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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (2 page)

BOOK: Morir a los 27
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—Dame la descripción del sospechoso, antes de someterlo al Midas —ordenó a su ayudante el inspector Perdomo, al frente de todo el operativo policial—. No quiero que mañana nos saquen en primera página de los periódicos, por haber dado el coñazo al personal en vano.

Villanueva tardó un rato en responder, seguramente porque estaba elaborando una lista mental de todos los rasgos físicos del sujeto. Perdomo, impaciente, le presionó con una pregunta antes de que Villanueva hubiera atendido su petición.

—¿Ha sonreído?

Una de las claves para reconocer a Ivo eran sus dientes de oro. Con toda probabilidad, el búlgaro se habría ocupado de alterar su aspecto físico con motivo de su reaparición estelar, el día del concierto de The Walrus, que había despertado una enorme expectación. Resultaba fácil dejarse barba o bigote o cambiar de estatura mediante zapatos con alza —los célebres Sarkozys, como empezaba a llamarlos mucha gente—, pero arrancarse todas las fundas de oro de los dientes delanteros era algo que sin duda se le habría hecho muy cuesta arriba. Ivo estaba más orgulloso de su dentadura que David Beckham de sus tatuajes.

—¡No hay forma de que sonría, el cabronazo! —respondió contrariado el subinspector Villanueva—. Y eso que motivos tiene, porque la zona en la que me encuentro está infestada de tenderetes, en los que se venden los objetos más delirantes. Hay un chino que vende perros mecánicos, que levantan la patita y expulsan un líquido amarillo…

—¿Perros que hacen qué? —interrumpió Perdomo, estupefacto.

—Perros que mean, jefe, sólo me estaba haciendo el fino. ¡Pero es como te lo estoy contando! Y sin necesidad de árboles, ni de farolas. El chino les da cuerda, los pone en el suelo y los chuchos dan cuatro pasos y sueltan una meada que llega hasta el paseo de la Castellana.

—¡No te quedes conmigo!

—No es coña, ¿a que no, Charley?

El agente interpelado, en línea con Perdomo y Villanueva, tardó en responder.

—Charley, ¿estás ahí? —le preguntó de nuevo el subinspector.

—Sí, jefe, estoy aquí —dijo el otro, al fin—. Estaba hablando con mi chica por el móvil. Tiene un globo de narices porque hoy es mi cumpleaños y quería estar conmigo.

—¡A tu chica que le den, nosotros estamos primero! —intervino Villanueva—. En cuanto trinquemos al búlgaro, nos vamos de cañas, que tienes toda la vida para estar con ella y a nosotros quién sabe cuándo volverás a vernos. Además, estoy deseando darte tu regalo: el DVD de The Walrus
Live in Buenos Aires!
Se lo acabo de comprar a otro chino, al módico precio de cinco euros.

—¡Un subinspector de policía trapicheando con música pirata estando de servicio! —exclamó Perdomo—. ¿Qué me falta ya por ver?

—Si estuviera editado, lo hubiera comprado por lo legal, jefe. Pero esto es material inédito. ¡El concierto fue la semana pasada, y ya lo tenemos en España, con carátula y todo!


Happy Birthday to you
!, querido Charley —dijo Perdomo, que ignoraba que el agente estaba de fiesta.

—¡Gracias, jefe! —dijo el agente—. Y gracias también a usted, subinspector. ¡Dicen que el concierto de Buenos Aires fue la leche!

—¡Se terminó la conversación sobre el DVD pirata de los cojones! —zanjó Perdomo—. ¡Me vais a obligar a llevaros a Jefatura, a ti, a Villanueva y al chino que los vende! ¿Qué pasa con el búlgaro?

—Esto está mal iluminado —se justificó Villanueva—, pero por lo que he podido ver, se ha dejado el pelo largo, lleva unas Ray Ban oscuras y va embutido en un traje, para mí que de Armani, con chaleco incluido. Y hace un rato ha sacado un iPod y se ha puesto a escuchar música.

—¿Dónde está ahora? —Perdomo empezaba a salivar, presintiendo una captura inmediata.

—Lo tengo a treinta metros, jefe —dijo el subinspector—. Debe de estar esperando algo, porque no hace nada. Es como una estatua, plantado en la acera frente a la torre A, la que hace esquina con Padre Damián y Concha Espina. Si yo estuviera al mando, pasaba del Midas y me lo llevaba detenido a la UDEV en este mismo instante. Tiene una pinta de búlgaro que no puede con ella.

Perdomo ni siquiera perdió el tiempo en preguntarle en qué consistía tener «pinta de búlgaro» y dio una orden tajante a Villanueva.

—Negativo. Hacedle el Midas. Si resulta que no es el que buscamos, podemos seguir con la batida dentro de diez minutos.

Midas era el acrónimo de
Mobile Identification At Scene
y servía para designar un novedoso dispositivo ideado por los británicos, similar a una BlackBerry, con el que se podían tomar in situ las huellas dactilares de un sospechoso y enviarlas inmediatamente por línea de datos a la central para su identificación. Era tan polémico que los periodistas españoles habían hecho equivaler sus siglas a las de Mecanismo Ilegal de Detención Arbitraria y Suspicaz.

