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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (3 page)

BOOK: Morir a los 27
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Para no despertar sospechas, Perdomo había dado orden a sus hombres de no emplear el walkie-talkie a menos que fuera estrictamente necesario. Eso equivalía, en la práctica, a estar incomunicado, puesto que habían pactado entre ellos que sólo se alertarían por radio en caso de establecer contacto visual con el asesino.

Tras cinco minutos deambulando por el terreno de juego, durante los cuales el policía reconoció los rostros de muchos personajes famosos —desde viejos rockeros (de los que nunca mueren) hasta modelos de pasarela (de las que siempre tienen hambre), pasando por políticos, actores ¡e incluso algún futbolista!—, Perdomo llegó a la zona de los fans, un recinto vallado que se extendía hasta el escenario, con capacidad para unas dos mil personas, en el que se hacinaban los seguidores más fieles de la mítica banda de rock. Eran espectadores mayoritariamente jóvenes, que habían hecho cola durante toda la noche con tal de lograr esas localidades privilegiadas desde las que uno podía, literalmente, tocar a sus ídolos, e incluso comunicarse con ellos mediante carteles gigantes que llevaban escritos desde casa con los títulos de sus canciones favoritas. Al contemplar el formidable montaje de luz y sonido que empleaba The Walrus en concierto —alrededor de trescientos mil vatios de sonido y unos seiscientos mil de luz—, Perdomo se preguntó cómo esos dos mil infelices más próximos a las torres de amplificación iban a poder sobrevivir a semejante vendaval sónico-lumínico, tras más de dos horas de huracán rockero.

El inspector se acodó en la valla metálica que le separaba de la zona de los fans e inspiró profundamente el aire fresco y puro que se libera durante una tormenta de verano. En el estadio aún no llovía, pero el viento ya estaba arrastrando hasta allí el olor de la lluvia que caía en otros sectores de la ciudad y de vez en cuando el cielo se iluminaba a lo lejos con los relámpagos de una tempestad que se acercaba lenta pero inexorablemente. Era imposible no detectar también el intenso olor a marihuana que llegaba hasta él, desde los cuatro puntos cardinales del Bernabéu, un aroma que a él nunca le había resultado desagradable. «Verás qué risa como me agarre un colocón» —pensó mientras seguía contemplando sobrecogido el mastodóntico escenario que se alzaba frente a él: setenta metros de ancho, sesenta y cinco de alto, ciento veinte toneladas de peso. Perdomo jamás había estado antes en un macroconcierto de rock, pero incluso la gente que acudía con asiduidad a este tipo de actos hubiera tenido que reconocer que pocas veces se había visto en aquel escenario un despliegue semejante.

—¡OÉEEEEEEE, OÉ, OÉ, OÉ! —clamaba en esos momentos un público a punto de desbordarse por la espera.

A pocos metros de él, un melenudo que había logrado sentarse en el suelo vociferaba, acompañándose con una guitarra española, un tema de The Walrus. «¿A qué idiota se le puede ocurrir ponerse a dar un concierto dentro de un concierto?», se preguntó el policía. Y aún resultaba más llamativa la cantidad de gente que había formado corro alrededor de aquel infeliz, como si lo que estaba perpetrando —en el caso de que alguien pudiera oírlo— mereciera el más mínimo interés.

Perdomo estaba a punto de dirigirse hacia otra zona del campo para seguir buscando a un búlgaro en un pajar cuando se apagaron las luces y cesó la música de la megafonía, señal inequívoca de que el concierto estaba a punto de empezar.

Un tipo con gorra de béisbol, camiseta blanca y vaqueros hechos jirones, que debía de ser el organizador del acto, apareció, diminuto, en el escenario, iluminado tan sólo por un escueto cañón de luz, mientras las dos gigantescas pantallas de vídeo, situadas a ambos lados de la plataforma de actuación, amplificaban su imagen hasta convertirlo en un coloso.

—¡Tengo una pregunta para todos vosotros! —aulló el hombre, comiéndose el micrófono que había en medio del escenario—. ¡Una pregunta que me acaba de hacer John Winston!

Nada más escuchar el nombre del carismático líder de la banda, se escucharon aclamaciones desde distintas zonas del estadio. El hombrecillo continuó:

—John me ha preguntado… ¿HAY ALGUIEN AHÍ FUERA?

La pregunta tuvo la virtud de hacer bramar al unísono, en un ¡YEEEEEEEEEEEAAAH! ensordecedor, a las setenta mil gargantas que llenaban hasta la bandera el Santiago Bernabéu.

El maestro de ceremonias estuvo a punto de perder el equilibrio, ante la potencia formidable de la onda sonora que el público, al borde ya de la locura por la inminencia del concierto, había hecho llegar hasta él desde las gradas. Se podía percibir su miedo a ser borrado del mapa por un segundo tsunami sónico, porque vaciló antes de formular la siguiente pregunta, con la que tenía pensado provocar al público.

—Vale, hay alguien pero… ¿CUÁNTOS SOIS? —dijo al fin.

