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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (6 page)

BOOK: Morir a los 27
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Volvieron a escucharse sirenas de ambulancia y policía, que provenían de la calle, y como era la segunda vez en poco tiempo que pasaban por delante de la casa de Amanda, todos sintieron curiosidad por saber qué estaba ocurriendo en la zona.

—El hotel en el que están Winston y su banda es el Ritz —les explicó la periodista a sus amigos, que salieron en tropel al balcón a curiosear qué ocurría en el barrio—. Es probable que los fans de The Walrus hayan causado disturbios y haya habido algún herido.

—O a lo mejor han sido los propios músicos —apuntó Vicente—. Son escoceses, ¿no? Se habrán puesto hasta arriba de whisky y habrán destrozado la habitación del hotel, como suelen hacer siempre.

De repente —eran ya las cinco de la mañana— la calle se quedó en silencio. Ni coches, ni cláxones, ni siquiera los pasos solitarios de un peatón volviendo a casa después de una noche de jarana. Aquello parecía en esos momentos una ciudad desierta.

—Pon la televisión —propuso Bernardo—. Si se ha armado una gorda, es posible que la CNN se haya hecho eco de la noticia.

Amanda pulsó el mando a distancia de su recién comprado televisor panorámico de cincuenta pulgadas y, como si fuera Aladino compareciendo ante su amo después de frotar la lámpara, allí surgió, a tamaño descomunal, el busto del más célebre periodista de televisión del país.

—Buenos días —dijo el veterano informador—. El músico de rock John Winston, que esta noche había cosechado un clamoroso éxito en Madrid al frente de su banda The Walrus, ha sido asesinado esta madrugada, de varios disparos, mientras dormía plácidamente en la habitación de su hotel.

6

Hotel California (side one)

Hotel Ritz, dos horas antes de la noticia

El inspector Perdomo sólo había estado en el hotel Ritz de Madrid una vez en su vida, y en aquella ocasión no fue para ocuparse de un cadáver, sino de un bebé que estaba a punto de venir al mundo.

—¡Te invito al
brunch
del Ritz! —le había anunciado su mujer una radiante mañana de domingo, hacía casi quince años, después de que ambos hubieran hecho el amor durante una hora larga, como dos leones en celo en el Serengeti.

—¿Me invitas? ¿Y con qué vas a pagar la juerga? —respondió Perdomo, a punto de quedarse dormido tras su magnífica, aunque extenuante, exhibición de sexualidad animal.

—Con tu dinero, naturalmente. Y no será barato: son tres mil pesetas por cabeza, sin la propina.

—¿Eso es invitar?

—Te invito a que me invites. No seas tacaño, te acaban de soltar la paga extraordinaria de verano y me ha dicho mi amiga Adela que el bufet merece la pena. Si yo no te invitase de vez en cuando, nunca saldríamos de casa.

Perdomo se puso en pie de un salto, consciente de que, si permanecía un segundo más en la cama, dormiría durante doce horas. ¿Por qué después del sexo los hombres se quedaban sin energía y en cambio las mujeres parecían haber recargado misteriosamente su batería?

Como el
brunch
no se servía hasta la una y media y habían salido de casa con mucha antelación, Perdomo y su mujer decidieron pasear por el Jardín Botánico, que estaba muy cerca del Ritz. El inspector tenía la sensación de que Juana se comportaba de un modo extraño, aunque como daba muestras de un excelente humor, no quiso entrar en demasiadas averiguaciones.

Al terminar el banquete, en el que los dos cónyuges se deleitaron con un generoso bufet cuyas ensaladas estaban a la altura de los pescados y éstos rivalizaban a su vez con carnes de primera calidad, Juana le dio por fin la feliz noticia a su marido:

—Vas a ser papá de un varón, al que llamaremos Gregorio, como su abuelo.

La alegría que invadió a Perdomo fue de tal calibre que le sirvió de anestesia en el momento en que el camarero le trajo la abultadísima factura.

Cuando Perdomo acudió al Ritz aquella noche para averiguar quién había asesinado a John Winston, constató que el edificio no había cambiado en absoluto, pero él era una persona totalmente diferente. Su mujer había fallecido tiempo atrás, haciendo submarinismo en el mar Rojo, su hijo era en la actualidad un prometedor estudiante de violín y él había pasado de ser un desconocido inspector de la Jefatura Provincial de Madrid a convertirse en jefe de la Sección de Homicidios de la UDEV. Sin embargo, el hotel parecía el mismo que cuando el rey Alfonso XIII lo mandó construir en el año 1910: imponente, luminoso y confortable, como un enorme y silencioso transatlántico que en vez de hender las olas con su proa lo hiciera con los cedros, acacias y magnolios del no menos elegante paseo del Prado.

A unos metros de la puerta del hotel le estaba esperando el subinspector Villanueva, que venía directamente de la UCI, en la que el agente Charley estaba siendo atendido de las gravísimas heridas que le había ocasionado su caída.

