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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (8 page)

BOOK: Morir a los 27
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Mientras Perdomo se preguntaba cómo narices se había filtrado tan rápidamente a los medios de comunicación la noticia de la muerte de Winston, se empezaron a oír voces airadas, que provenían de la recepción del hotel y que llamaron la atención del policía. Cuando levantó la mirada, vio que dos empleados del Ritz discutían acaloradamente con una mujer obesa y de pequeña estatura a la que se estaba denegando la entrada.

—¡Yo visto como me sale del cono! —decía la mujer a los dos hombres, que trataban de convencerla para que abandonara el hotel—. Y sepan que este modelito que al parecer a ustedes les parece una frikada es de Adriana Bertini y cuesta un ojo de la cara.

—Señora —respondió el conserje—, no se cuestiona su derecho a vestir como le dé la gana. Pero consideramos que su traje es inadecuado para este establecimiento, porque podría molestar a otros clientes, y por eso le pedimos, respetuosa pero firmemente, que se vaya.

—¿Inadecuado? —preguntó la mujer—. ¿Por qué? ¿Es que voy enseñando las tetas? ¿Acaso llevo la minifalda a ras del cono, como muchas mujeres que he visto entrar aquí? No, es inadecuado porque está hecho con preservativos y, ¡parece mentira!, pero a ciertos sectores de la sociedad aún les molesta que alguien pueda ir recordando en público que al sida no se lo combate con la abstinencia, como quiere el Opus Dei, sino con el condón. Pero ¿saben qué les digo? Que aunque el Opus Dei tiene todavía una fuerza brutal en este país de meapilas, en el que el día del Corpus es aún mil veces más importante que el de la Constitución, no han contado con que existe otro Opus emergente, mucho más resolutivo y cañero, que es el Opus Night. De modo que, o me permiten el acceso al hotel en mi triple condición de ciudadana, periodista y fornicadora ocasional o les monto un pollo de tal calibre que mañana usted y usted sólo van a poder encontrar empleo en los puticlubs de carretera de Los Monegros.

—Le ruego que vigile su lenguaje —la reprendió el conserje—. Éste es un hotel decente.

—Y yo le ruego que vigile su bragueta. La lleva abierta de par en par y está usted hablando con una dama bastante más decente que su hotel.

El hombre se subió la cremallera, avergonzado, lo que dio pie a que la reportera le soltara una nueva andanada.

—No se había dado cuenta, ¿eh? ¡Pero a mí no se me escapa nada que ocurra a menos de un metro del suelo! ¡Ventajas de ser bajita, ya ve usted! ¿Que mi vestido es inadecuado? Les informo que Adriana tiene hasta trajes de novia confeccionados con preservativos, y que alguna ya se ha casado con un vestido del que colgaban más de ochenta mil condones. Así que si el profiláctico ha entrado en la iglesia, ¿cómo no va a poder entrar en un hotel? ¡Háganse a un lado!

La mujer se zafó con una especie de finta de baloncesto de sus dos perros de presa y se acercó al mostrador de recepción, desde el que varios empleados llevaban un buen rato asistiendo a su escandalosa protesta.

—¡Driing, drring, drrring! —empezó a vociferar aquel ciclón de un metro sesenta y cinco, imitando el sonido de la campanilla de un hotel—. Pero bueno, ¿qué clase de establecimiento es éste? ¡Si no hay ni campanilla! Esto ni es Ritz ni es ná. ¡Quiero hablar inmediatamente con el director! Pero antes —sacó el teléfono móvil de su bolso-regadera— voy a intentar que les quiten una estrella ahora mismo, por no tener campanilla. ¿Oiga? ¿Señorita? ¡Póngame con el Ministerio de Turismo! ¡Pues si están durmiendo, sáquemelos a todos de la cama!