Menos mal que el maestro de ceremonias tuvo esta vez la precaución de agarrarse con las dos manos al pie del micrófono, porque si no, es seguro que el aire que movían aquellas setenta mil almas —y que a Perdomo, que había hecho prácticas con explosivos, le recordó a una onda expansiva— lo hubiera levantado del suelo como a la pluma de
Forrest Gump
. Al inspector se le cayó su Walry de la cabeza cuando, al anunciar el maestro de ceremonias.

—¡Señoras y señores, THE WALRUUUUUUUUUUUUS! el público prorrumpió en un rugido final de acogida que coincidió con el salto al escenario de los cuatro miembros de la banda.

3

Stormy Weather

John Winston, cantante, guitarrista y compositor de todos los temas de The Walrus, era un joven de veintisiete años, atractivo, rubio y atlético, que en el escenario sabía transmitir tanta energía como sentido del humor. A nadie sorprendió —pues se trataba de su indumentaria habitual— verle salir a actuar descalzo y luciendo un impoluto esmoquin blanco, sin camisa, que dejaba al descubierto un pecho y un abdomen completamente depilados y trabajados a conciencia en el gimnasio. En la mano izquierda —Winston era zurdo— llevaba un cigarro habano del tamaño de un salchichón, del que no se desprendió durante buena parte del concierto, a pesar de que resultaba evidente que el puro le ponía las cosas difíciles en los solos de guitarra.

Coincidiendo con el consabido y anhelado «¡Buenas noches, Madrid!» con el que los rockeros suelen saludar a la concurrencia en este tipo de actos, estalló un relámpago en forma de tenedor sobre el Santiago Bernabéu que a Perdomo le pareció el heraldo del diluvio universal. Lo que se escuchó a continuación no sonó ni remotamente parecido al ¡BRUUUM! con el que estallan los truenos: fue un chasquido eléctrico, de tal fragor y magnitud que los setenta mil espectadores allí congregados tuvieron por un momento el convencimiento de que el cielo se acababa de partir en dos sobre sus cabezas.

¡KRRRRRRRUAKATAKABRUUUUUUUUUM!

Los más viejos del lugar sólo recordaban otro aparato eléctrico de envergadura semejante en un concierto al aire libre, y había sido en 1982, durante el mítico concierto de los Rolling Stones en el Estadio Vicente Calderón.

El tema elegido por el grupo para empezar la actuación fue
Shaken
, que se había convertido ya en uno de los clásicos de la banda. La canción, un rock and roll muy energético y bailable, estaba propulsada por una frase de la guitarra que se repetía decenas de veces a lo largo de la pieza.

—¡Vaya pedazo de riff! —exclamó un tipo enjuto, con bigote a lo Freddy Mercury, que llevaba el torso desnudo y unos pantalones ajustados de lame dorado. Parecía un trapecista de circo venido a menos. Nada más comenzar a llover, se había acercado tanto a Perdomo que éste pensó que la meta final de aquel pervertido era la de acabar colándose dentro de su gabardina.

—¿Riff? ¿Qué riff? —le preguntó el policía pensando que aquel curioso individuo se refería a algún tipo de droga de diseño que alguien estaba consumiendo en las inmediaciones.

—¡El de ahí arriba, tronco! ¡Lo que está haciendo Winston con la guitarra! —vociferó el otro, para hacerse oír por encima de aquel vendaval de decibelios.

Y como viera que el inspector seguía con la misma cara de perplejidad que antes, el tipo se embarcó en una deslumbrante exhibición de
air guitar
, una forma de danza en la que el artista imita los movimientos necesarios para tocar una guitarra eléctrica. Al tiempo que asombraba a Perdomo con sus inverosímiles contorsiones, el falso trapecista comenzó a cantar con una voz tan gutural que no parecía humana las notas del
ostinato
de guitarra de Winston, una repetitiva frase que, como en decenas de otros grandes clásicos del rock, servía de motor rítmico-melódico a toda la pieza.

—¡Yo he sido campeón de esto, colega! —repetía una y otra vez el hombre, que debía de estar evocando el año en que, efectivamente, había quedado en tercer lugar (y por tanto había pisado podio) en el Campeonato Mundial de Air Guitar que, desde el año 1996, se viene celebrando en la localidad finlandesa de Oulu. El pobre hombre aún sufría de vez en cuando pesadillas por culpa de un francés, que quedó en segundo lugar, y sobre todo por el japonés que se llevó el premio a casa y que obtuvo la máxima puntuación (¡un seis!) en las tres categorías que votaban los jueces.

A Perdomo le impresionó el hecho de que, al menos desde el punto de vista estrictamente circense, la manera de tocar de aquel joven era mucho más vistosa que la del verdadero Winston, pues aunque éste se movía con mucha gracia y agilidad por el escenario, no daba saltos mortales hacia atrás como su competidor aéreo, ni lanzaba la guitarra hacia arriba, como si fuera el carrete de un diábolo, para volver a atraparla con soltura al cabo de tres o cuatro segundos.