—Se va a salvar por los pelos —le informó Villanueva—. Pero le quedarán secuelas.

—¿De qué tipo? —preguntó Perdomo, mientras ambos apretaban el paso en dirección al vestíbulo del Ritz.

—Del tipo putada. Prefiero contártelo luego, con más calma.

Un empleado del hotel, que atronaba la calle arrastrando hasta el borde de la acera un pesado cubo de inmundicias, se cruzó en su camino. Hasta la nariz de los dos policías llegó el nauseabundo olor que despiden los restos de marisco, cuando llevan ya varias horas fermentando en el fondo de una bolsa de basura.

—¡Puaj! —exclamó Villanueva apartando la cara en un vano intento de escapar de aquella fétida vaharada.

—Consuélate, hombre. El fiambre que tenemos ahí dentro no lleva tieso ni quince minutos. No sabes lo que fue lidiar el mes pasado con la suicida de Arturo Soria: llevaba pudriéndose en la bañera desde hacía siete días.

Un hombre alto, rubio y con bigote, con aspecto de coronel de las SS, que resultó ser el director del hotel, les salió al encuentro en cuanto los dos policías cruzaron la puerta giratoria. Su nombre era Hermann Kurtz, pero no era alemán, sino suizo. Llevaba cinco años al frente del establecimiento y aún hablaba el castellano de forma lamentable. No había ni un solo empleado del hotel, desde el botones al jefe de seguridad, que no le detestase y le temiese. De carácter despótico y huraño, se había distinguido, desde su llegada a España, por el desprecio olímpico que mostraba hacia su país de residencia y en los últimos años había llevado a cabo una sangría de personal en la que había echado a la calle a trabajadores con más de treinta años de servicio. Kurtz parecía experimentar un sádico deleite en convertir el acto del despido en una experiencia lo más traumática posible. Llamaba a los empleados a su despacho de uno en uno, durante su turno de trabajo, y allí les entregaba el finiquito, concediéndoles apenas cinco minutos para abandonar el establecimiento, escoltados por dos guardias de seguridad. Entre el personal de la cadena hotelera de la cual formaba parte el Ritz Madrid, éste era conocido irónicamente como Hotel California, por la mítica canción de los Eagles:

Welcome to the Hotel California

such a lovely place

(such a lovely place)

such a lovely face.


Wilkommen
—les dijo a los policías en perfecto alemán, al tiempo que se presentaba y les tendía una mano enorme, fría y huesuda.

Perdomo y Villanueva mostraron sus respectivas placas de identificación que el señor Kurtz ni siquiera se dignó mirar.

—¿Qué hacen ésos ahí? —preguntó el inspector en voz baja, al comprobar que en uno de los salones del hotel, visible desde el vestíbulo, había un equipo de televisión compuesto por al menos tres personas.

—Son de la televisión americana —explicó Kurtz, iniciando su exhibición de consonantes dobles—. Están grabando un documental sobre The Walrus. Les he pedido que se marchen, pero no me hacen caso. Ya no puedo hacer más, no quiero un conflicto diplomático con la embajada de Estados Unidos.

—¿Saben ya que Winston ha sido asesinado? —preguntó Perdomo.

—¿Usted qué cree? —respondió Kurtz irónico.

Era evidente, por la flema con que los periodistas deambulaban por el salón del hotel, que la noticia aún no había trascendido.

—Buen trabajo —concedió el inspector—. ¿Durante cuánto tiempo cree que podremos ocultar los hechos a la prensa?

—Si me lo propongo, podría no llegar a saberse nunca —afirmó con arrogancia el director.

—Tampoco hay que exagerar —dijo Perdomo—. Pero si los periodistas se enteran, el hotel se llenará de fans en cinco minutos, y fan viene de fanático: nos pueden causar serios problemas, el más grave de los cuales sería que contaminasen el lugar del crimen. Le hago directamente responsable de que la opinión pública no conozca lo sucedido hasta que yo personalmente le dé la orden en sentido contrario. ¿Me ha entendido?

—Perfectamente —dijo el suizo, con tal expresión de desagrado que Perdomo pensó que iba a escupirle a la cara.

El señor Kurtz condujo a los policías hasta la escena del crimen, la suite real. Era la estancia más lujosa de hotel y alojarse en ella costaba más de cinco mil euros por noche. Como estaba en la primera planta, el hombre decidió que el ascensor era perfectamente prescindible y subió al trote las escaleras que conducían al primer piso, saltando los peldaños de dos en dos. Perdomo y Villanueva le siguieron, resoplando, a corta distancia.

En el tramo de pasillo que daba acceso a la habitación había varias personas: los dos agentes del coche radiopatrulla Zeta que habían acudido en primer lugar a la escena del crimen, dos sanitarios del Samur y un camarero. Los policías de uniforme se habían situado a ambos lados de la puerta, que estaba abierta, como si fueran dos porteros de discoteca, y cuando vieron acercarse a los tres hombres, reconocieron al inspector Perdomo y se cuadraron con saludo marcial.

