—Has vendido las fotos, ¿verdad?
—¿Las fotos?
—Las que le hice a Claudia hace unos años, los desnudos. Yo también me había olvidado de ellas, pero al contarme tú ahora que habías conseguido tanto dinero de golpe, he tenido una revelación.
La mujer de Alexander Kurtz había sido una fotógrafa de moda de bastante renombre hasta que su enfermedad la había obligado a dejar su trabajo.
—Claro —afirmó el director—. Las he vendido a Sotheby's para que las saquen a subasta, como hicieron con los retratos de Carla Bruni, ¿te acuerdas? Espero no haberte metido en ningún lío.
El director no pudo continuar la conversación, porque la policía llamó en ese preciso instante con varios y enérgicos golpes a la puerta.
—¡Señor Kurtz, necesitamos hablar con usted! ¡Ahora!
—Luego te llamo, cariño —dijo el suizo en voz baja a su esposa, que parecía haberse quedado satisfecha con la explicación que ella misma había encontrado a aquel dinero llovido del cielo.
Kurtz abrió la puerta de su despacho y se encontró cara a cara con Perdomo y Villanueva.
—¿Sí? ¿Qué desean? —preguntó el suizo irritado, como si fuera un cliente del hotel cuyo cartel de no molesten hubiera sido pasado por alto por una limpiadora inoportuna.
—Necesitamos que nos facilite todas las grabaciones de las cámaras de seguridad del hotel de las últimas doce horas —dijo el inspector.
—Eso va a ser un problema —respondió el director con una sonrisa forzada—. La tormenta de anoche provocó un corte de suministro en la zona y nuestro sistema de seguridad estuvo fuera de servicio durante varias horas.
¿Eran imaginaciones de Perdomo o Kurtz parecía alegrarse de aquel contratiempo?
—¡Estupendo! —exclamó el inspector—. ¡No tenemos imágenes y además el apagón facilitó sin duda que el asesino pudiera entrar en el hotel sin que nadie lo viera!
Kurtz se encogió de hombros y dijo con ligero regodeo:
—Sí, fue un temporal muy fuerte. Lamento no poder ayudarles, caballeros.
—No esté tan seguro —replicó Perdomo con voz tajante—. Prepare inmediatamente una lista con el personal de servicio que estaba operativo esta noche. Nombres, apellidos, teléfonos, domicilios. Lo quiero todo.
—Lo tendrá en media hora.
Kurtz hizo el gesto de disponerse a salir del despacho, pero al ver que los dos policías tomaban asiento en las sillas de cortesía que había ante su mesa, comprendió que no podía ir a ninguna parte.
—¿Puedo ofrecerles algo de beber? —preguntó entonces el suizo, señalando hacia una nevera de tipo minibar.
—No, pero le aceptaré una chocolatina —respondió Perdomo, que notaba cómo su sensación de vacío estomacal empezaba a parecerse a un agujero negro.
—Que sean dos —se sumó Villanueva.
El director del hotel sacó del frigorífico sendas chocolatinas, con las que obsequió a los policías, y una botella de agua mineral, de la que bebió a morro antes de sentarse.
—Señor Kurtz —comenzó Perdomo—, además de la víctima, ¿qué otras personas relacionadas con el séquito del señor Winston estaban alojadas en el hotel?
—Sólo mister Winston. Los otros tres miembros de la banda prefirieron alojarse en otro establecimento.
—¿Y el servicio de seguridad del señor Winston? Me figuro que tendría guardaespaldas.
—Creo que no —respondió Kurtz, sin demasiado convencimiento.
Perdomo le fulminó con la mirada antes de decir:
—No me interesa lo que usted cree ni lo que supone; me interesa exclusivamente lo que sabe a ciencia cierta.
El director vaciló un instante antes de contestar. Era evidente que no estaba acostumbrado a que se dirigieran a él en un tono tan cortante.
—Si tenía guardaespaldas, no se alojaban en el hotel, inspector. Tal vez ustedes no estén familiarizados con el mundo del rock, pero el Ritz acoge a numerosas estrellas al cabo del año: puedo asegurarles que cada una es un mundo en sí misma. Madonna, por ejemplo, exige por contrato que su habitación esté rodeada por otras en las que se hospedan sus vigilantes. Pero luego hay músicos, como el señor Peter Gabriel o el señor Bruce Springsteen, que viajan sin guardaespaldas. Mucho me temo que mister Winston era uno de ellos.
Villanueva hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aunque no llegó a decir nada. Recordó una crónica periodística en la que se narraba cómo Springsteen, durante una visita a Barcelona, había visto por la calle a unos jóvenes tocando la guitarra y se había acercado a ellos con toda naturalidad, para enseñarles algunos acordes.
—Entiendo —dijo Perdomo, al tiempo que hacía una pelotilla compacta con el papel que envolvía la chocolatina recién devorada—. ¿Puedo preguntarle dónde estaba usted cuando le comunicaron que se había producido el asesinato?