—¡No le veo! —gritó alarmado Villanueva por el intercomunicador de radio.

Perdomo no daba crédito a lo que acababa de suceder.

—¿Cómo que no le ves? ¿No decías que era una estatua?

—¡Pues ya no está, el hijo de puta! —exclamó el subinspector—. He desviado la mirada unos segundos para resetear el Midas y cuando he vuelto a subirla, ¡Ivo había desaparecido!

—¡Eso no puede ser! —vociferó Perdomo—. ¿Cuántos hombres tienes en la torre A?

—Uno, sin contar con Charley, pero me había pedido permiso para ir al servicio y se lo he dado. ¡Los putos perros del chino dan unas ganas de mear que no te imaginas! ¡Espera, ya le veo! Va derecho a la puerta 58, se va a meter en el estadio. ¡El tío se mueve a una velocidad increíble, parece que en vez de piernas estuviera usando un carrito de golf!

—¡Trincadle! —ordenó Perdomo—. No esperemos más. Y cuando le tengáis, ni Midas, ni Modas. Me lo esposáis bien esposadito y me lo lleváis a la UDEV echando leches.

—¿Y tú? ¿No vienes?

—No, si te parece me quedo aquí hasta que encuentre perros que hacen caca, ¡no te fastidia! ¡Joder! Para una vez que podía haber visto gratis un partido de Copa de Europa y resulta que lo que me voy a tragar esta noche es un puto concierto de rock. ¡Me encanta!

2

We will rock you

Perdomo y sus hombres entraron al Santiago Bernabéu y decidieron dividirse para optimizar la búsqueda del sospechoso. Charley, el oficial de policía, fue enviado a lo más alto del estadio, la zona del tercer y cuarto anfiteatro.

—Yo pensé que por ser mi cumpleaños me ibais a mandar al palco —bromeó mientras iniciaba una ascensión que prometía ser interminable.

A Villanueva le tocó la grada y los dos primeros anfiteatros y Perdomo decidió rastrear directamente el terreno de juego, que era donde se concentraba la mayor parte del público.

—Vas a las localidades más baratas, donde todo el mundo está de pie —le aclaró Villanueva con la expresión de un vendedor picaro que hubiera conseguido timar a un cliente con la entrada.

El interior del estadio parecía el decorado de una película de ciencia ficción. Miles de luciérnagas blancas —a Perdomo le parecieron millones— centelleaban sobre las cabezas de los espectadores, creando una atmósfera de cuento futurista. En un primer momento, los policías pensaron que se trataba de… ¿bombillas de Navidad en junio?… pero enseguida advirtieron que lo que brillaba con luz propia eran pequeñas morsas blancas, de plástico traslúcido, cosidas a la parte superior de una gorra de visera que los miles de seguidores de The Walrus habían adquirido en los puestos oficiales de
merchandising
, al módico precio de veinte euros. La morsa luminiscente era Walry, la mascota del grupo, y en muy pocos meses se había hecho tan popular en todo el mundo como la lengua de los Rolling Stones o los cuernos de diablo de AC/DC.

—PERDONE —le preguntó vociferando Perdomo a una madurita de uno sesenta de estatura y noventa kilos de peso que tenía la gorra en la mano, en lugar de puesta en la cabeza como la mayoría de los espectadores—. ¿DÓNDE PUEDO CONSEGUIR UNA DE ÉSAS?

Había que hablar a gritos, porque aunque el concierto de The Walrus aún no había comenzado, la megafonía del estadio estaba atronando al personal con cientos y cientos de decibelios de música grabada, que Perdomo no hubiera podido reconocer ni aunque le hubiera ido la vida en ello. A él que no le sacaran de los Beatles y Bob Dylan. Sobre el escenario, un auténtico hormiguero de eléctricos y tramoyistas estaba terminando de poner a punto, a marchas forzadas, la mastodóntica parafernalia de luz y sonido que empleaba The Walrus en directo; todo ello, tras haber tenido que desmontar, previamente, el más modesto equipo que habían utilizado los teloneros del concierto.

El policía, con su gorro y su gabardina beige (el parte meteorológico había anunciado tormenta inminente) parecía más la caricatura de un detective que un verdadero aficionado al rock and roll. Enseguida decidió que tenía que mimetizarse lo antes posible con el entorno, para que el búlgaro no pudiera detectar su presencia. En su fuero interno, albergaba esperanzas de poder comprarle la gorra a la mujer, en vista de que ésta no la estaba usando.

—¿Quiere una gorra? —respondió la gorda, con una sonrisa forzada—. ¡Le diré dónde las venden en cuanto deje de martirizarme el pie!

Perdomo miró hacia abajo y observó que lo que él había tomado como un montículo de hierba era, en realidad, el pie izquierdo de la buena mujer, sobre el que estaba descargando sus cerca de ochenta y cinco kilos de peso.

Cuando el inspector liberó avergonzado a su presa, la gorda se quitó una de las bailarinas de color rosa que calzaba y agarrándose al policía con una mano, para no perder el equilibrio, empezó a masajearse con la otra la extremidad que le había triturado.