—Buenas noches, caballeros —dijo el inspector—. ¿Han confirmado que la víctima está…?

—Sí, inspector —se adelantó uno de los sanitarios—. La víctima había fallecido ya, cuando llegamos nosotros. No pudimos hacer nada.

—¿Quién descubrió el cadáver?


Der Kellner
—respondió el director del hotel, señalando al camarero—. El señor Winston había solicitado un sandwich al servicio de habitaciones y…

Perdomo levantó la mano para indicarle a Kurtz que interrumpiera su relato.

—Si no tiene inconveniente, prefiero escuchar su testimonio directamente.

Kurtz tardó en reaccionar, como si estuviera dudando entre una respuesta impertinente o una amable. Finalmente fueron sus dedos huesudos y descomunales los que hablaron, tchac, tchac, tchac. Con un chasquido nervioso y prepotente, ordenó al camarero que se acercase hasta ellos. El empleado del hotel acudió como un perrillo asustado.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Perdomo. El muchacho era tan joven que el tuteo parecía obligatorio.

Antes de responder, el camarero miró a Kurtz y éste le concedió permiso para hablar, con un gesto sutil de la cabeza.

—Curro —dijo—. Curro Guillen.

—Francisco Guillen —corrigió el director, en un tono de voz que dejaba claro que le irritaban los diminutivos españoles.

—Curro, ¿has tocado algo? —dijo el inspector.

—Nada en absoluto, se lo juro por la memoria de mi madre —respondió el interpelado, con marcado acento andaluz.

—¿A qué hora encontraste el cuerpo, Curro? —preguntó Perdomo.

—Hará cosa… como de media hora —dijo el joven, tras pensárselo dos veces.

—Treinta y cinco minutos —precisó Kurtz, consultando un reloj ostentoso y desmesurado, que tenía más esferas que el cuadro de mandos de un Jumbo 747.

Con un gesto de la mano, Perdomo animó a Curro a que no se dejara interrumpir por el director del hotel.

—El señor Winston —continuó— encargó un sándwich mixto hace un rato y se lo iba a llevar Luis, un compañero mío del servicio de habitaciones. Pero le pedí que me dejara subírselo a mí, que soy fan de The Walrus desde mucho antes de que se hicieran famosos.

Perdomo observó con el rabillo del ojo que en el suelo del pasillo del hotel había una bandeja de plata tapada con una servilleta blanca.

—¿Es ésa la bandeja en la que traías el sandwich?

—Sí, señor.

—¿Y qué hace ahí fuera? ¿No llegaste a entrar con ella en la habitación?

—No, señor. Quiero decir que sí que entré en la habitación, pero sin la bandeja. —¿Y eso?

—El señor Winston me dijo que había cambiado de opinión y que ya no quería el sandwich. Entonces le pregunté que si me podía firmar un autógrafo, me dijo que sí y me invitó a pasar a la habitación.

—¡Está terminantemente prohibido molestar a los clientes con peticiones de ese tipo! —comenzó a decir Kurtz. Pero Perdomo le calló con otro gesto enérgico del brazo.

—¿Te firmó el autógrafo?

—Sí, señor, aquí lo tengo. —El camarero extrajo del bolsillo trasero del pantalón un posavasos, con la firma de John Winston y la fecha del día, de su puño y letra. Perdomo guardó el posavasos en una bolsa de plástico para pruebas que le facilitó Villanueva. Al ver la ansiedad con la que le miraba el camarero, le explicó:

—Tranquilo, hombre, lo recuperarás. Pero de momento, lo conservamos nosotros.

—¡Yo no he hecho nada, se lo juro por mi padre, que se caiga muerto ahora mismito si estoy mintiendo! —exclamó Curro.

—Hay algo que no entiendo —objetó Villanueva—. El señor Kurtz nos acaba de decir que fuiste tú el que descubrió el cadáver. Pero cuando tú viste a John Winston, estaba vivito y coleando.

—Es que luego volví a la habitación —aclaró el camarero.

—¿Cómo que volviste? Explícate, chaval —le ordenó el subinspector.

El muchacho intentó sonreír, aparentando dominio de la situación, pero las manos le temblaban.

—Primero —dijo— estuve hablando un buen rato con el señor Winston, que se portó de cine conmigo. Estuvo muy simpático, y sabía bastante español. Cuando le dije que era de Almería, me contó que tenía unas ganas enormes de conocer mi tierra, porque John Lennon había rodado allí una película.

—Sí,
Cómo gané la guerra
, de Richard Lester —precisó Villanueva.

—¡Esa misma! —confirmó el camarero.

A nadie, salvo a Perdomo, pareció extrañarle que el subinspector conociera ese dato.

—También me contó —continuó Curro— que la canción
Strawberry Fields Forever
la había compuesto el señor Lennon en el desierto de Almería.

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