—Señora, no diga que no hay campanilla porque sí que la hay —dijo una de las recepcionistas, deslizando el objeto en cuestión a lo largo del mostrador, hasta la altura donde estaba la periodista. Ésta empezó inmediatamente a pulsar la campanilla de manera compulsiva, mientras exigía a voces hablar con el director.

—El señor Kurtz no puede atenderla en este momento —dijo un hombrecillo de mirada opaca, que podría haber pasado por el responsable de cestas y canastillas de unos grandes almacenes—. Pero yo lo haré de mil amores. ¿En qué puedo servirla?

—¿Y usted quién carajo es? —se encaró ella con el recién llegado—. Se lo pregunto con todo el respeto del mundo, ¿eh?

—José Juan Martín de Mendívil, director adjunto del hotel y responsable de alimentación y bebidas —respondió el otro muy digno.

—Bebidas, ¿eh? —dijo la gorda—. Pues póngame un gin-tonic de Tanqueray, que con lo que les he tenido que soltar a éstos para hacerme respetar, se me ha quedado el gaznate más seco que el cutis de Lawrence de Arabia.

—Voy a hacer algo mucho más inteligente y práctico que servirle una bebida alcohólica —anunció el directivo— y es ordenar que la saquen por la fuerza del hotel, dado que usted se niega a abandonarlo por las buenas.

El director adjunto hizo una señal con la cabeza a dos vigilantes de uniforme, que habían permanecido agazapados en un rincón del lobby, a la espera de que alguien les impartiera instrucciones. Éstos se lanzaron sobre Amanda Torres, como dóbermans a los que hubieran retirado el bozal, y levantándola en volandas comenzaron a arrastrarla hasta la puerta. El inspector Perdomo, que había contemplado todo el show desde un segundo plano, se acercó a los vigilantes con su placa de identificación en la mano y, tras mostrársela a los guardias, ordenó:

—Hagan el favor de depositar a esta mujer en el suelo.

A continuación, dirigió una amable sonrisa a Amanda, que aún permanecía suspendida en el aire, y añadió:

—Agente Torres, llevábamos esperándola desde hace un buen rato. ¿Ha tenido un buen vuelo?

El director adjunto se acercó al grupo y, poniendo una mano sobre el hombro de la mujer para forzar a los vigilantes a dejarla en tierra, compuso una sonrisa falsa y preguntó:

—¿Agente Torres? Esta señora nos ha dicho que era periodista y que estaba aquí para informar a su periódico del homicidio.

—Entonces ha cumplido con su deber —dijo Perdomo—. A la agente Torres le ha sido encomendada una misión particularmente delicada (de ahí su peculiar atuendo) y no podía comprometerla en modo alguno revelando su verdadera identidad.

El director adjunto enrojeció ligeramente, al creer que había metido la pata hasta el corvejón y se estremeció al pensar qué funestas consecuencias podría tener en su currículo profesional el hecho de haber maltratado a una oficial de policía. Sobre todo teniendo en cuenta que aquel incidente iba a llegar, en cuestión de minutos, hasta los oídos del implacable Kurtz, que parecía haberse evaporado del hotel desde hacía un buen rato.

—Les pido mil disculpas —dijo el adjunto a la dirección—. Estamos todos conmocionados por el homicidio que ha tenido lugar hace un rato y supongo que he actuado de manera precipitada. Cualquier cosa que…

—¿Tienen tarifas especiales para las fuerzas y cuerpos de seguridad? —le interrumpió la mujer.

El director adjunto captó inmediatamente la indirecta y extrajo una tarjeta del bolsillo de la americana, que entregó solícito a la periodista.

—¡Por supuesto! El hotel Ritz Madrid estará encantado de alojarles a ambos en cualquier época del año que lo deseen y a un precio irrisorio, como es natural. Sólo tienen que llamar al teléfono de la tarjeta y preguntar por…

—Martín de Mendívil —atajó de nuevo Amanda—. Tengo una memoria excelente para los nombres. —Y luego, procurando que el tono de voz fuera lo más inquietante posible, apostilló—: Y jamás se me despinta una cara, puede usted creerme.

