en Indochina!». Por eso Coppola empleó la canción
This is the end
, en
Apocalypse now
.

—Si reconoces que vas a contracorriente —le sermoneó Anita—, admite la posibilidad de que no te hagan caso, John. Estás corriendo un riesgo y debes asumir que tu experimento puede acabar en fracaso. ¡No tienes derecho a lamentarte por no ser número uno!

A John le hicieron gracia las palabras de su mujer, a la que dedicó una seductora sonrisa antes de responder.

—No estoy haciendo experimento alguno, cariño. Escribo las únicas canciones que puedo escribir, que son las que escribiría John Lennon si siguiera con vida. Es lo malo de hacer música después de haber escuchado a los Beatles, que resulta imposible escapar de su influencia. Los raperos de hoy en día ni siquiera saben que existen joyas como el
Album Blanco o Abbey Road
porque no han hecho el esfuerzo de preguntarse qué había antes de que ellos llegaran.

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