—¡Cómo toco! ¿A que soy el copón? —se jaleó a sí mismo el improvisado guitarrista aéreo, un instante antes de ser derribado al suelo, de manera accidental, por dos voluntarios del Samur que llegaban a toda prisa para evacuar en camilla a una quinceañera que acababa de sufrir una lipotimia por aplastamiento contra la valla.

A los dos minutos de haber comenzado el concierto, llovía sobre el Bernabéu con la furia de un monzón tropical. Las gotas eran del tamaño de judías e impactaban como dardos de agua contra los sufridos rostros de los espectadores. Perdomo había sido motorista en su juventud, y la violencia con que la lluvia le estaba azotando la cara le recordó un accidentado viaje en moto que había hecho por Cataluña, durante la gota fría del 77.

Los cuatro miembros de The Walrus estaban perfectamente protegidos por la enorme marquesina del set de actuaciones —a diferencia de los Rolling Stones en el 82, que carecieron de ella—, pero al ver cómo los espectadores soportaban estoicamente los embates del viento y de la lluvia, con tal de no perderse ni un solo acorde del concierto, John Winston sintió mala conciencia, abandonó el cobijo que le proporcionaba la cubierta acristalada y empezó a caminar, con la guitarra colgando de un costado y el micrófono inalámbrico en la mano, por la pasarela que conducía al escenario B, una plataforma de actuación de reducidas dimensiones que la banda empleaba a veces para crear momentos de más intimidad y cercanía con el público.

A cada paso de Winston por la pasarela, los espectadores empezaron a corresponder con un ¡HEY!, como si fueran cosacos jaleando a un bailarín sobre la mesa de una taberna, y como al escocés le divirtió la iniciativa, fue acelerando las zancadas para crear un
accellerando
musical por parte de aquella turba enloquecida.

¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! ¡HEY! HEY ¡HEY HEYHEY!

A medida que iba avanzando hacia el escenario B, Winston se sintió en deuda, una vez más, con Bono, líder de U2, pues la primera vez que había visto emplear en directo ese tipo de plataforma había sido precisamente al irlandés durante la gira Zoo TV del 92. El escenario de aquel show, tal vez el más mastodóntico que se hubiera puesto jamás en pie en la historia del rock, había contado con 36 monitores de vídeo, innumerables cámaras de televisión, dos puestos de mezcla separados, 26 micrófonos, 176 altavoces y 11 automóviles laboriosamente pintados, varios de ellos suspendidos sobre el set de actuaciones, todo lo cual había necesitado un millón de vatios para funcionar. A Winston, aquella sensación de sobrecarga sensorial que Zoo TV había buscado deliberadamente no había terminado de convencerlo, pero en cambio sí le había parecido un hallazgo extraordinario la plataforma B, desde la que, como en una isla rodeada de público por todas partes, un músico podía conmover a setenta mil personas con una balada, empleando solamente su voz y el etéreo sonido de una guitarra Taylor. Era ese contraste entre lo eléctrico y lo acústico lo que Winston había decidido copiarle a Bono, por más que otros grupos —desde los Stones a los Aerosmith, pasando por Bon Jovi, Coldplay e incluso Mariah Carey— se hubieran servido con éxito del escenario B, en un momento u otro de sus ya dilatadas carreras.

Como seguía lloviendo torrencialmente, Perdomo temió que el guitarrista pereciera electrocutado, pero el instrumento estaba conectado por un dispositivo remoto al sistema de amplificación y el músico no corría peligro en ningún momento. El gesto solidario de Winston —si vosotros os mojáis, yo también— entusiasmó al público, pero aún hubo otra sorpresa mayor cuando, al terminar el breve solo de batería de Charlie Moon, el percusionista del grupo, el líder de The Walrus empezó a cantar
Que llueva, que llueva
, una canción infantil española de la que nadie se explicaba cómo el escocés había oído siquiera hablar. Los espectadores entendieron inmediatamente que lo que Winston pretendía era dialogar musicalmente con ellos y empezaron a responder a cada frase del cantante con la que correspondía a continuación. Todo ello ejecutado al compás del frenético bombo de Charlie Moon, que había establecido una cadencia cercana a las ciento sesenta pulsaciones por minuto.

—¡Que llueva, que lluevaaaa! —cantaba Winston.

—¡La virgen de la cuevaaaa! —respondía el público.

—¡Los
pajaritas cantan
! —aquí el error gramatical hizo estallar en carcajadas a algunos.

—¡Las nubes se levantan! —contestaba el respetable.

Perdomo aún no tenía claro si el tema
Shaken
le gustaba o no, o si el riff que lo acompañaba era, como afirmaba la revista
Rolling Stone
, uno de los más ingeniosos y pegadizos de la historia del rock. Pero tuvo que rendirse a la evidencia de que la llamada «música del diablo», en directo e interpretada por músicos de tanta categoría como los cuatro integrantes de The Walrus, era la forma de comunicación más poderosa y vigorizante que él hubiera presenciado jamás. El policía se remangó la gabardina y al mirarse el antebrazo comprobó que aquel incontenible despliegue de energía eléctrico-vocal le había puesto la carne de gallina.

BOOK: Morir a los 27
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