Perdomo hizo un gesto a la periodista para que le acompañara hasta la puerta, y ésta le rogó que se fuera adelantando. A continuación, se acercó al mostrador de recepción y tras agarrar con su mano pequeña y achaparrada el cuenco de cristal donde estaban los caramelos de cortesía, volcó todo su contenido en el interior del bolso-regadera y luego lo volvió a dejar en su sitio.

Mientras se alejaba con pasitos rápidos y cortos en dirección a la puerta giratoria, un botones del hotel la oyó mascullar entre dientes:

—¡Qué hijos de la gran puta!

Una vez en la calle, se acercó al inspector Perdomo, que estaba cruzando información con el conductor de uno de los coches Zeta que habían acudido hasta allí y componiendo el gesto más coqueto del que era capaz preguntó:

—¿Deseaba usted verme, inspector?

Perdomo le tendió la mano exhibiendo una sonrisa de medio lado, que a Amanda le recordó la de la actriz Ellen Barkin. «Lo que me faltaba por ver: un policía con sonrisa de chica», pensó.

—Estamos en paz, ¿no? —dijo el inspector—. Usted me regaló la gorra y me perdonó el pisotón y yo la he librado de ese par de energúmenos. Por cierto, no se lo dije en el estadio, pero me encanta su vestido.

—Muchas gracias, inspector Perdomo. ¿Ha desayunado? Pensaba acercarme a la Chocolatería San Ginés, que está abierta hasta las siete.

—¡Por poco consigue que le den una paliza! ¿Qué narices hacía usted ahí dentro? —preguntó el inspector, sin hacer caso de la invitación.

—Inspector Perdomo —comenzó a explicarle la mujer, adoptando un tono cómicamente pedante—, le disculpo porque no está obligado a saberlo, pero se encuentra usted en presencia de una de las personas que más sabe de rock and roll de este país, y desde luego ante la máxima especialista en The Walrus y su carismático líder, que acaba de ser asesinado. ¿Cree usted que, teniendo en cuenta estos antecedentes, iba a dejar de personarme en el lugar del crimen, nada más tener noticia del mismo?

—Especialista en The Walrus, ¿eh? —dijo Perdomo, a medio camino entre la credulidad y el escepticismo—. Si eso es cierto, usted y yo tendremos muy pronto una larga y espero que fructífera conversación, pero lamentablemente no será ahora, a pesar de que mataría por probar esos churros de San Ginés.

—Entonces regresaré con usted al hotel y trataré de recolectar por mi cuenta, para el periódico en el que trabajo, la mayor cantidad de información posible sobre el asesinato.

—De eso, ni hablar —se plantó Perdomo—. Bastante he hecho ya por usted al presentarla como agente de policía ante la dirección del hotel. Si empieza a pulular por ahí dentro así vestida, en cinco minutos se sabrá su verdadera identidad y yo quedaré en mal lugar ante el director, al que seguramente tendré que interrogar.

La mujer se sentía en deuda con el policía por haberle ahorrado la humillación de salir en volandas del Ritz y prefirió no ponerle en un brete.

—Si mi presencia ahí dentro le va a causar problemas —dijo—, me marcho a desayunar. ¿Cuándo le parece bien que tengamos nuestro pequeño
vis-a-vis
, inspector?

—Yo me pondré en contacto con usted, en breve.

Amanda le facilitó su número de móvil y después hizo un último intento por arrastrar al inspector hasta la chocolatería. El policía sonrió ante la tozudez de la periodista.

—¿Sabe usted la cantidad de trabajo que tengo ahora mismo ahí dentro? Las primeras horas después de que se comete un crimen son esenciales.

—Pero ¿no está ya la Policía Científica recogiendo huellas, pelajos y esas porquerías que luego analizan en el laboratorio? Eso les va a llevar un rato largo, ¿no?

