Read Morir a los 27 Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (33 page)

BOOK: Morir a los 27
6.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Trabajó en el laboratorio de O'Rahilly durante un par de semanas. De ahí proceden esos veinte segundos de filmación, hechos a escondidas por el técnico.

Villanueva balanceó varias veces el teléfono de Moon con su mano derecha, como si estuviera sopesando la verdad de esas informaciones.

—¿Un concierto de The Walrus… sin The Walrus? ¿Eso es posible? —preguntó atónito el inspector.

—Ese ingeniero dice que lo vio con sus propios ojos —respondió el teclista.

—¿No se referiría a un DVD pirata de un concierto real?

—No, él le habló a John de holografía en tres dimensiones. Aseguró que vio las primeras pruebas en el laboratorio pirata de O'Rahilly y que el efecto era asombroso, totalmente real.

—¿Dónde se supone que están tocando en este vídeo?

—Le repito que ésos no somos nosotros, poli —replicó Moon, como si le irritara la lentitud de Villanueva—. Son clones digitales creados por O'Rahilly. Ahí los está viendo en 2D, porque eso está filmado con la cámara de un teléfono móvil, pero los verdaderos son en 3D.

—¿Y están tocando en un escenario real?

—En cierto modo. Se trata de una fusión del Shea Stadium y el Madison Square Garden. O'Rahilly tiene un equipo artístico que crea los sets de actuaciones que él decide. Cuando tenga listo su invento, podrá montar conciertos nuestros en cualquier lugar del mundo que se proponga, desde una playa de Brasil hasta las ruinas de Stonehenge. Y la gente tendrá la impresión de que, efectivamente, está disfrutando de un concierto de The Walrus en directo.

Villanueva volvió a contemplar por tercera vez el vídeo del teléfono móvil y tuvo que admitir que, desde un punto de vista estrictamente tecnológico, aquellas imágenes eran las más impactantes que él había visto en mucho tiempo.

—De modo que esto es lo que nos espera —dijo en un tono mezcla de preocupación y asombro—. El futuro de la piratería es… la suplantación integral del artista.

—Ni siquiera John lo hubiera expresado mejor —repuso Moon desde el más profundo abatimiento—. En efecto, ése es el futuro, poli, la muerte de la música en directo. A John lo han matado físicamente, pero si O'Rahilly se sale con la suya, el resto de los músicos no estaremos, desde el punto de vista artístico, mucho mejor que él.

Villanueva extrajo de la americana su propio teléfono móvil para informar inmediatamente a Perdomo de aquel hallazgo extraordinario, pero el inspector debía de tener el suyo en modo silencio porque no le hizo caso ni al tercer intento.

—¿De dónde procede el sonido? —preguntó a Moon después de desistir de sus llamadas.

—De nuestro último disco —aclaró el batería—. De todo el vídeo, es lo único que es real. El sonido está ecualizado y mezclado con ambiente de directo, para que parezca
Uve
.

—Lo cierto es que parece
Uve
—concedió Villanueva—. Estuve en su último concierto en el Bernabéu y no encuentro ni un solo detalle que me chirríe.

—Cuando vi las imágenes —le explicó Moon— yo mismo puse en duda que fueran holográficas. Damos tantos conciertos al año que podrían pertenecer a cualquiera de ellos. Pero hay un pequeño detalle que me confirmó que ésos no somos nosotros, sino nuestros clones holográficos.

Villanueva contuvo la respiración durante el dramático silencio que hizo el batería antes de contestar.

—Fíjese en el bombo de la batería —dijo—, detrás de la cabeza de John. Está un poco desenfocado, pero no tanto como para que no pueda leerse la marca. ¿Qué lee usted?

Villanueva sacó una gafas de presbicia, se las colocó sobre la nariz, puso en marcha el vídeo y tras acercarse tanto como pudo a la pantalla del teléfono móvil dijo al fin:

—¿
Primer
?

—Exacto —confirmó el músico—, en el bombo pone
Primer
. Pero esa marca no existe. Yo, igual que hacía Keith Moon en su día, toco con Premier. Podríamos llamar a eso una errata holográfica.

Aquel detalle terminó de convencer a Villanueva de que la información era veraz y no el delirio de un batería paranoide y cocainómano. Sin embargo, el subinspector aún no conseguía poner en relación las holografías de The Walrus con el móvil del crimen.

—Hay una cosa que no logro entender —objetó—. Supongamos que O'Rahilly estuviese ya en condiciones de ofrecer un concierto holográfico de The Walrus. ¿Por qué atentar contra Winston? En todo caso, sería Winston quien tendría un móvil para atentar contra el irlandés, por intentar suplantarle mediante un clon virtual.

—No lo pillas, ¿verdad, poli? Pero aquí está el bueno de Moon para echarte un cable. Si creas un clon del original y el original desaparece, el clon se convierte en el original y tú pasas a ser el propietario de la gallina de los huevos de oro. O'Rahilly es ahora el único, aunque ilegítimo, propietario de The Walrus.