—Aquí mismo, en el hotel —afirmó Kurtz—. Cuando se me hace muy tarde y no quiero despertar a mi esposa, que está enferma y necesita mucho reposo, me quedo en una habitación del último piso. En cuanto el camarero descubrió el cuerpo, el recepcionista me llamó por teléfono para que bajara a hacerme cargo de la situación.
—¿Es la primera vez que se produce una muerte violenta en su establecimiento? —preguntó Villanueva.
—Desde luego que sí. El hotel Ritz tiene una reputación intachable y está considerado uno de los más seguros del mundo.
Fueron interrumpidos por uno de los recepcionistas que, tras golpear dos veces con los nudillos en la puerta, asomó la cabeza para comunicar al señor Kurtz que existía un problema con la reserva de un cliente ilustre. El director le indicó a su empleado que en ese momento estaba reunido con los dos policías y no podía ocuparse del asunto, pero para su sorpresa, el inspector Perdomo se puso en pie y le concedió permiso para que se marchara a resolver aquel contratiempo. Luego, con la boca pastosa de chocolate, dijo:
—Ahora sí necesitaría un poco de agua.
—Sírvase usted mismo del minibar —respondió Kurtz, mientras salía por la puerta a toda prisa para atender a su cliente VIP.
Apenas se hubo ausentado el director del hotel, Perdomo extrajo un pañuelo del bolsillo y, en un abrir y cerrar de ojos, envolvió con él la botella de agua de la que había bebido Kurtz. Estaba ya vacía, por lo que al policía ni siquiera le resultó necesario ponerle el tapón cuando la guardó en el bolsillo. Villanueva le miró con expresión escéptica.
—No estarás pensando que…
—No me gusta Kurtz —dijo el inspector—. Y como ya sabes lo jodido que es obtener el ADN de un sospechoso por mandato judicial, me quedo con la botella de la que ha estado bebiendo. Si los de inspección ocular encuentran algún resto humano en la suite y no sabemos a quién pertenece, tal vez me decida a enviar la botella al laboratorio de biología. De momento, considerémosla sólo un souvenir que nos llevamos de su despacho.
—Te recuerdo —dijo Villanueva— que Kurtz ha admitido que estuvo en contacto con el cuerpo, para asegurarse de si Winston estaba con vida.
—Pero cuando le preguntaste (muy oportunamente por cierto) si había entrado al dormitorio, respondió tajantemente que no. En una investigación criminal, el principal protocolo a seguir es el
Notefindetum
.
—¿Notequé?
—
Notefindetum
, Villanueva. No Te Fíes Ni De Tu Madre. Si el pelo sin dueño aparece en la alcoba y queremos saber si es de Kurtz, la única manera posible es comparándolo con su ADN.
Villanueva no podía comprender que Perdomo fuera tan previsor, por la sencilla razón de que él nunca se había enfrentado a un contratiempo de este tipo. Sin embargo, a Perdomo se le habían escapado ya un par de sospechosos a causa de la legislación tan extremadamente garantista que había en España. Todo había empezado a raíz de una sentencia del Tribunal Constitucional del año 1996, en la que se establecía que ningún juez de instrucción podía ordenar que se le cortaran mechones de pelo a un detenido, a fin de obtener su ADN, por vulnerarse un derecho fundamental, como es el de la integridad física. Todo lo que puede llegar a ordenar un juez es el análisis de los restos biológicos hallados en lugares o enseres que tengan relación con el imputado, desde su domicilio a su automóvil pasando por la taquilla de su gimnasio o el chalet donde reside durante las vacaciones. Desde aquella histórica sentencia las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado carecían de la potestad para obligar a un sospechoso —por más que se tratase de un violador o un asesino— a someterse a la prueba del ADN, ni a entregar contra su voluntad ningún fluido o resto corporal.
—Tenemos dos otogramas —le dijo a Perdomo, cinco minutos más tarde, el inspector de la Policía Científica que dirigía el equipo de inspección ocular en la escena del crimen. Los hombres que estaban rastreando la suite real aún no habían finalizado su trabajo, pero Guerrero decidió adelantarle al inspector de la UDEV las buenas noticias.
—¿En serio? ¿Dónde han aparecido? —preguntó Perdomo con el rostro iluminado.
—Las dos huellas estaban en la puerta de acceso. Una por la parte de dentro y la otra por la de fuera. Lógicamente, sólo tenemos los negativos, pero en cuanto mi equipo termine nos vamos para el laboratorio para positivarlos. Mañana mismo te mando una copia de los resultados, en alta resolución, a tu correo electrónico.
Los otogramas eran, en su sentido más literal, huellas de oreja que las personas dejaban sobre la superficie de una puerta cuando trataban de escuchar si había alguien al otro lado de la misma. Cuando, como en aquel caso, las muestras eran de buena calidad, se habían demostrado tan eficaces para la identificación de un sospechoso como una huella dactilar, ya que no había en el mundo dos personas que tuvieran exactamente el mismo pabellón auricular.