—Puede que unas horas, en efecto —confirmó Perdomo—; pero yo dirijo la investigación y tengo que decirles qué es prioritario para mí y qué es secundario. Y lo que es aún más importante, debo hablar con los testigos.

—¿Testigos? —dijo Amanda, mientras se le iluminaba el rostro—. ¿Es que alguien vio al asesino?

—Señora Torres… —comenzó a decir Perdomo.

—Señorita, si no le importa —matizó la periodista.

—Pues señorita: no puedo facilitarle ningún dato sobre una investigación en marcha, y menos aún, siendo usted periodista. Lo lamento, aunque espero que lo comprenda.

—Dígame al menos si tienen ya algún sospechoso.

—Ninguno en absoluto. —Perdomo fue sincero—. Y tampoco tenemos la menor pista de cuál es el móvil del crimen.

—¿Sabe qué edad tenía John Winston, inspector?

—No tengo ni idea. ¿Treinta?

—Tenía veintisiete años.

—¿Y qué importancia puede tener la edad de la víctima en el caso que nos ocupa? —preguntó el inspector.

Amanda esbozó una sonrisa maliciosa y luego, sin responder a la cuestión, dio la espalda al policía y comenzó a alejarse del lugar con pasitos cortos y rápidos, como una gigantesca y rolliza ave de corral. Perdomo la siguió perplejo con la mirada y, antes de que la mujer cruzara la calle, gritó:

—¿Y qué, si tenía veintisiete?

—¡Sólo lo sabrá —contestó ella, también a gritos— si cumple su palabra y me invita mañana para hablar! ¿Es posible que nunca hasta ahora haya oído hablar de «la maldición del 27»?

9

Hotel California (side two)

Mientras tanto, en su despacho del Ritz, el señor Kurtz conversaba por teléfono con su mujer, Therese, de cincuenta y cuatro años, que padecía desde hacía casi diez una variedad de tumor cerebral cuyo tratamiento costaba decenas de miles de dólares. Aunque lo había intentado de todas las formas a su alcance, Alexander Kurtz no había logrado aún reunir ni la mitad del dinero necesario para que su esposa fuera ingresada en el Arizona Cáncer Center, una de las instituciones punteras en el mundo en el tratamiento de cánceres de difícil curación. En esos momentos las cosas acababan de dar un giro copernicano, ya que la contraprestación económica que Kurtz había acordado con la CNN por ofrecerles en primicia la noticia del asesinato de John Winston iba a permitirle costearle a su esposa los carísimos cuidados que tanto necesitaba.

—¿Qué más da de dónde ha salido el dinero? —le repetía el director a su mujer, una y otra vez, ante la insistencia de ésta en saber cómo se había producido el milagro—. Lo importante es que por fin he conseguido reunir la cantidad necesaria y ahora mismo voy a telefonear al director del hospital, el señor Cohén, para que te reserven una habitación.

—¿No habrás hecho ninguna tontería, Al? —preguntó la mujer con voz tan débil que apenas resultaba audible.

—La única tontería sería quedarme de brazos cruzados y dejarte morir, amor mío.

—Al, por favor, es mucho dinero. Necesito saberlo.

Kurtz consideró por un instante la posibilidad de contarle la verdad a su mujer, pero se sentía inquieto por haber contravenido una orden directa de la policía; bastante cuestionable era ya el hecho de que el director del primer hotel del país se dedicara a vender exclusivas a la prensa. Cuanto menos supiera Therese del asunto, tanto mejor, aunque era consciente, porque conocía la obstinación de su esposa, que tenía que ofrecerle algún tipo de explicación o no le dejaría en paz durante semanas. Curiosamente, fue la propia Therese la que, después de haberle puesto entre la espada y la pared, le dio la salida que estaba buscando ansiosamente desde hacía un rato.

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