—¡Qué hijo de puta! —masculló entre dientes, pero de forma que su protesta fuera claramente audible para su involuntario agresor—. ¡Para un día que paso de botas y me pongo manoletinas!

—¿Se encuentra bien? —preguntó, violento, Perdomo—. Si quiere puedo acercarme al puesto del Samur y que vengan a hacerle una primera cura.

La mujer no respondió al ofrecimiento, aunque se frotaba el pie dolorido con tal saña, que con sus vaivenes parecía capaz de hacerle perder el equilibrio al inspector. Perdomo aprovechó esos segundos de mutismo para observarla más de cerca. Lo que le había parecido un imaginativo traje de colores era en realidad un vestido de dos piezas hecho con condones. La parte de arriba era como una camiseta de tirantes, confeccionada con preservativos sin desenrollar, y la de abajo consistía en una falda larga, en la que los preservativos, ya estirados y colgando de la punta, trataban de emular los volantes de un traje de flamenca.

Al ver que Perdomo miraba, entre perplejo y extasiado, aquel extravagante modelo, la mujer bajó el pie al suelo, como dando por terminado el automasaje, y declaró:

—Desde mi altura es difícil determinar si me está mirando las tetas o el vestido, así que dígame en lo que está pensando.

Antes de que Perdomo pudiera responder, ella se adelantó:

—Es broma, estas tetas ya no despertarían el interés ni de Silvio Berlusconi. Miraba el vestido, ¿verdad? Es de Adriana Bertini, una diseñadora brasileña, amiga mía, que crea moda con los profilácticos que se descartan en los controles de calidad. ¿Quiere llevarse uno como recuerdo de su agresión? —Y le animó a tirar de una de las gomas, para que la desprendiera del vestido.

Perdomo sonrió por el desparpajo con el que se expresaba la gorda, que parecía haber abrazado la menopausia con verdadero entusiasmo. Tenía los ojos tristes, pero no porque estuviera deprimida, sino porque estaban inclinados hacia abajo, al revés que los de los orientales.

—Lo que me vendría bien sería la gorra —le indicó tímidamente Perdomo.

Por toda respuesta, la mujer dio un salto —de una agilidad impensable en una mujer de su peso y estatura— y encestó la gorra en la cabeza del policía.

—¡Triple! —exclamó—. Puede quedarse con ella, yo tengo un melón que no me cabría ni calzándomela con fórceps.

—Dígame, ¿cuánto le ha costado? —preguntó el detective, al tiempo que sacaba la cartera de la gabardina para pagarle.

—No le pienso cobrar en dinero, inspector Perdomo —le aclaró la mujer—. En su lugar, fírmeme un autógrafo.

La gorda, complacida por haber dejado boquiabierto al policía, abrió un esperpéntico bolso en forma de regadera y extrajo la entrada del concierto y un bolígrafo, para que Perdomo le estampara su firma.

—Le sigo desde el caso del violín del diablo —le confesó ella con expresión coqueta—. Se está usted haciendo más famoso que el juez Garzón, que por cierto —cambió el tono a uno más confidencial— ha venido hoy al concierto y anda por ahí, en compañía de su esposa.

Perdomo le firmó el autógrafo y le dio las gracias a la buena señora, cuyo nombre y apellido —Amanda Torres— le sonaban vagamente. Luego, comenzó a deambular por el terreno de juego, en busca del temible búlgaro.

El policía no pudo dejar de pensar en lo mucho que había perjudicado su proyección mediática a su labor detectivesca, pues desde que los medios de comunicación habían decidido elevarle a la categoría de superdetective, las posibilidades de ser reconocido por los propios delincuentes a los que perseguía habían crecido de manera exponencial.

La entidad organizadora del concierto aseguraba que se habían vendido las setenta mil entradas que se habían puesto a la venta, diez mil más que en el concierto de Bruce Springsteen de julio de 2008, por lo que era sumamente difícil abrirse paso entre el gentío que abarrotaba el estadio. Había transcurrido casi una hora desde que el grupo telonero de The Walrus concluyera su brillante actuación y los espectadores comenzaban a dar muestras de impaciencia y aburrimiento. Para distraer la espera, de vez en cuando surgían iniciativas como la de dar saltos sobre el terreno de juego al grito de «¡Que bote el Bernabéu! ¡Que bote el Bernabéu!», algo a lo que el inspector se negó en redondo, a pesar de que en una de las ocasiones, una mujer, que debía de tener en el cuerpo más litros de alcohol que de sangre, le llegó a coger de las dos manos para intentar que se sumara a los brincos.

¿Cómo localizar a Ivo, el búlgaro, en medio de aquella muchedumbre? Todo lo que le había dicho Villanueva era que este peligroso asesino se había dejado el pelo largo —antes lo llevaba rapado al uno—, pero lo más probable era que el tipo también hubiera tratado de mimetizarse con el entorno, calándose una gorra luminosa. Por tanto, ya sólo quedaba el chaleco, como rasgo claramente diferenciador, o tener la inmensa fortuna de que el sujeto llegara a sonreír y se delatara mostrando su espeluznante y dorada dentadura.

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