47

Lucy in the Sky with Diamonds (reprise)

A Villanueva le costó convencer a Moon de que le entregara voluntariamente su teléfono móvil, pero no había otra salida posible: el subinspector necesitaba mostrar a Perdomo y a Guerrero la filmación de la holografía, para que pudieran evaluar directamente el grado de credibilidad de aquellas imágenes. El batería, tras comprender que, si no cedía de buen grado el terminal, tendría que acompañar al policía hasta la UDEV, extrajo la tarjeta SIM y le hizo entrega de su Nokia de última generación.

Mientras tanto, en el hotel ME, el interrogatorio de la viuda estaba llegando a su punto culminante. Perdomo le acababa de preguntar a Anita por el hecho sorprendente de que Winston, ya convertido en una estrella internacional, no hubiera contratado vigilancia personal.

—Siempre salía sin guardaespaldas —respondió la viuda—, porque lo cierto es que los problemas que le ocasionaban los fans eran solventables. La gente se lo encontraba de compras, o en el cine, y como estaba solo, muchas veces no podían creer que fuera él, así que le dejaban tranquilo. En otras ocasiones sí le abordaban, claro, y en esos casos jamás se comportaba como un famoso: no firmaba autógrafos; todo lo más, estrechaba la mano del que se le acercaba. La gente lo entendía, o mejor dicho, John les convencía de que tenía derecho a sus momentos de privacidad, y le dejaban en paz. Podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía.

La viuda de Wintson terminó la frase con un gesto a medio camino entre la tristeza y el cansancio. Perdomo le pidió excusas por la cantidad de preguntas que aún quedaban por formularle y por la naturaleza de las mismas. Trató de hacerle ver a la mujer que, si bien el análisis de la escena del crimen era importante para descubrir al culpable, el entorno de la víctima era esencial.

—Hasta que el FBI no interrogue a Chapman, no debemos descartar otras líneas de investigación —manifestó Perdomo—. Por eso estoy abusando de su paciencia.

—No cree que haya sido él, ¿verdad? —dijo Anita.

Perdomo le expresó sus reservas. Chapman tenía las comunicaciones muy vigiladas, y era difícil, aunque no imposible, que entrara en contacto con el exterior.

—A no ser —matizó— que su mujer esté implicada. Con ella sí mantiene contacto en la prisión, desde hace muchos años.

—La sola idea de que haya podido asesinar también a John, sólo para volver a ser famoso, me resulta nauseabunda —le confesó la viuda.

—Hace un rato —continuó Perdomo— ha dudado usted, cuando le he preguntado si hubo alguna vez contacto entre su marido y Chapman…

—Es natural —se justificó Anita—, John era un hombre con muchos secretos. Hasta donde yo conozco, jamás hubo relación entre ellos, pero saber lo que pasaba por la mente de mi marido a veces era imposible. Supongo que es parte del mecanismo de la seducción, y que cuando un hombre pierde su halo de misterio, se convierte en un personaje mucho menos atractivo.

—Quiero serle franco —dijo el inspector—. Los amigos y familiares de la víctima tienden a ofrecer, aunque no lo hagan deliberadamente, una buena imagen del fallecido. Esto puede entorpecer bastante nuestra labor. Necesitamos saberlo todo acerca de su marido.

—Yo no tenía idealizado a John, ¿sabe? —dijo Anita—. Probablemente me puso los cuernos, o mejor dicho: sé positivamente que me los puso, más de una vez. También consumía más drogas de las que yo hubiera querido y…

—Eso es interesante —interrumpió Perdomo—. Se lo digo porque la forense no ha encontrado restos de estupefacientes en el cuerpo. ¿Qué tipo de sustancias consumía?

—Marihuana y LSD —afirmó sin titubear la viuda—. John era, también en eso, muy sesentero.

—No crea —la corrigió Perdomo—, el LSD está volviendo a ponerse de moda. Es por la crisis, se trata de una sustancia muy barata. ¿Quién le proporcionaba las drogas al señor Winston? ¿Tenía un camello habitual?

—No tengo ni idea —confesó la mujer—. Yo era bastante crítica con el reverso tenebroso de mi marido y él procuraba contarme lo menos posible. Ni siquiera la noche de su vigésimo séptimo cumpleaños, en la que era evidente que había consumido LSD, quiso reconocer que se había drogado.

—¿Por qué dice que era evidente?

—Me lo encontré desnudo y empapado en sudor en el interior del armario de nuestra habitación, como si acabara de regresar de un mal viaje. Estoy convencida de que había tomado ácido.

—No debía de ser consumidor habitual —acotó Perdomo—, porque en el laboratorio ya podemos detectar restos de estupefacientes en el organismo hasta treinta días después del último consumo y no hemos encontrado nada.

—Están en lo cierto —manifestó Anita—, no las tomaba con periodicidad habitual. Pero también es verdad que cuando entraba en una fase crítica, cuando se sentía falto de ideas, abusaba de ellas de una manera casi suicida. Delante de mí ya no se animaba a hacerlo, pero Bruce, el bajista del grupo, me dijo que llegó a meterse droga por los ojos.

48

The long and winding road

Perdomo asintió con la cabeza.

—Es la última moda —le confirmó a la viuda—. Se coloca en el lagrimal un pequeño cartón, impregnado de LSD, y se logran efectos alucinógenos en quince minutos. Como la vía de entrada está tan cerca del cerebro, el efecto es mucho más rápido y potente que en el consumo oral, aunque también es bastante más peligroso.

A Anita habían empezado a humedecérsele los ojos desde que el policía le había preguntado por las drogas, y tras este último comentario de Perdomo, se echó a llorar. El inspector le ofreció un pañuelo que la viuda le agradeció.

—Como ve —dijo la mujer en cuanto recuperó la compostura—, soy consciente de que mi marido no era ningún santo.

Perdomo rebuscó en las páginas de su libreta de interrogatorios una respuesta que le había llamado la atención y preguntó:

—Hace unos minutos dijo usted: «Mi marido tenía un gran talento musical, mal que les pese a algunos». ¿A quién le pesaba el talento de su marido?

La mujer devolvió el pañuelo al inspector e irguió la cabeza, como una leona orgullosa, antes de contestar:

—Cuanto más éxito tiene un artista, más envidias despierta entre los mediocres. Que conste que yo nunca he pedido que incluyeran a John en el Salón de la Fama del Rock, como han publicado algunos medios pero…

—¿Por qué no? —interrumpió Perdomo—. ¿Cree que no lo merecía?

—Claro que sí, pero ahí sólo pueden entrar los artistas que tengan un disco con más de veinticinco años de antigüedad. El primer trabajo de The Walrus se publicó hace seis. Yo estaba hablando de otro tipo de reconocimiento. No sé si sabe cómo funciona la música pop, pero se mueve por modas. En un tiempo, lo que se llevaba era el heavy metal, en otro el punk, y así sucesivamente. Ahora lo que manda, dejando a un lado el hop y el house, es el indie.

—¿Y eso qué es? —dijo Perdomo.

—¿Nunca ha escuchado a los Arctic Monkeys o a Franz Ferdinand? —Parecía como si aquella laguna musical fuera más allá de lo que Anita estaba dispuesta a perdonar—. Mi marido detestaba el indie rock —continuó la mujer—. Quizá detestar resulte un verbo inapropiado, digamos que lo ignoraba olímpicamente. Decía que el indie sonaba a banda de colegio y que todos los grupos se parecían entre sí. Pero como el indie es lo que está ahora de moda, a The Walrus se les negaba el pan y la sal.

—Yo estuve en el último concierto de su marido —objetó Perdomo— y el estadio estaba, como dicen ahora los jóvenes, absolutamente
petao
. ¿Por qué dice que se les negaba el pan y la sal?

—The Walrus son el grupo de moda desde hace sólo unos meses —puntualizó la viuda—. Antes, nadie les prestaba atención, musicalmente hablando, porque hacían un tipo de música que no se llevaba. No imagina el esfuerzo que supuso para John y los chicos sacar adelante a un grupo que nadaba contra corriente, al margen de la moda imperante. John siempre hablaba del
long and winding road
y durante un tiempo estuvo convencido de que jamás lo conseguirían. La falta de éxito le tuvo muy, muy deprimido, lo cual también explica que abusara del LSD. Quería ser multimillonario y famoso, como Lennon, y no entendía por qué no se había convertido ya en una celebridad. A Pólice le pasó lo mismo a finales de los setenta. Nadie quería saber nada de ellos, porque sus canciones eran extrañas para la época, dominada por el punk. Pólice estaba prácticamente desahuciado, cuando sus componentes decidieron llevar a cabo una gira por Estados Unidos. Fue allí, tras mucho esfuerzo, donde lograron que la gente les hiciera caso. Con The Walrus ocurrió algo muy similar, sólo que, como a Queen, fue América Latina la que les lanzó al estrellato.

—¿Usted cree —le preguntó Perdomo— que hay personas que no le perdonaron el éxito a su marido?

—Evidentemente —afirmó la mujer—, sobre todo porque se produjo en muy pocos meses. Fueron dos actuaciones en las televisiones de Argentina y Brasil las que desencadenaron el proceso. Un productor de
CSI Miami
los vio en Buenos Aires y decidió incluir
Ocean Child
en uno de los episodios. Eso desencadenó una especie de fiebre The Walrus a nivel mundial, porque esa serie se ve en todos los rincones del planeta. Algunos críticos habían empezado últimamente a llamar a John «Lord Gaga», por analogía con el éxito vertiginoso de Lady Gaga.

—¿Y cómo digirió su marido ese éxito repentino?

—Muy bien, porque era su sueño desde los dieciséis años: llegar a ser más famoso que Jesucristo, como su admirado John Lennon. Hasta el punto de que John empezó a tomarles el pelo a los periodistas hablando de «la bendición del 27», ya que su milagroso despegue ocurrió después de cumplir la edad fatídica.

BOOK: Morir a los 27
6.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Remote Rescue by George Ivanoff
A Year to Remember by Bell, Shelly
Dark Debts by Karen Hall
The Cold Kiss of Death by Suzanne McLeod
After the Fall by Kylie Ladd
A Cook in Time by Joanne Pence
Honor Bound by Samantha Chase