—Y hay algo que también te va a resultar curioso —añadió el policía científico—. En la caja fuerte del dormitorio, que estaba cerrada a cal y canto, y que yo mismo me he encargado >de forzar, había un único objeto. ¿A que no adivinas de qué se trata?
—No tengo la menor idea —reconoció Perdomo, lleno de ansiedad y expectación.
Su interlocutor extrajo del bolsillo de la americana una bolsita de plástico transparente en la que había una cinta de casete. Hacía por lo menos diez años que Perdomo no había tenido una entre las manos.
—¿Tiene algo grabado? —preguntó.
El policía científico le miró con sorna.
—¿Tú dejarías en una caja fuerte una cinta virgen?
—Sólo si quisiera preservar su virginidad.
—Supongo —añadió Guerrero para terminar— que te estarás preguntando lo mismo que yo: ¿qué puede haber tan importante en una casete de música como para querer guardarla dentro de una caja fuerte?
Let's spend the night apart
Tras aquella agotadora madrugada, Perdomo llegó a su casa a las nueve de la mañana, con el tiempo suficiente para despertar a su hijo Gregorio, prepararle el desayuno y acercarle en coche a la gran fiesta-subasta-concierto de fin de curso que se iba a celebrar en el colegio. Para su sorpresa, se encontró con que Elena, la trombonista de la Orquesta Nacional con la que mantenía una relación desde hacía un año, yacía dormida en su cama, a pesar de que vivía en su propia casa. Perdomo la despertó lo más dulcemente que pudo —no era tarea fácil, porque tenía el sueño muy pesado— y cuando ella abrió por fin los ojos, le preguntó:
—¿Qué haces aquí?
—Luego te lo cuento —respondió ella, haciéndose la misteriosa—. ¿No hay beso de buenos días?
Perdomo la besó de forma mecánica, como si no quisiese malgastar un beso de verdad con una persona medio dormida, y a continuación se dirigió a la alcoba de su hijo, para asegurarse de que ya se estaba vistiendo.
—¿Por qué ha dormido Elena en casa? —le espetó nada más entrar.
El muchacho, que no le había oído llegar, le respondió con una mezcla de temor y sorpresa.
—No lo sé. Pregúntaselo a ella, ¿no?
—No, te lo pregunto a ti —hablaba como si Gregorio hubiera hecho un estropicio en casa y le estuviera exigiendo responsabilidades.
—Vino ayer por la tarde, porque le han enviado dos DVD de
música en formato americano y su reproductor no es capaz de
leerlos.
Perdomo se mantuvo en silencio unos segundos, a la espera de que su hijo continuara. Como no lo hizo, preguntó:
—¿Y?
—Los estuvimos viendo.
—¿Y?
—Uno era muy bueno, de la serie
In rehearsal
. Simón Rattle ensayando con la Filarmónica de Berlín la
Quinta
de Mahler.
—¿Y?
—El otro era un pestiño, una reconstrucción dramatizada de la vida de Tchaikovsky. —¿Y?
—¡Ya está bien con el ¿y?, papá! ¿Qué más quieres que te diga?
Perdomo intentó adoptar un tono menos impertinente e incisivo, pero no lo consiguió.
—Dime al menos si tú le pediste que se quedara o decidió quedarse ella por su cuenta y riesgo.
—Pero ¿qué problema hay en que se quede a dormir? —respondió el chico, que no alcanzaba a ver el fondo del problema—. ¿No es tu novia?
—Algo parecido —dijo su padre con resignación.
Perdomo había conocido a Elena Calderón durante la investigación del caso que la prensa había bautizado como «El violín del diablo». Se había sentido atraído desde el principio por aquella mujer alta y atlética, de cabello negro y corto, peinado con flequillo. Su mirada luminosa y al mismo tiempo vulnerable le había recordado siempre a la joven Liza Minnelli de
Cabaret
.
Cuando Gregorio se hubo vestido, su padre le urgió a que desayunara rápidamente, para poder acercarle al colegio. Pero el chico era incapaz de soportar a su padre cuando éste le trataba como a un sospechoso de homicidio.
—Me voy en autobús, papá —dijo cogiendo el estuche de su violín y pasando a su lado sin ni siquiera dignarse a mirarle.
—¿Así, sin desayunar?
No obtuvo respuesta. Gregorio salió de la casa dando un portazo y Perdomo se encaminó a la cocina, donde Elena, aún más dormida que despierta, estaba empezando a preparar el café de la mañana. ¿Eran imaginaciones suyas o ella había cogido varios kilos de más durante el año que llevaban juntos? ¿Y por qué había decidido dejarse el pelo largo, con lo bien que le quedaba a lo
garçon
? Hacía unos meses, en una situación como aquélla, Perdomo se habría acercado a Elena por la espalda, la habría abrazado, la habría colmado de caricias en el cuello y finalmente le habría dado el beso apasionado que ella le había reclamado hacía cinco minutos. En vez de eso, se quedó apoyado contra la jamba de la puerta de la cocina y dijo: